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El mundo patas arriba

“La crisis climática, si no se combate con mano dura, terminará generando otro tipo de combates y ‘manos duras”, augura Sara Mesa en esta nueva entrega de 'Nuestra placa de Petri'.
El mundo patas arriba
“El mundo se ha puesto del revés con la crisis de la COVID-19”. Foto: AYANNA JOHNSON/UNSPLASH

Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.

19 de marzo de 2020

Vaya sorpresa. Entre tu última carta y esta respuesta el mundo se ha puesto del revés con la crisis de la COVID-19. Estamos recluidos en casa, el país –¡gran parte del planeta!– está bajo mínimos, se han cerrado fronteras y la vida cotidiana se ha teñido de un tono apocalíptico: mascarillas, guantes y miradas sospechosas al cruzarte con alguien por la calle. Ahora, releyendo tu carta, me sobrecoge ver cuánto de vaticinio había en ella, en los temas de los que estábamos hablando. Lo curioso es que la expansión de este virus estaba ahí desde hace unos meses, pero como una amenaza sorda, lejana, que le afectaba “a otros”, no a nosotros. Me pregunto si podría establecerse un paralelismo con aspectos del cambio climático –escasez de agua, destrucción de hábitats, hambrunas, deshielo de los polos– que miramos con los ojos engurruñados, desde la distancia. Siempre pensamos que las consecuencias de ciertas realidades, en especial las negativas, llegarán muy despacio, apenas las veremos, si acaso serán nuestros hijos o nietos o biznietos los que serán testigos de ellas. Sin embargo, deberíamos aprender de esta experiencia que los cambios se pueden producir casi de un día para otro, inesperadamente, como un bofetón.

Hablábamos de la visión catastrofista de John Gray, con la que se puede estar de acuerdo o no –y tus matizaciones son muy valiosas al respecto–, pero que evidencia de manera innegable las imposiciones de la globalización, en tanto que cualquier cambio en nuestra manera de vivir –por ejemplo, en nuestro consumo de combustibles– tendría un impacto geopolítico en todo el planeta. El coronavirus nos ha hecho ver como ninguna otra realidad los efectos negativos de esta globalización. El cierre de fronteras parecía algo imposible hoy día. Sin embargo, libros como el de Lionel Shriver o Treinta y seis metros, de Santiago Ambao, del que luego hablaré, ya narraban escenarios similares. Volviendo a Los Mandible, no he podido evitar una sonrisa al recordar la mención que te hacía a la escasez de papel higiénico… Quién me iba a decir que en los supermercados se agotaría tan pronto debido al alarmismo de la población. Lo que puede parecer una anécdota es también un aviso.

La cuarentena a la que se nos ha sometido a gran parte de la población mundial está teniendo efectos inmediatos de todo tipo. El impacto mayor, al menos visiblemente, es el económico. Han cerrado todos los comercios excepto los de alimentación y productos de primera necesidad. Los bares, restaurantes y hoteles ya no prestan servicio. Se han cancelado vuelos y reducido sustancialmente el servicio de trenes y autobuses. Casi nadie coge el coche y, quien lo hace, ha de tener una razón que lo justifique. Es muy raro saber que gigantes como Zara, El Corte Inglés o McDonald’s han tenido que echar el cierre. Este impacto lo estamos experimentando casi todos.

Yo misma he visto que mis cuentas se descuadraban al haberse cancelado varios eventos en los que estaba prevista mi participación. Y, al menos, yo puedo seguir escribiendo –la otra pata de mis ingresos–, pero cientos de miles de personas en nuestro país irán al paro y multitud de empresas –ay, también librerías– quebrarán. Así que diríamos que la primera consecuencia visible de esta orden social de quedarse en casa será la pobreza extrema de capas y capas de población. Sin embargo, las llamadas a frenar el cambio climático que no hace tanto se hacían en la Cumbre del Clima en Madrid apelaban a la reducción del transporte (por primera vez, se comenzaba a hablar masivamente de la huella de carbono de los viajes aéreos), del consumo desenfrenado y del turismo masivo. ¿Soy la única que encuentra aquí una contradicción paralizante? ¿Hay que reducir pero no tanto? ¿O debe ser una reducción más paulatina? ¿Los intereses económicos, siempre tan mal vistos, no son también los que sostienen la vida cotidiana de la gente? ¿Puede quitarse una pata de la mesa sin que se caiga la mesa al completo?

Muchas personas están hablando de los beneficios de parar el mundo, de cambiar el ritmo e incluso de decrecer. Dejando aparte los mensajes optimistas de colores pastel –que me ponen de los nervios–, sí creo que esta reflexión sobre nuestra forma de vida está siendo positiva, aunque haya venido impuesta por las circunstancias. Quizá sea cuestión de aprender la lección, de establecer nuevas pautas de comportamiento social y nuevas estrategias geopolíticas.

