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Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.
19 de mayo de 2020
Sí, es bueno echar la vista atrás para tomar perspectiva e intentar saber por qué estamos donde estamos. Al leerte me sorprende la coincidencia de algunos aspectos de nuestra infancia y cómo algunas experiencias han influido después en nuestras trayectorias vitales. Eso me hace sentir el peso de la responsabilidad hacia nuestros hijos en las decisiones que tomamos sobre su educación.
Los primeros años de mi infancia tuvieron lugar en Madrid y las posibilidades de ir al campo eran limitadas. Mi padre, igual que mi abuelo, era aficionado a la pesca deportiva y muchos fines de semana se iba a pescar a distintos ríos de la provincia, pero lo hacía con mi hermano, que es mayor que yo. Tengo el recuerdo impreciso de algún día que íbamos a comer al campo y de ir algún verano a un pueblecito de Ávila —parecido, supongo, al que recuerdas de Toledo—, en el que mi padre tenía familia. Sin embargo, creo que mi interés por el mundo natural comenzó en un entorno más urbano.
Casi todas las tardes mi madre nos llevaba a mi hermano y a mí al parque de la Fuente del Berro, situado junto al Pirulí, aunque en aquel momento aún no lo habían levantado y la M-30 estaba en construcción. Es un parque al que intento regresar cuando voy con tiempo a Madrid porque no ha cambiado mucho y conserva una parte significativa de mi infancia. Allí, además de jugar en los columpios y a las chapas con otros niños, pasaba tiempo mirando las carpas rojas de los estanques a las que daba de comer, a los patos y a los cisnes, y perseguía a los pavos reales que andaban sueltos desplegando sus grandes colas subidos a veces a los setos y a las ramas de los árboles.
En aquellos años un día mi padre me trajo un pollo de pato al que pusimos el nombre nada original de Saturnino. Esa fue la primera mascota que cuidé. Mi madre, con una paciencia enorme, permitía que Saturnino viviese en el cuarto de baño de casa hasta que se hizo demasiado grande. Aún recuerdo el día en el que decidimos llevarlo al parque para que viviese con otros patos y tengo grabados en la memoria sus graznidos mientras yo me alejaba sin parar de llorar.
Tuvimos también carpines dorados en una pecera que se morían y mi padre reponía, pero no recuerdo hacerles mucho caso. Después mis padres compraron una pequeña casa junto a Perales de Tajuña, un pueblecito al sureste de la capital, a la que íbamos muchos fines de semana y en vacaciones. Teníamos una huerta siempre llena de pájaros revoloteando y cuyo trino me despertaba por las mañanas. Aquellos días, probablemente fueron los más felices de mi infancia. El tiempo se detenía y todo me parecía fascinante. Podía pasar largos ratos observando renacuajos en las frías aguas de un arroyo que regaba otras huertas, perseguir con la mirada a las lagartijas que se soleaban en los caminos y en los muros de piedra o fijarme en la precisión del vuelo de las libélulas hasta que se posaban en los juncos. Poníamos cepos para atrapar pajarillos, un vecino nos daba conejos que cazaba en el monte y mi padre pescaba barbos y bogas.
En televisión emitían los documentales de El hombre y la tierra de Félix Rodríguez de la Fuente y, al igual que muchos niños de mi generación, yo quería ser como él cuando fuera mayor. Coleccionaba los fascículos de la enciclopedia Fauna que compraba en los quioscos y con nueve y diez años me pasaba muchas horas rellenando unas fichas de cartulina en las que anotaba el nombre y la descripción de los vertebrados que aparecían en aquellos volúmenes llenos de fotografías espectaculares. Aún conservo esos libros y también muchas de aquellas fichas que demuestran mi inocente ambición de querer recopilar y clasificar a todos los vertebrados del mundo.
La ‘metamorfosis’ de la lectura
Cuando cumplí los 11 años nos mudamos a Córdoba y eso supuso muchos cambios en nuestras vidas. Además de interesarme por el mundo natural de un modo más sistemático también me convertí en un lector al cambiar los tebeos por novelas como Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne o adaptaciones para niños de Moby Dick y Las mil y una noches. Me atraían los viajes a lugares lejanos, ficticios o no, en los que me dejaba llevar por la imaginación.
Mi padre seguía con su afición a la pesca y prácticamente todos los fines de semana subíamos en algún momento a la sierra que teníamos tan cerca (si lo comparamos con las distancias que había que recorrer en Madrid). Mientras él pescaba en absoluto silencio —a mí me resultaba muy aburrido—, pasaba las horas dando vueltas y observando todo lo que me encontraba. Comencé a rellenar cuadernos con dibujos, esquemas y a anotar observaciones como veía que hacía Félix Rodríguez de la Fuente. En aquellos cuadernos, supongo que influido por las lecturas, junto a las observaciones de animales y plantas, empecé a escribir historias con esa mezcla de realidad y ficción que parece que siempre me ha seducido.
