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Este artículo forma parte del especial ‘Hacia la transición energética‘.
La guerra desencadenada por la invasión rusa de Ucrania el pasado 24 de febrero ha generado aún más inestabilidad respecto a los tiempos venideros, ya de por sí bajo el paraguas de la incertidumbre provocada por la emergencia climática.
Política de bloques: el gas natural
La lid no sólo se juega en territorio ucraniano. A mediados de marzo asistimos a un incremento vertiginoso de los precios de la electricidad debido a la carestía del gas, y a una serie de sanciones económicas impuestas por la Unión Europea y Estados Unidos a Rusia, a las que esta potencia respondió con otras propias. La división del mundo en dos bloques cada vez más compactos ha agravado una crisis energética que, en Europa particularmente, ya era notable. Antes de que comenzase el conflicto, las reservas de gas estaban en mínimos históricos por la superación de los picos de producción tanto en el petróleo como en el gas fósil y por un mayor consumo en verano. Al iniciarse la contienda, la Comisión Europea respondió con algunas iniciativas que buscan diversificar las fuentes de energía y reducir la dependencia del gas ruso en dos tercios para finales de 2022, así como obligar a los distintos países a almacenar un 90% de su capacidad de cara al próximo invierno. Retos, ambos, muy complicados de conseguir.
Según el ingeniero Alfons Pérez, investigador en el Observatorio de la Deuda en la Globalización (ODG), el primer objetivo no es factible: «Se trata de un comunicado para calmar a los mercados», apunta. Actualmente, Rusia provee un 40% del gas utilizado en la Unión Europea, una dependencia que varía por países: en Alemania es de un 50%, por ejemplo, mientras que en España es sólo del 9% porque lo obtiene mayoritariamente de Argelia –por gasoducto– y de Estados Unidos –a través de buques metaneros en forma de gas natural licuado (GNL)–. La vinculación con el Kremlin ha llevado a especialistas en política energética como Antonio Turiel, doctor en Física Teórica y matemático, a decir que «cortar relaciones con Rusia es un suicidio». Sí se podría, según Pérez, llegar a prescindir completamente de este combustible ruso en un plazo de ocho años, otra de las medidas anunciadas por la Comisión, aunque para ello «se necesitarían cambios estructurales», como apostar por el decrecimiento en conjunción con las renovables.
Por otra parte, los peligros de esta dependencia rusa ya se encontraban detallados en el informe sobre la Estrategia Europea para la Seguridad Energética del 28 de mayo de 2014, que perseguía ampliar las fuentes de energía y comprometerse a una «economía competitiva de bajo carbono que reduzca el uso de combustibles fósiles importados» debido, parcialmente, a «los acontecimientos (…) en Ucrania». Es decir, a las protestas del Euromaidán a las que siguió la crisis de Crimea. Pero entonces no disminuyeron. Al contrario: se expandieron las importaciones europeas de productos petrolíferos rusos y se construyó el gasoducto NordStream 2, ahora paralizado por la guerra.
La situación que vivimos es consecuencia de una cadena de factores a los que no se prestó la suficiente atención en su momento. Actualmente, las políticas de urgencia adoptadas tampoco parecen ser suficientes y ya se habla abiertamente de un menor uso del gas, como recalcó Josep Borrell al recomendar a la ciudadanía que bajase la calefacción. Esta propuesta, duramente criticada, se enmarca en un contexto de escasez que rara vez se expone con claridad. De hecho, el think tank belga Bruegel afirmaba en un estudio reciente que si Europa quisiese librarse totalmente de las importaciones rusas necesitaría reducir su consumo de gas entre un 10 y un 15%, al tiempo que advertía de que la demanda está sujeta a variaciones meteorológicas –un invierno frío haría casi imposible alcanzar esas cifras–, y no descartaba la posibilidad de forzar el racionamiento. Si se siguiera comprando gas a Putin, el mercado sufriría una gran volatilidad, alzas y bajas bruscas de precios, por causa de la capacidad de Gazprom, la multinacional estatal rusa, para aumentar o disminuir la oferta por razones geopolíticas.