Para empezar, la noción de lo imprescindible, o de lo necesario, ha cambiado radicalmente. Los centros comerciales están cerrados y aun así seguimos adelante. Llegarán las vacaciones y nos quedaremos en nuestras ciudades y pueblos, sin ese apremio tan irracional de movernos donde sea. Al final, de lo que se trata es de estar cómodos en casa, de alimentarnos bien, leer y ver películas, sortear el aburrimiento con la creación, convivir. 

Todos hemos notado estos últimos días el aire mucho más limpio. Ha sido un cambio inmediato, reconfortante. En España, desde que se decretó el estado de alarma, el tráfico en las grandes ciudades ha descendido más del 60%, lo que se traduce en un notable descenso de los niveles de NO2. También generamos muchos menos residuos. En mi buzón, por ejemplo, ya no llegan las ingentes cantidades diarias de publicidad comercial y, por lo que veo, no hemos dejado de comprar lo necesario –¿no revela esto la inutilidad los folletos plagados de ofertas, ese gran desperdicio de papel?–. Todo esto sería, digamos, la parte positiva de la crisis. La parte negativa, ya lo he dicho, va a ser mucho peor. Así que, ¿qué puede aprenderse de “lo bueno”?

Greenpeace ha señalado que la expansión de la COVID-19 y la crisis climática comparten muchos rasgos: son fenómenos globales, incrementan las desigualdades y se deben abordar desde la cooperación. Sin embargo, debido a que el cambio climático tiene un desarrollo más demorado –aunque no lento, en absoluto–, no se están tomando soluciones tan drásticas como en el caso de esta pandemia. ¿Podría ser esta crisis sanitaria un ensayo ante futuras actuaciones por la emergencia climática? ¿Qué lecciones deberíamos sacar? Quizá una de ellas sería tener una mayor amplitud de miras a la hora de interpretar los datos. Nos impresiona mucho el número de contagiados y muertos por COVID-19 cada día, un número que crece y crece en una curva ascendente, pero nos debería impresionar también el ascenso de la temperatura, que casi nos tomamos a broma. Este mes de marzo hemos superado sobradamente los 30º C en Sevilla. ¿No deberíamos adoptar también medidas drásticas ante esto? A largo plazo, el cambio climático costará más vidas que el coronavirus: esto lo saben todos los científicos.

El parón de la cuarentena me ha hecho recordar también un magnífico artículo de César Rendueles titulado Nostalgia del racionamiento. Rendueles apelaba a la necesidad de regular el consumo desorbitado de una parte del mundo en detrimento de la otra. Argumentaba que ante el “saqueo ecológico” son necesarias “cartillas de racionamiento medioambientales”. De lo que hablaba Rendueles, entre otras cuestiones, es de la importancia de decrecer en las sociedades occidentales. Lo que para algunos países es menos para otros puede ser más. Creo que la crisis actual nos está avisando también de esto.

Pero hay otras derivas más descorazonadoras. Ya hay voces, por ejemplo, que avisan de que el abaratamiento del petróleo llevará a la bancarrota a las energías limpias y que todos los esfuerzos realizados contra el cambio climático podrían irse al traste al desplegarse otro tipo de estrategias más inmediatas y cortoplacistas. Paradójicamente, la sensación de pesimismo se instala en paralelo a ese optimismo tontorrón que afirma cosas como que “de esta saldremos todos juntos”, como si fuese cuestión de ponerse a hacer los deberes un par de semanas y ya. Es decir, arreglemos esto rápido y lo otro ya veremos. 

“¿El mundo se va al carajo?”

Te confieso que el otro día, separando el vidrio, el papel y la basura orgánica, me invadió la pereza, como si me dijese a mí misma: “Bah, ¿para qué reciclar, si el mundo se va al carajo?”. Saber que en Estados Unidos está aumentando la venta de armas como consecuencia de la expansión de la COVID-19 –a mi cabecita europea le cuesta entender la relación– me deja hundida. Puede que yo tienda al pesimismo o a acentuar ese lado oscuro de la realidad –quizá por eso, en parte, sea escritora–, pero al recordar lo que me contabas de las bacterias y las placas de Petri no pude evitar pensar que estamos irremediablemente perdidos.

