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Este artículo ha sido publicado originalmente en CRÍTIC. Puedes leerlo en catalán aquí.
«He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión», Blade Runner
Me gustan mucho las películas de catástrofes. Ahora se han puesto de moda, y me van bien para distraerme. La mayoría tienen la misma trama: una gran catástrofe climática, nuclear o de lo que sea, buena parte de la población mundial desaparece, se pierden los conocimientos tecnológicos, caen los gobiernos, los estados y la policía… y los pocos humanos que quedan sobreviven en medio de un mundo distópico y caótico. El día de mañana nos muestra una tormenta de hielo que congela una parte del planeta y cómo luchan para mantenerse con vida los nuevos refugiados climáticos; la mítica Waterworld narra las peripecias de los supervivientes en un planeta donde, después de la descongelación de los polos, el agua lo cubre todo, y no quedan tierras ni recursos; en Soy leyenda, Will Smith cree que es el único superviviente de una epidemia que ha convertido a todos los seres humanos en una especie de zombis; en La carretera, Viggo Mortensen y su hijo intentan sobrevivir en un mundo en cenizas y prácticamente sin alimentos ni gasolina ni nada. Películas como estas describen siempre el futuro como un lugar caótico, sucio, oscuro, superpoblado y desigual.
La catástrofe es una opción real. El calentamiento global es, en buena parte, irreversible. Si no paramos en seco las emisiones de gases de efecto invernadero, las temperaturas subirán. La sexta gran extinción de especies ya ha empezado, y las especies perdidas son irrecuperables. Aun así, el colapso total es una opción, no un hecho predeterminado. Los científicos nos alertan que es (casi) inevitable. El catastrofismo, por lo tanto, nos sirve de alerta, de guía, de aviso de emergencia… pero nos podría llevar hasta la inacción. Si no podemos imaginar futuros mejores, ni siquiera a través de las películas de ciencia ficción, nunca ocurrirán. El futuro se construye a través de lo que hacemos en el presente. El futuro se disputa ahora. Nada está (totalmente) escrito. Aferrémonos a la última esperanza del filósofo y poeta Jorge Riechmann: podemos al menos «colapsarnos mejor».
Necesitamos imaginar un futuro posible para disputar el presente: ¿el catastrofismo ecologista lleva a la inacción?
Vivimos, como denuncia la filósofa Marina Garcés, una «condición póstuma» en un mundo amenazado por la catástrofe ecológica, económica y social. Vivimos resignados. Pero, como ella misma nos pregunta: ¿no hay alternativa al futuro? ¿No podemos imaginar nada nuevo? ¿Es imposible escaparnos de las prisiones de lo posible? “Vivimos en tiempo de agotamiento y de descuento. El presente no anuncia futuros, sino amenazas de destrucción. Describimos el futuro apocalíptico como un hecho irreversible”, lamentaba la filósofa barcelonesa en una entrevista en el programa La Klau Crítica charlando sobre su libreto Nueva ilustración radical.
Pero, en realidad, la catástrofe es también «una construcción ideológica, una construcción que ha asignado irreversibilidad a circunstancias que todavía no han pasado”. Y, por lo tanto, siempre según Garcés, “anulamos la posibilidad de cambiar las cosas y negamos el sujeto, es decir, que somos parte activa de nuestros futuros. Está claro que, si no hacemos nada, iremos mal. Pero podemos tomar una bifurcación. Y aquí es donde empieza la respuesta política».
¿Un ejemplo posible?
Un capítulo de la popular serie francesa L’éffondrement (El colapso) muestra cómo sería el momento del fin del petróleo en una gasolinera en el estado vecino. Básicamente, sin espóilers, muestra cómo los conductores se pelean, con un uso brutal de la violencia, por los últimos litros de gasóleo, mientras que unos cuantos acaparan el máximo que pueden y preparan la fuga en una furgoneta. Esto es lo que muchos suponemos que pasará cuando llegue el momento del colapso.
Aun así, en la reciente huelga de trabajadores de las refinerías, que dejó a Francia casi sin gasolina durante algunos días, pasó un hecho puntual, pero simbólico, que da que pensar. En una gasolinera de un barrio de les banlieues, un grupo de jóvenes, negros y árabes, decidió poner fin a las peleas y al sonido continuo de los cláxones, y se dedicaron a ordenar las colas de coches y controlar que nadie acaparara gasolina, sustituyendo así a las fuerzas policiales (y, de retruque, al Estado). La cosa, al menos en el vídeo de Brut, parece que funcionó.
No es un caso extrapolable. No es intrínsecamente bueno que el Estado desaparezca. No es, realmente, el peor escenario del fin del petróleo.
Tanto en la serie de ficción como en el caso real de la huelga, hay escasez de combustible. Tanto en la ficción como en el caso real, hay conflicto, hay desigualdad, hay peligro. Pero un ejemplo muestra el campe quien pueda, el individualismo, la violencia. Y el otro muestra la cooperación, la organización colectiva, una comunidad solidaria haciendo frente a la escasez. El más habitual en la historia de la humanidad, y el que nos ha permitido sobrevivir como especie en un planeta lleno de peligros, tal como lo explica el historiador Yuval Noah Harari, ha sido la capacidad de juntarnos en grupos y de cooperar entre nosotros. Por lo tanto, la utopía comunitaria y solidaria ante una situación de peligro, de escasez o de colapso no es tan improbable. Ha estado, a lo largo de la historia de la humanidad, mucho más habitual de lo que pensamos.