Tampoco sería factible convertir España en la «potencia gasística» de la que han hablado autoridades europeas como Ursula von der Leyen, en un mensaje replicado por el propio presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Es cierto que nuestro país se encuentra bien posicionado para satisfacer la demanda interna, sobre todo porque su principal suministrador de gas es Argelia, con un 43% del total, y debido asimismo a que cuenta con un tercio de las plantas regasificadoras de la Unión para el procesamiento de GNL, pero no posee infraestructuras suficientes para transportar grandes cantidades del combustible fósil al resto de Europa.
Los gasoductos activos en la frontera con Francia pueden llevar hasta 7.300 millones de metros cúbicos, una mínima parte de los 150.000 millones que se reciben desde Rusia, y el MidCat, un gasoducto proyectado cuya construcción abandonó el gobierno francés antes de la contienda, sólo podría conducir 8.000 millones más. Por si fuera poco, Alfons Pérez alerta de otras variables que no se están teniendo en cuenta: la capacidad exportadora de Argelia y los conflictos locales en torno a ampliar la extracción, el precio de ese transporte y la oposición al MidCat que existe en Cataluña, territorio por donde circularía. Como puede comprobarse, la encrucijada energética de Europa es preocupante y no pasa por las soluciones institucionales que se están barajando. Esa es la razón por la que, en el momento de escribir estas líneas, el gas ruso –muchísimo más barato que el estadounidense– sigue fluyendo hacia territorio comunitario y los bancos que lo financian no han sido objeto de sanciones.
Economía y seguridad alimentaria
Las sanciones económicas a Rusia, las represalias del Kremlin, así como la guerra en Ucrania han provocado que el coste de los combustibles fósiles se dispare a niveles inauditos y, con ello, la inflación. El barril de Brent ha llegado a tocar los 130 dólares, cuando estaba en 78 a finales de 2021, repercutiendo en beneficios considerables para las empresas petroleras occidentales (Shell y ExxonMobil son algunas de las que han subido en bolsa tras la invasión). El gas ha llegado a sobrepasar los 300 euros el megavatio hora (MWh), cuando hace un año se pagaba a 27 euros, arrastrando con él la factura de la luz a máximos históricos como consecuencia del llamado «sistema marginalista». Este sistema fija los precios de la electricidad de acuerdo a la energía más cara utilizada para generarla, aunque ésta suponga un porcentaje mínimo del total, sin tener en cuenta otras más baratas, como la creada por los saltos de agua.
La causa de que la ciudadanía esté asumiendo este doloroso gasto, que también está provocando la ruina en pequeñas y medianas empresas, es un constructo europeo, una configuración arbitraria que, por ello, puede modificarse si existe voluntad política. Pedro Sánchez –junto a su homólogo portugués, António Costa– ya ha expresado en Europa la necesidad de cambiar un sistema del que se beneficia directamente el oligopolio de las compañías eléctricas, y ha abogado por limitar los precios en la Península. Sin embargo, hasta ahora no se han aprobado normativas concretas.
Más difícil resulta hacer disminuir el precio del petróleo y sus derivados, tanto por la escasez relacionada con los límites biofísicos del planeta –cada vez quedan menos yacimientos rentables–, como por los vaivenes bélicos, lo cual está extenuando las economías occidentales hasta confines inflacionarios no vistos en décadas, y generando una serie de amenazas graves para la supervivencia, entre las que se encuentra una crisis alimentaria global sin parangón.
El hecho de que las agriculturas modernas dependan del diésel y del gas para el funcionamiento de la maquinaria y la elaboración de fertilizantes las torna increíblemente vulnerables a las variaciones en el coste. Por otra parte, Rusia y Ucrania proveen un 30% del trigo que circula en el mercado mundial, ambos países exportan más de un tercio de los fertilizantes que utiliza la Unión Europea, y Ucrania, además, la mitad del maíz, incluido un 22% del que se utiliza en España para alimentar al ganado: transacciones que, sumadas a las de otros cereales y aceites, han quedado en suspenso por la contienda. Si bien España tiene garantizado el abastecimiento de comida, los países del Magreb son completamente dependientes del cereal ruso, hecho que ha llevado a temer por la estabilidad de una zona crucial para nuestro país, entre otras cosas por su importación de gas argelino.