A pesar de que en la mochila solía llevar unos prismáticos para ver aves, siempre me interesó más lo que andaba por el suelo y que podía incluso tocar. Creo que a eso contribuyó mi falta de agudeza visual y mi incapacidad para enfocar con suficiente rapidez y poder diferenciar a las aves en vuelo. Sin embargo, en el suelo, si además me ayudaba de una lupa, podía observar con detalle pequeñas arañas o diminutos escarabajos casi imperceptibles que se escondían dentro de las flores. Muchas veces capturaba insectos que me llevaba a casa. Mantenía saltamontes, grillos y orugas en pequeños terrarios que yo mismo construía aprovechando cajas y recipientes y los alimentaba durante unos días. Después de un tiempo, si tenían la suerte de sobrevivir, los devolvía al campo en alguna de nuestras excursiones.
También empecé a coleccionar mariposas y libélulas que mataba metiéndolas en botes con un algodón impregnado en alcohol, extendía con cuidado sus alas y las pinchaba en corchos después de intentar averiguar sus nombres científicos. Como se convirtió en una afición que mis padres debieron de considerar interesante para mí, cuando íbamos a Madrid a ver a la familia comprábamos en una tienda especializada cajas con tapa de cristal y fondo de corcho, alfileres entomológicos de distintos grosores, etiquetas y hasta alguna manga de red. Amplié mi colección con escarabajos y chinches y llegué a tener varias cajas llenas de insectos. Todo aquello me sirvió para profundizar en aspectos de taxonomía y biología de los invertebrados. No solo no pensaba que aquello estuviera mal, sino que seguía fielmente lo que recomendaban en las guías que leía y era lo que hacían los naturalistas que tanto admiraba y de los que intentaba aprender. Aunque parezca mentira aún hay profesores que fomentan este tipo de colecciones que tienen menos justificación que nunca con el fácil acceso que hay a cualquier tipo de material gráfico.
En Córdoba, como mascotas, además de un gato, teníamos dos galápagos que capturamos en un arroyo y que andaban sueltos por la cocina y el cuarto de pilas, a veces jilgueros, peces e incluso ranas —renacuajos y adultos— que mantenía en un terrario grande de cristal que construyó un amigo de mi padre. Todo eso conseguía poner a prueba la paciencia de mi madre porque en no pocas ocasiones se escapaban. Entre muchas anécdotas que podría contar, recuerdo un día que me llevé a casa una ooteca de mantis religiosa que encontré al levantar una piedra, la dejé en mi mesa y me olvidé de ella. A los pocos días empezaron a eclosionar diminutas mantis que llenaron toda mi habitación, incluidas las camas de mi hermano y la mía, y las estanterías con los libros.
Los veranos intentábamos huir del calor de Córdoba y viajábamos a Galicia, donde mi padre practicaba la pesca en el mar. Nos quedábamos, invariablemente, en un pueblecito pesquero de Pontevedra, llamado Raxó. En la capital vivía un primo de mi padre que era veterinario. Nos llevaba en su viejo y destartalado Mercedes a recorrer toda Galicia e intentaba responder a mis preguntas sobre la fauna local. Me enseñaba nidos de distintas especies de pájaros que tenía localizados, guardaba para mí escarabajos en cajas de cerillas y algún día me dejó acompañarle a vacunar ovejas y a castrar cerdos. La sangre y los quejidos de aquellos animales me hicieron comprender que su profesión estaba muy alejada de lo que a mí realmente me gustaba.
Llegué a las lecturas de los libros de Gerald Durrell por casualidad y, en parte, porque ya me podía considerar un buen aficionado a la lectura. Mi madre estaba subscrita al Círculo de Lectores y un mes, en el catálogo, vi un libro que me llamó la atención por su portada y su título: Mi familia y otros animales. Ese fue el primer libro de Durrell que me sedujo completamente y seguí hasta completar la trilogía en la que cuenta su estancia en la isla de Corfú a una edad similar a la que yo podía tener cuando lo leía. Luego, vinieron otros títulos y hubo uno muy significativo publicado en gran formato: Guía del naturalista, del que seguía todas las recomendaciones casi al pie de la letra. Gerald Durrell, como tú dices, tenía una idea novedosa en aquel momento: hacer que los parques zoológicos no solo fueran un lugar de exhibición de animales para darlos a conocer al público, sino una herramienta para la conservación de especies amenazadas.
Con diferentes guías trataba de reconocer muchas especies de insectos y memorizaba sus nombres científicos, leía sobre comportamiento animal y también leía ficción. Quería hacer justamente lo que pensaba que hacía Gerald Durrell: viajar, conocer multitud de especies animales y escribir los relatos de aquellos viajes. A los 14 o 15 años tuve la paciencia y el tesón de leer entero El origen de las especies de Darwin. No lo he vuelto a hacer, solo he regresado a ese libro para buscar algunos fragmentos, pero aquella lectura cambió mi forma de pensar sobre todo lo que nos rodeaba.
