Etiquetas:
Este texto forma parte del Magazine climático 2021. Puedes conseguir un ejemplar, en papel o digital, en nuestro kiosco.
«No creía que fuera a sobrevivir», dice mi tía Fiona al tiempo que sacude la ceniza de un cigarrillo sobre un cenicero, 300 kilómetros al sur de Sidney. “Estuvimos encerrados en la casa durante al menos cinco horas. Fuera, todo estaba en llamas, pero era el humo que había dentro lo que creía que acabaría con nosotros… No creía que fuera a sobrevivir”.
En las navidades de 2019, Australia fue arrasada por la peor tragedia nacional de la historia del país. La temporada de incendios, la que ahora llamamos Verano Negro, empezó en octubre y para cuando terminó, alrededor de febrero, había destruido 3.000 casas y matado a 33 personas y, al menos, a mil millones de animales. La casa de mi familia, un lugar que siempre he llamado, simplemente, ‘la granja’, casi fue uno de ellos. El día de Nochevieja de 2019, el incendio bautizado como de Currowan había crecido tanto que había empezado a crear sus propios relámpagos, y bajaba a toda velocidad por las laderas de la cercana sierra de Budawang por una zona boscosa que nunca nadie había visto arder antes.
“Creo que llegué aquí sobre las diez y media de la mañana, y no conseguimos salir hasta las cinco. E incluso entonces no podíamos ir a ninguna parte. Sabíamos que el puente estaba en llamas. ¿A dónde vas a ir? Todo estaba ardiendo. Intentamos apagar algunos pequeños focos del incendio, pero parecía que los paneles solares iban a estallar. Creíamos que todo iba a desaparecer pasto del fuego”, me contó mi tía.
Yo había estado en ‘la granja’ tan solo dos días antes, contemplando con ansiedad las nubes de humo al otro lado de las montañas. Creía, con la misma ingenuidad que mi tía, que el viento no cambiaría como lo hizo. Crecí oyendo a mi abuelo decir que ningún incendio se había acercado a la granja en 150 años. Igual que creció mi tía.
“He vivido en negación”
Un año después, Fiona y yo nos sentamos frente a la casa, en viejos sofás con más agujeros que tapicería. La vivienda principal fue, al final, el único edificio que sobrevivió. Los cobertizos reventaron. Un puente se vino abajo. Los coches estallaron. Un tractor se fundió. Un corral de pollos se carbonizó. Toda la hierba se quemó. Murieron 28 vacas, y mi tía, que estaba atrapada dentro, pasó horas acostada en el suelo del cuarto de baño, paralizada por el humo y segura de que la casa iba a quemarse con ella dentro.
“He vivido en negación”, me dijo. “Sabía que estas cosas estaban ocurriendo en otras partes, pero nunca me imaginé que podrían pasarme a mí. Pensaba que algún día la hierba podría salir ardiendo o algo así, pero no esto. Esto parecía el apocalipsis”.
Tengo que reconocer que yo también he vivido en negación. Durante los últimos 14 años no ha pasado un día en el que no haya pensado cómo va a afectar el cambio climático a nuestras vidas. En parte es, probablemente, por mi situación de privilegio, pero de verdad que no pensaba que pasaría tan pronto, y literalmente tan cerca.
“Supongo que esto es lo que está pasando en todo el mundo”, continuó mi tía. “No importa quién seas, nos va a acabar tocando a todas y a todos”.
Muchos de nuestros vecinos lo perdieron todo. La casa de uno de ellos desapareció por completo hasta el punto de que, si nadie te lo dijera, no podrías adivinar dónde estaba. El pueblo al completo estuvo sin hogar durante semanas. Mi familia se quedó, durante tres semanas, en casa de unos primos en un pueblo cercano, tratando de comprender lo que acababa de pasar. Con todo el humo, árboles quemados y el puente en ruinas, no podíamos volver a ‘la granja’ aunque quisiéramos. Y mi tía, o gran parte de ella, prefería no volver nunca. “Dos días después de llegar al pueblo, una vecina llamó y nos dijo que los incendios habían vuelto. En ese momento no quería volver. Le dije ‘vale, no quiero salir’”.
No fue hasta el 17 de enero de 2021 que Fiona consiguió salir a la calle. “Recuerdo el olor. El hedor de todo lo que se había quemado. Los pinos, las vacas, el olor del humo en todas partes”.
Ayudas que no llegan
Durante los primeros meses, la reconstrucción fue extremadamente lenta. Cientos de casas en la zona se habían quemado, y la ayuda que se nos prometió no parecía llegar. Recuerdo que a principios de enero nos pasábamos los días pegados a la televisión, esperando que el Gobierno informase del progreso de los incendios, y de si iba a haber algún tipo de asistencia específica para las personas afectadas.
En ese momento, nuestro primer ministro acababa de volver de sus vacaciones en Hawái, y fue la primera vez que recuerdo haber sentido auténtico odio público por un líder electo de mi país. Scott Morrison tenía que anunciar algo grande, algo que distrajera a todo el mundo de la desastrosa imagen pública que había dado en su visita a las comunidades del Sur.
Recuerdo una serie de promesas que hizo, asegurando que se ayudaría a todas las víctimas, y anunció que una cantidad importante de los fondos se dedicaría a la asistencia en salud mental. Un año después, allí sentados, mi tía Fiona me recordó que nunca han visto nada de esas ayudas: “Todo lo que recibimos fueron 2.000 dólares (unos 1.270 euros) del NAB [un banco local], y eso porque me conocen. Preguntamos qué podíamos solicitar… había un programa del gobierno de Nueva Gales del Sur, por el que podíamos pedir hasta 75.000 dólares en pérdidas. Lo solicitamos, pero no nos concedieron nada”.
Y, sin embargo, como en la mayoría de las granjas, es difícil dar un valor financiero concreto a las pérdidas.
“Perdimos mucho más. No sé, ¡calcúlalo tú!”, me dijo mi tía antes de ponerse a enumerar pérdidas. “Perdimos 28 vacas, y son unos 2.000 dólares cada una. Perdimos alrededor de 200.000 dólares en los cobertizos, los vehículos y todo el material. Perdimos el puente. No sé, dime tú”.
Desde entonces, “las vacas restantes han sufrido una infección vírica, y hemos sufrido tres inundaciones. Y la COVID”.
“También es verdad que ahora soy más paciente. Al principio, cuando dejé de trabajar, y cuando empezamos a reconstruir la granja, pensaba ‘vale, tenemos que hacer esto o lo otro lo antes posible’. Ahora soy mucho más paciente. Va a llevarnos años reconstruirlo todo”.
Aunque sea difícil de creer, y aunque los árboles quemados en las colinas son un recordatorio constante de los incendios del año pasado, la mayoría de la hierba que rodea la granja ha vuelto a crecer, y ya está incluso más alta que el año pasado. En parte es gracias a La Niña, un fenómeno climático interdecadal que suele traernos la ansiada lluvia. “Este año hemos registrado 150 milímetros de lluvia. El año pasado tuvimos 52. Saca conclusiones”, remarcó Fiona.
Esas lluvias han significado que en el verano de 2020 apenas haya incendios forestales en la costa este de Australia. Y, aun así, muchas de las víctimas del año pasado siguen muy preocupadas con lo que pueda ocurrir en los próximos años. “Ahora estoy más preparada”, dijo Fiona, mirando las colinas que se extendían hacia el horizonte. “Voy a poner aspersores en el tejado, y si vuelve a ocurrir, los encenderé y saldré de aquí. Nunca me volverá a pasar lo mismo».
Chris Wright es fundador y director de ‘Climate Tracker’.