También hablabas en tu última carta de los deseos de longevidad. Disiento de que todos queramos ser más longevos, personalmente tengo mis dudas al respecto ante la perspectiva de una larga vejez incluso con buenas condiciones de salud –pues más que alargar la vida lo que estamos haciendo es alargar la vejez–, pero no hay duda de que el envejecimiento de la población es un reto social y a la vez un problema de envergadura. La inmortalidad como deseo siempre me ha parecido un impulso terrible y egoísta pero, al igual que ocurre con el empleo, a veces parece que lo único que importa son los datos servidos en frío.

A mí no me perturba tanto el número de fallecidos en esta pandemia –la mayoría de ellos ancianos o muy ancianos– como las maltrechas condiciones sanitarias que sufren, del mismo modo que no me importa tanto el sueño del pleno empleo –de hecho, desconfío de esa meta– como la precaridad y la explotación laboral que comporta. ¿Vivir a costa de qué, trabajar a costa de qué? Lo deseable sería que la población (y en especial los ancianos) tuviera buenas condiciones de vida (buena atención sanitaria, buenas residencias), es decir, que no padeciera pobreza ni desigualdad. Esta estructura de justicia social quizá es preferible al conteo frío y morboso del número de muertos al que estamos asistiendo ahora. El intento de reducir muertos “a toda costa” puede sonar bien, es mediáticamente vendible, pero incluye un reverso que no deberíamos soslayar. Quizá no debería ser “a toda costa”. Quizá hay muchas formas de morir, o de no vivir, antes de la muerte total.

Acabo por el momento con una breve alusión a la novela de Santiago Ambao que mencioné antes, Treinta y seis metros, en la que se plantea una distopía debido a la aparición de una bacteria que se come el dinero y que acaba vertiginosamente con las reservas monetarias de los países. Para impedir la expansión de esta bacteria, todos los estados cierran fronteras. La desigualdad se acrecienta ante el sálvese quien pueda y, desgraciadamente, surge la violencia. Esto es algo ante lo que hay que cruzar dedos, pero que no debemos olvidar. La crisis climática, si no se combate con mano dura, terminará generando otro tipo de combates y “manos duras”. La guerra del agua, o la de la arena, son solo algunas de las posibilidades que llevan años apuntándose.

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COMENTARIOS

  1. La cantidad de pescado que se captura para engordar salmones en Europa podría ser una fuente principal de proteína para más de 33 millones de personas en África Occidental.
    Este salmón que encuentras en tu supermercado normalmente ha llegado a España entero para ser ahumado y loncheado, otras veces ese proceso ocurre fuera de nuestras fronteras en cualquier otro país europeo. Antes de ser un salmón adulto ha sido criado en granjas de acuicultura o piscifactorías en Noruega, Irlanda y Escocia, porque es donde el agua tiene la temperatura ideal para que el salmón crezca. Una granja de acuicultura es una jaula flotante directamente en el mar. Allí llegan los salmones que previamente han sido criados desde larvas hasta un mayor tamaño en grandes cubas de agua tierra adentro. El salmón en un pez carnívoro, que come peces. Por lo que se alimenta de piensos hecho de peces. Y este pienso, ¿de dónde viene?
    Cada año compañías Europeas, sobrepescan millones de toneladas de pescado como sardinella y bonga en las costas de Mauritania, Senegal, y Gambia, con el objetivo de convertir esas miles de toneladas en piensos para acuicultura.
    Las empresas y los gobiernos que permiten que esto suceda están socavando la seguridad alimentaria, la mitigación de la pobreza y el progreso del desarrollo sostenible.
    Para hacer una tonelada de harina de pescado, para engordar al salmón de acuicultura, se necesitan aproximadamente de cuatro a cinco toneladas de pequeños peces pelágicos. Este problema es global, la agricultura y la acuicultura están impulsando una gran demanda de harina y aceite de pescado en todo el mundo. Casi una quinta parte de la captura total mundial de peces silvestres se convierte en harina y aceite de pescado. El 90% de estos peces eran perfectos para alimentar a las personas en las comunidades locales. Un sistema que básicamente no tiene sentido y que no es sostenible. Además estas aguas africanas se enfrentan a la destrucción de los superarrastreros (de todas partes del mundo). La FAO recomienda un recorte del 50% de los esfuerzos de pesca de estas especies para salvaguardar las poblaciones.
    https://es.greenpeace.org/es/noticias/salmon-ahumado-acuicultura/?utm_term=boton&utm_campaign=Oceanos&utm_medium=email&_hsmi=132889890&_hsenc=p2ANqtz-_zRqWnMF2QAlWBDU3LpjJ9tg6LNYb55OPNwG31wVGK1ZcnJKto2vcjOmsJ32FSxu6zX7iBUf0r9Bm7hnfKLNmTbeahRw&utm_content=NewsletterGas&utm_source=newsletter-socios

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