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«El bosque atrae por muchos motivos: por la vida que cobija, por los imaginarios que inspira, por los recuerdos que contiene y que nutren tanto a propios como extraños. Pero lo más atrayente, lo más interesante, es que no existe un solo bosque, sino muchos; tantos como realidades biológicas y culturas existan.» Así arranca Lucía Triviño, una historiadora de alma emboscada, Las hojas del bosque. Un viaje por las humanidades ambientales y el devenir del ser humano (Ariel), que se publica el próximo 13 de septiembre. Climática ofrece un avance editorial con un fragmento del capítulo dedicado a los bosques submarinos.
Este ensayo humanista escudriña cada rincón de los distintos bosques en una muestra de amor y de preocupación por su destino –«en este siglo de catástrofes climáticas y ambientales que nos ha tocado vivir», como apunta la bióloga y prologuista del libro Aina S. Erice– y reivindica de qué manera ha impactado el medio natural en el desarrollo humano y su devenir histórico. Triviño recorre en esta propuesta nemorosa el papel de los bosques en la mitología y las religiones, los paraísos y los infiernos verdes, la visión colonialista de lo salvaje y la otredad… Nos relata cómo nos hemos acercado o alejado de los bosques y cómo impregnan nuestras culturas. También aborda la conservación de estos ecosistemas para reclamar: «No queramos tanto a los bosques, querámoslos mejor.»
Entre algas y bosques submarinos
Dorme, dorme, meu menino.
Dorme no mar dos sargaços;
que mais vale o mar a pino
que a serpente nos meus braços.
(Amorim, 2020)
Con este poema de Mário Cesariny, poeta y pintor surrealista luso, comienza una de mis canciones preferidas de Moonspell, Than the Serpents in my Arms —Darkness and Hope (2001)—, y qué mejor ambientación para sumergirnos bajo las aguas en busca de flora que la visión imponente de los sargazos flotando sobre la superficie oceánica…
El sargazo ha formado parte del imaginario marino occidental desde la antigüedad, y es que cuando se habla de bosques submarinos no hay que pensar en ejemplares vegetales similares a los terrestres, sino más bien en algas y flora acuática como la posidonia (Posidonia oceanica); además, amparados en la ficción, los corales también formarán parte de estos paisajes acuáticos, a pesar de no pertenecer al reino plantae ni protista. Los ecosistemas submarinos, aunque similares en funciones a los bosques terrestres, son muy peculiares, y como tal merecen una explicación más detenida. Curiosamente, algunos de los ejemplares de los que os voy a hablar a continuación no pertenecen al reino de las plantas, estrictamente hablando, pero en algún momento sí que se concibieron como tal y, por tanto, así se los describe en los relatos de ficción. Una vez conocidos estos preámbulos, vayamos por partes.
En primer lugar, se encuentran las algas, las joyas de la corona en la ficción submarina. Aunque en ocasiones se categorizan dentro del reino de las plantas, no todas lo son. Si bien tienen en común la capacidad de realizar la fotosíntesis y que se desarrollan en contextos acuáticos y húmedos, hay amplias diferencias entre ellas; como que pueden ser tanto unicelulares como pluricelulares, o que pueden vivir en simbiosis con hongos o animales. Pero, si hay algas que no son plantas, ¿qué son realmente? Para resumir, un amplio porcentaje pertenece al reino protista, como las laminariales o el sargazo, se visten en tonos rojos, dorados y pardos, y se encuentran en mayor número en entornos marinos. Por otro lado, estarían las algas verdes, pertenecientes al grupo Viridiplantae —formado por plantas terrestres y algas verdes, ya que los botánicos ven en estas últimas a las predecesoras de algunas plantas superiores—, que prefieren aguas dulces o entornos húmedos frente a las saladas. Solo un 12% de las algas de este subgrupo se desarrolla en superficies marinas y la mayoría son bentónicas, es decir, se encuentran ancladas al fondo.
Después de las algas encontramos las praderas de posidonia, concentradas en el mar Mediterráneo, también conocidas como alga de vidrieros, porque sus filamentos servían para embalar objetos fabricados en este material. Tienen características muy similares a las plantas terrestres, y sus largas cintas verdes sirven como refugio y alimento para el resto de los seres vivos del ecosistema. Cuando la ficción ha usado estos paisajes marinos, lo ha hecho para emular las amplias praderas a los campos terrestres, y uno de los ejemplos más recientes lo podemos encontrar en la película de Disney Pixar, Luca (2021), en la que un joven monstruo marino se dedica a pastorear a su rebaño de pececillos entre posidonias y algas verdes.