Es preciso recordar que el precio de los alimentos ya había subido por los efectos del cambio climático; un ejemplo claro es la sequía brasileña que encareció el café el año pasado. Ahora otra sequía, esta vez en Estados Unidos y en Argentina, grandes productores agrícolas, ponen contra las cuerdas la distribución internacional de girasol, trigo y maíz. Este tipo de escasez se irá incrementando conforme los gobiernos sigan ignorando las demandas científicas y ciudadanas para contener la crisis climática, como reflejan los últimos datos: en 2021 se volvieron a batir récords en emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero que calientan el planeta.
Mientras tanto, el presidente estadounidense, Joe Biden, parece haber abandonado por completo sus ambiciones medioambientales, y la Unión Europea ha relajado las suyas en una concatenación de medidas improvisadas que sirven para poner parches a las disrupciones surgidas de la contienda sin contemplar sus nefastas consecuencias a medio-largo plazo: uso de tierras protegidas para el cultivo, posible revitalización del carbón y de las nucleares con el fin de contrarrestar la previsible falta de gas ruso, explotación masiva del regadío a pesar de la sequía, etc.
La guerra agrava así su ya insoportable emergencia humanitaria en forma de muertos y refugiados. Ha venido a apuntalar los mayores defectos de nuestra civilización, a mostrar las debilidades de un sistema económico fallido, a tensionar el ya precario equilibrio climático. Mucho tienen que cambiar las cosas para que tengamos asegurada una vida digna, no ya en un futuro lejano, sino en el presente más inmediato.
¿Así Josep Borrell alguna vez dice algo acertado?. Como la fábula del borriquillo que una vez acierta por casualidad.
Simplificar nuestro modo de vida, reducir el consumo, producir local, consumir local, pasar de multinacionales y de los grandes monopolios.
A ver si entendemos que es necesario desmontar este gangrenado engranaje.
26 de ABRIL, Recuerda CHERNOBIL, boicot a la energía nuclear.
Se recuerda el accidente de Chernóbil (Ucrania, 26 de abril de 1986) con la campaña “Desenchufa la energía nuclear”, en la que participan organizaciones ecologistas y sociales, así como comercializadoras de electricidad 100 % renovable, para poner fin al uso de la energía nuclear por la vía de que los consumidores y las consumidoras no usen electricidad de procedencia nuclear.
El accidente de Chernóbil puso de manifiesto el enorme riesgo de mantener las centrales nucleares en funcionamiento y mostró que los efectos de un posible accidente superan las fronteras y se extienden a varios países. De hecho, la nube radiactiva recorrió la mayor parte de Europa y afectó principalmente a Bielorrusia y Rusia, además de Ucrania. El número de víctimas de la radiación, especialmente entre los liquidadores que lucharon contra el accidente, se acerca a 200.000 según la Academia de Ciencias Rusa. La situación de riesgo en la central se había incrementado por el mal estado del sarcófago que se construyó de forma apresurada tras el accidente y que sufrió derrumbes en 2014 y 2015. Dado el estado del núcleo del reactor que se encuentra fundido y no puede desmantelarse, se ha instalado un nuevo sarcófago de dimensiones colosales fabricado por la compañía francesa Areva, que de esta manera también se beneficiaría de la catástrofe.
La única forma de evitar futuros accidentes como los de Chernóbil o Fukushima es proceder al cierre escalonado de centrales nucleares lo antes posible.
En este mismo instante, los negocios de pesca industrial arrasan los océanos con redes gigantescas. Esta técnica mata delfines, focas, corales, caballitos de mar y cientos de especies. ¿Para qué? Para seguir obteniendo los máximos beneficios posibles.
Por si eso no fuera suficiente, al remover el fondo marino, la pesca de arrastre provoca que se libere alrededor de una gigatonelada de dióxido de carbono al año. ¡La misma cantidad que la industria aeronáutica a nivel mundial!.
La semana que viene, el Parlamento Europeo tiene en sus manos la decisión de si esta barbaridad sigue adelante. Si la votación se cierra como estas empresas esperan, quizás no volvamos a tener otra oportunidad hasta dentro de muchos años.
Pide que se prohíban las actividades pesqueras que destruyen el fondo marino:
https://act.wemove.eu/campaigns/destruccion-oceanos?action=mail&utm_campaign=20220426_ES&utm_medium=email&utm_source=civimail-45050