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«Para comprender y encontrar soluciones para nuestros ecosistemas naturales cada vez más dañados, los científicos ambientales deben poder llorar y recibir apoyo a medida que avanzan». Así termina la carta que han escrito tres científicos británicos: Timoteo AC Gordon, Stephen D. Simpson -ambos del Departamento de Biociencias de la Universidad de Exeter— y Andrew N. Radford, de la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad de Bristol.
En el texto, publicado en Science, explican los procesos de vulnerabilidad emocional a los que se enfrentan en su trabajo: «Las tasas de destrucción ambiental son mayores hoy que en cualquier punto anterior de la historia humana. Esta pérdida de especies, ecosistemas y paisajes de valor desencadena fuertes respuestas de duelo en personas con apego emocional hacia la naturaleza». Sin embargo, «a los científicos ambientales se les presentan pocas oportunidades para abordar este dolor profesionalmente», añaden.
«Los institutos académicos deben permitir que los científicos ambientales se aflijan y, por lo tanto, emerjan más fuertes de las experiencias traumáticas para descubrir nuevas ideas sobre nuestro mundo, que cambia rápidamente. Se puede aprender mucho de otras profesiones en las que las circunstancias angustiosas son comunes, como la atención médica, el socorro en casos de desastre, la aplicación de la ley y el ejército. En estos campos, existen estructuras organizativas bien definidas y estrategias activas para que los empleados anticipen y gestionen su angustia emocional», continúan los tres científicos en la carta. Para ellos, «la ilusión generalizada de que los científicos deben ser observadores desapasionados está peligrosamente equivocada». Al contrario, dicen: «El dolor y la recuperación post-traumática pueden fortalecer la resolución e inspirar la creatividad científica«.