Por último, se encuentran los corales, que, ojo, no pertenecen al reino plantae ni al protista; sí, los corales son animales que viven en colonia, pero también podemos encontrarlos relacionados con las algas. Un buen ejemplo de ellos son los arrecifes, fruto de su simbiosis con las zooxantelas —organismos microscópicos formados por la conjunción de animales marinos diminutos y protistas—. El caso de los corales es muy especial, pues antes de que los científicos dilucidaran su realidad biológica, su naturaleza fue cambiando en gran medida a lo largo de la historia. ¿Era una planta, una piedra, un animal o todo a la vez? Ejemplos de ello hay muchos, y una de las descripciones más curiosas se encuentra en un lapidario órfico cuya cronología está muy debatida. Aunque se ofrecen fechas que bailan entre el siglo II a. e. c. y el II e. c., la más aceptada lo ubica en el siglo IV. La descripción que recoge sobre el coral dice así:
Pues primero brota como hierba verde, pero no en la tierra, que como sabemos es vigoroso alimento de plantas, sino en el mar estéril, donde nacen algas y leves musgos. Pero cuando se marchita y llega a la vejez, las hojas se corrompen bajo el agua salada; y nada en las profundidades, bajo el estruendoso mar, hasta que las olas la escupen en la playa. Allí, al instante, llenándose por completo de aire, según dicen los testigos, se la ve endurecerse. Y poco tiempo después, recubierta de corteza, se convierte en piedra, y con tus manos palpas una áspera piedra que antes era blanda sustancia. Su forma de vegetal todavía permanece como era, y sus ramas, y todos los frutos que ellas han dado, y la raíz que ha germinado y se ha nutrido en el mar, y la corteza que tenía; pero la corteza se ha convertido en piedra. (Lapidario órfico, 1990, p. 395)
Esta concepción del coral como vegetal convertido en piedra se mantuvo en los lapidarios medievales, y dentro del imaginario mitológico clásico estaba muy relacionado con la figura de la gorgona, por aquello de su tendencia a petrificar al personal. Así, la dureza del coral siguió vigente en las representaciones ficcionales, tanto naturales como artificiales, del fondo marino. A falta de madera, el coral y las conchas son buenos materiales para construir las paredes del palacio del rey de los océanos.
El mundo submarino ha inspirado sobremanera a la hora de imaginar espacios maravillosos. Si bien las criaturas gigantes, abisales y mitológicas copan los relatos de ficción acuática, también la flora o los ecosistemas completos se dibujan en obras literarias, productos audiovisuales e incluso videojuegos. En este último ámbito cabe destacar Koral, desarrollado por Carlos Coronado y lanzado en el año 2019. Se presentó como «una carta de amor al océano», y su objetivo consiste en revivir los arrecifes de coral y descubrir la belleza de las profundidades oceánicas a través de la resolución de puzles dispersos en los quince ecosistemas marinos disponibles. Un juego relajante e inmersivo de apenas tres horas de duración con el que apretar el botón de pausa y pasar un rato ajenos al bullicio de la cotidianeidad.
Por último, aunque sin entretenernos más de lo debido, no quiero dejar en el tintero la oportunidad de recoger el hilo musical que iniciamos en los calveros y que hemos seguido alimentando durante este paseo. Por una parte, estarían las grabaciones de sonidos propios del ecosistema marino o de sus componentes, cuyo ejemplo más popular es el canto de las ballenas. Roger Payne, graduado en Harvard, grabó en la parte de atrás de su embarcación los sonidos emitidos por las ballenas jorobadas. En 1967 publicó un artículo científico junto a su colega, Scott McVay, con sus conclusiones tras analizar las grabaciones, y en 1970 se publicó Songs of the Humpback Whales, el álbum que recogía los sonidos de estas ballenas, lo que ayudó a concienciar sobre la conservación y protección de estos animales.
Por otra parte, está la inspiración que despiertan estos ecosistemas, pues alrededor de ellos se desarrollan proyectos musicales de gran trascendencia que no entienden de géneros. Desde el metal reivindicativo de Gojira, con canciones como Flying Whales —From Mars to Sirius (2005)—, donde, de hecho, usan sonidos de cetáceos al inicio, a compositores tan conocidos como Vangelis, con su álbum Oceanic (1996), o Mike Oldfield, con una canción que os recomiendo encarecidamente que escuchéis mientras recorremos estos bosques sumergidos: The Sunken Forest, incluida en The Songs of Distant Earth (1994). Para componer este álbum, Oldfield se inspiró en la novela del mismo nombre de Arthur C. Clarke. El músico narra el viaje de unas naves con forma de mantarraya rumbo al planeta Oceania —Thalassa en el libro— con los últimos supervivientes y restos de cultura, arte y música humanas que se habían desarrollado en una Tierra casi extinta.