De Utopía, Ohio… a Blade Runner
La politóloga y activista social Layla Martínez explicaba en la Biennal de Pensament de Barcelona que las novelas, y, de hecho, los movimientos socialistas utópicos de los siglos XIX y XX solían imaginarse el futuro como un tipo de sociedades sin conflictos, que habrían superado todos nuestros problemas y vivirían en comunidades idílicas e igualitarias. La Icaria anarquista. Utopía, la colonia fourierista de Ohio. New Harmony, la comunidad perfecta y democrática que quería crear el industrial Robert Owen. Ahora, sin embargo, según Martínez, las visiones distópicas del futuro (hegemónicas incluso entre los mismos movimientos ecologistas) son catastrofistas y desesperantes.
Hoy en día hay una especie de mainstream que dice algo así como que el futuro es una cosa oscura, peligrosa, caótica y llena de inseguridades, de incertidumbre y de vulnerabilidad. Mucha gente evoca imágenes de la ciencia ficción postapocalíptica o de los espacios meteorológicos de algunas cadenas de televisión cuando piensa en el futuro: como una distopía sin naturaleza, sin árboles, sin animales, sin humanidad, sin solidaridad. Héctor Tejero, investigador y coautor del libro ¿Qué hacer en caso de incendio?, alertaba en una charla en la Universitat Progressista d’Estiu de Catalunya, de este nuevo sentido común de época: el miedo del futuro, la futurofobia. “Parece que el futuro ya no puede ser mejor. Estamos rodeados de guerras, pandemias, robots, contaminación y cambio climático”. Incluso, según el activista madrileño, dentro del ecologismo ha surgido el pensamiento “colapsista” que augura que, en pocas décadas, llegaremos a un momento de colapso climático que hoy ya sería imposible frenar o mitigar.
El crítico cultural británico Mark Fisher fue el primero en hablar de un concepto que ahora está de moda: la lenta cancelación del futuro. El «realismo capitalista», desde Margaret Thatcher hasta nuestros días de películas de Netflix catastrofistas, basado en la nueva cultura popular neoliberal, habría servido, según decía, para bloquear la imaginación política. El crítico musical se preguntaba por el «fracaso del futuro» al que estamos abocados en la escena cultural que, según él, ahora estaba llena de revivals y de pastichos.
¿Por qué hoy en día nos es más difícil que nunca imaginar un futuro mejor?
Ante esto, el ahora también diputado de Más Madrid se pregunta: “Este catastrofismo, en la política y en la ficción, tiene hoy en día efectos desmovilizadores, o no?” Si el futuro es un lugar hostil, caótico y lleno de hambre, de pobreza y de cielos grises como Blade Runner… mucha gente puede pensar que el presente de hoy no está tan mal y que es mejor que nos quedemos como estamos. Tejero, sin embargo, acepta que hay dos respuestas posibles ante el catastrofismo: una reaccionaria, gente que cree que es mejor conformarse, callar y sobrevivir como se pueda buscando salvaciones individuales, y una revolucionaria, gente que se da cuenta de los peligros que están por venir, y decide luchar para cambiarlo.
Imaginando futuros posibles
“Lo que nos falta es un horizonte de cambios”, asegura Layla Martínez, autora de Utopía no es una isla (Episkaia). “Hay que imaginar y proponer medidas que se puedan llevar a cabo ahora mismo, pero que a la vez apunten a este horizonte de futuro”.
Los autores del libro Otro fin del mundo es posible (Arpa), Pablo Servigne, Raphaël Stevens y Gauthier Chapelle, que venían de publicar Colapsología, sugieren que, si queremos un cambio de rumbo ecológico, “es necesario hacer un viaje interior y replantearnos nuestra visión del mundo, y, por lo tanto, imaginar nuevas formas de vivir”.
El autor de Los últimos niños en el bosque (Capitán Swing), Richard Louv, decía: “Necesitamos la imagen de un futuro al que queramos ir para poder dirigirnos hacia allí”.
Tenemos que hacer más historias como la historia de Mary Murphy, la jefa del Ministerio del Futuro, el organismo de las Naciones Unidas encargado de velar por los derechos de las generaciones futuras, en la novela de Kim Stanley Robinson. “El abanico de posibles futuros que se extienden a partir de ahora abraza toda la gama que va desde la catástrofe total hasta una civilización próspera, justa y sostenible para todas las criaturas”, defendía el autor de ciencia ficción en Climática.
Tatuémonoslo en la piel: imaginar futuros posibles, imaginar futuros posibles, imaginar futuros posibles. Si no podemos imaginar otro futuro mejor, será imposible transformarlo. Cómo decía en un artículo el activista ecologista Miquel Adell en Catarsis, necesitamos “imaginar el futuro para disputar el presente”.
Haced, pues, el ejercicio con vuestros hijos o amigos: ¿cómo os imagináis el futuro del planeta de aquí a 50 años?