Aunque mis padres nunca han sido religiosos, al llegar a Córdoba pensaron que tendríamos una mejor educación en un colegio privado. Y, con cierto sacrificio económico, entré en un colegio de los Hermanos Maristas. Allí me inculcaron una disciplina y una forma metódica de trabajar que creo que me ha sido útil como científico; incluso me atrajo esa vida de recogimiento, estudio y altruismo que veía en algunos de mis profesores. Pero después de leer a Darwin me volví tremendamente crítico y, a pesar de mi tendencia a evitar el enfrentamiento, siempre que podía intentaba provocar a alguno de los profesores con preguntas sobre temas de evolución a los que la iglesia se oponía. Creo que esa fue mi rebeldía más importante como adolescente. A pesar de eso, mi profesor de biología, viendo mi decidida vocación, tuvo la confianza de dejarme las llaves del laboratorio donde podía usar la lupa binocular, el microscopio y tener acceso a libros más especializados. Junto a un compañero de mi clase hacíamos algunos experimentos sencillos de comportamiento animal y después publicábamos los resultados en la revista del colegio. Hasta aquel momento, llevado por la inercia de lo que nos enseñaban, creo que nunca me había detenido a pensar en el sufrimiento que podíamos causar a animales en apariencia tan distintos a nosotros, aunque como a ti, me daba lástima ver a aquellos pollitos que vendían teñidos de colores o las condiciones en las que mantenían a algunos animales en zoos antiguos como el de Córdoba.
Antes de terminar lo que hoy corresponde al bachillerato, empecé a pasarme por la facultad de ciencias donde los profesores del entonces recién creado Departamento de Etología, con una gran paciencia, respondían a las dudas, supongo que ingenuas, de un adolescente que prefería pasar su tiempo leyendo aquellos artículos o capítulos de libros, que me dejaban fotocopiar, sobre conducta animal. Ahí ya definí mi interés por el grupo de los anfibios y por todo lo relacionado con su conservación; desde niño sentía fascinación por esa doble vida acuática y terrestre y su casi mágica metamorfosis.
En el zoo de Gerald Durrell
Pasaron algunos años en los que terminé la carrera, hice el doctorado, continué mi formación con una beca en el extranjero y regresé especializándome en aspectos relacionados con la conservación de anfibios. Y, después de un tiempo, tuve la fortuna de cerrar un ciclo que había empezado en mi infancia con las lecturas de Gerald Durrell para cumplir, como dices, un sueño. El investigador John E. Fa me invitó a una estancia en el zoo de la isla de Jersey, donde él trabajaba, para intentar poner en marcha un proyecto internacional de conservación de anfibios por ser, entre los vertebrados, el grupo más amenazado. Se trataba de identificar áreas de especial interés para los anfibios, en cualquier punto del planeta, donde se pudieran realizar seguimientos a largo plazo y que nos sirviesen como de «lugares centinela» para averiguar por qué sus poblaciones estaban en declive.
No pude conocer personalmente a Gerald Durrell, aunque sí a su mujer Jacqueline de forma muy fugaz. En el zoo trabajaba un grupo entusiasta de personas que parecían haber absorbido la vitalidad que desprendían las páginas escritas por Durrell. Aparte del propio zoo había laboratorios e instalaciones en las que, por ejemplo, mantenían ejemplares de sapo partero balear, una especie amenazada por la alteración de los lugares en los que vive. El proyecto consistía en recuperar los hábitats en las islas Baleares y reintroducir después a los animales que habían conseguido reproducir para aumentar el tamaño de sus poblaciones naturales. Pero ese era sólo uno de los muchos trabajos que realizaban en todo el mundo y con especies muy variadas, incluidos grandes primates.
Después de todos estos años, por un lado, he llegado a tener una gran confianza en la capacidad de la ciencia para resolver grandes problemas que atañen al ser humano; pero, por otro, también confío en que sean las humanidades las que activen cambios que ahora necesitamos. Al fin y al cabo, toda la civilización se sostiene no sobre complejos algoritmos, sino sobre construcciones narrativas. En su sentido más amplio las ideas de estado, de justicia o —de un modo aún más evidente— de religión son básicamente entelequias, compromisos ficticios que se aceptan y en los que se confía, pero que han sido lo suficientemente flexibles para ir cambiando a lo largo de nuestra historia.
Yo soy nacida en el medio rural.
Era tal mi sensibilidad infantil que cuando iba por un camino trataba de no rozar a las plantas para no hacerles daño.
Mis padres y bien a pesar mío me enviaron a la ciudad, en el medio rural no había futuro en aquellos años, no sé cómo ha sido pero he perdido aquella sensibilidad. La primer perjudicada siento que he sido yo.
Una poca aún me queda. Sufro cuando veo que cogen caracoles para hervirlos ¡vivos! o me sirven carne ¡y encima de cordero! que cortésmente rechazo pues aún recuerdo cuando los apacentaba de niña y me lamían la cara.
Mi padre también ponía trampas para atrapar pájaros y conejos para el consumo familiar. El trabajo en el campo, todo se hacía a mano, era muy duro y había que alimentarse.
Al organismo hay que disciplinarlo. Ahora puedo decir que en muy raras ocasiones como carne.
Vivir en contacto con la naturaleza es enriquecedor, enseña y da seguridad. Yo me atrevería a subsistir con las hierbas y frutos que se crían espontáneamente en el campo. (y acaso poco más)