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Quien haya visto el ya clásico documental Gasland (2010) se acordará de las escenas en que algunas personas abren grifo y, al acercarle un mechero al agua, ésta sale ardiendo. La obra de Josh Fox, que le valió una nominación a los Óscar, millones de espectadores, y motivó la secuela Gasland Part II (2013), sirvió para concienciar sobre los peligros del fracking o fracturación hidráulica, una técnica de extracción de petróleo y gas natural consistente en inyectar agua con sustancias químicas en el subsuelo provocando pequeños movimientos sísmicos que dan lugar a la liberación de los combustibles fósiles.
Estados Unidos ha sido líder mundial en implementar este sistema desde que, alrededor del año 2010, comenzasen una serie de inversiones millonarias en el sector. Sin embargo, lo que en principio supuso un boom que ayudó a paliar, globalmente, una probable escasez en el suministro de petróleo y gas, está cayendo por su propio peso en un momento decisivo en el entramado geopolítico, dentro del cual Europa afronta una fuerte crisis energética avivada por las tensiones entre el país americano y Rusia sobre la posible invasión de Ucrania por parte de esta última potencia.
Entre otras cosas, están en juego las reservas de gas fósil (llamado comercialmente gas natural) de Europa, que dependen en un 40% de importaciones rusas. Para lograr apoyos comunitarios en el enfrentamiento con el ejecutivo de Putin, Joe Biden ha incrementado sustancialmente el envío de gas natural licuado (GNL) a Europa desde las costas estadounidenses, y se ha reunido recientemente con el emir de Catar con el fin de que este país haga lo mismo. En una búsqueda de aliados que ayude no sólo a asegurar el suministro, sino también a controlar los precios en el mercado internacional, el presidente de Estados Unidos firmó una declaración con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyden, donde aseveraban que trabajarían conjuntamente para lograr sus objetivos en términos de energía y descarbonización. No obstante, bajo esa apariencia de cooperación y seguridad, se esconde un problema de fondo del que ambas partes son conscientes: Estados Unidos no puede, materialmente, asegurar el suministro energético de la eurozona si llegasen a reducirse significativamente, o a eliminarse, las exportaciones rusas. Y esto se debe, en buena medida, a la cuerda floja en la que se encuentra el fracking.
Hace unos días, el Wall Street Journal publicaba una investigación que no dejaba lugar a dudas: la burbuja de la fracturación hidráulica está llegando a su fin. Entre las causas citadas se encuentran el cierre de pozos en los estados de Texas, Nuevo México y Dakota del Norte por la imposibilidad de aumentar la producción debido, simplemente, a que no hay reservas suficientes. De hecho, el artículo recalca que las mayores empresas dedicadas a la extracción de hidrocarburos mediante esta técnica agotarían su inventario en pocos años si se incrementase la producción en un 30% o incluso en una cifra menor, por lo que están condenadas a mantenerla estable. Se trata, a medio-largo plazo, de un negocio poco rentable que sólo ha conseguido sobrevivir gracias a las millonarias subvenciones federales, las causantes del “boom”, según demuestra un estudio del Instituto Medioambiental de Estocolmo. El científico Antonio Turiel, investigador del CSIC, ya informó en su blog de la falta de sostenibilidad de esta industria, impulsada durante el mandato de Donald Trump a pesar de las cuantiosas pérdidas económicas.
A las numerosas limitaciones –biofísicas, asociadas a los exiguos beneficios en dólares– que representa la extracción de gas fósil por este método, se unen otros factores que lo tornan inviable si se trata de satisfacer la demanda europea: la complejidad del procesamiento de la materia prima (el gas hay que licuarlo y después gasificarlo en terminales que no abundan en Europa), los costes del transporte, y la constante presión interna, bifurcada en dos reclamaciones: que bajen los precios en el mercado doméstico y que se cumplan las promesas climáticas. Es significativo que diez senadores le hayan enviado una carta a Biden pidiéndole que limite las exportaciones de gas natural licuado con el fin de controlar las subidas en las facturas de los hogares americanos, que serán un 30% más elevadas este invierno según estimaciones del Departamento de Energía. Esta carga, más pesada en los estados más fríos, es inasumible para mucha de la ciudadanía, preocupada asimismo por una inflación que no se veía desde 1982, actualmente en el 7%, y que puede pasarle factura a los demócratas en las elecciones de mitad de mandato.
Para más inri, muchos grupos de ecologistas han denunciado que Biden no está cumpliendo sus objetivos climáticos –al contrario, nada parece indicar que vayan a descender las emisiones de gases de efecto invernadero–, a lo que se suman los daños del fracking, tanto para el medioambiente como para la salud de las personas. Recientemente, The Guardian publicaba los resultados de un estudio de Harvard que vinculaba la exposición a los contaminantes derivados de la extracción hidráulica, en el agua y el aire, con la muerte prematura de los ancianos. Se ha probado también la mayor ratio de embarazos de riesgo, asma, fatiga y problemas respiratorios entre quienes viven cerca de los pozos de extracción. Finalmente, el fracking es responsable del aumento de terremotos en áreas donde se efectúa, debido a las alteraciones sísmicas que provoca la manipulación del subsuelo. Es el caso de la cuenca pérmica, la mayor reserva energética del país, situada entre Texas y Nuevo México, de la que se obtiene el 40% del petróleo y el 15% del gas fósil, la cual ha sufrido en los últimos años un gran número seísmos.
La ecuación no es fácil: Europa se juega el suministro enérgico; Estados Unidos, la hegemonía en el continente frente a Putin; Rusia, las sanciones estadounidenses y el flujo monetario por la venta del gas que, no obstante, podría desviarse hacia otros compradores. Entre todos, la lucha por detener el catastrófico avance del cambio climático permanece estancada.