‘Nausicäa del Valle del Viento’ y el ecologismo militante de Estudio Ghibli

El regreso a los cines del clásico de la animación de los 80 es la mejor excusa para repasar los valores ambientalistas de la célebre firma de la que forma parte Hayao Miyazaki.
Foto: Nausicäa del Valle del Viento (Estudio Ghibli).

Al director y animador japonés Hayao Miyazaki no le gusta la etiqueta de ecologistas, pero sus seguidores saben que ha donado grandes cantidades para la conservación de bosques en su país y que en alguna ocasión incluso ha acudido personalmente como voluntario a colaborar en su limpieza. Un vistazo superficial a su obra permite comprobar que estamos más ante una cuestión de terminología que de posturas: Miyazaki lleva cuatro décadas siendo uno de los mayores divulgadores de las ideas ecologistas del mundo a través de su cine.

Este verano ha vuelto a los cines Nausicäa del Valle del Viento, título dirigido por Miyazaki en 1984 y que alcanza los 40 años este 2024. No es una película de Estudio Ghibli propiamente dicha, pero se considera parte de la obra del estudio porque su éxito es el que anima al director, junto a su amigo y también cineasta y animador Isao Takahata y al productor Toshio Suzuki, a fundar la empresa que daría lugar a Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro justo un año después de su estreno.

La historia de Nausicäa es la de la princesa del Valle del Viento, un pequeño reino en uno de los pocos espacios del planeta Tierra, más de 1-000 años en nuestro futuro, en los que sobrevive la humanidad. Un evento llamado Los Siete Días de Fuego arrasó la civilización humana, dejando el globo repleto de bosques tóxicos, compuestos por hongos e insectos gigantes. La joven hija del rey Jihl deberá enfrentarse al reto de impedir la guerra entre su pueblo y los reinos vecinos y también salvar el valle de la contaminación que impregna todo.

El manga original, publicado por Miyazaki en 1982, dos antes de la versión animada, da algo más de información sobre este mundo ―en parte inspiración declarada de otras ‘distopías utópicas’ posteriores como Hora de aventuras―. Una, que se adelantó a su tiempo, es que Los Siete Días de Fuego no son exactamente una guerra nuclear, como era más propio de los futuros apocalípticos de la ficción de la época, con la Guerra Fría aún vigente. Aunque en la película sí que parece tratarse de algún tipo de conflicto bélico, la versión en viñetas insinúa otra clase de evento, uno relacionado con avances industriales descontrolados.

Pero Hayao Miyazaki prefiere que no lo llamen ecologista ni feminista.

Podríamos recurrir al tópico de que Nausicäa del Valle del Viento ―bautizada con nombre griego homérico, exótico en el contexto japonés― se adelantó a su tiempo, pero no sería hacer honor a la verdad. Nos lo parece por una especie de borrado de memoria selectivo, pero ciertos mensajes ecologistas vagos, además de una protagonista femenina independiente, fuerte y que acaba convertida en líder de su pueblo… no eran elementos tan raros (y por tanto no son inventos del ahora, ni para quienes los denostan ni para quienes usarían su presencia como mérito artístico per se). Quizás algo revolucionarios comparado con las historias juveniles de los 70, pero presentes tanto en la animación japonesa como la estadounidense, e incluso la española (si no tienes edad para recordarla, busca La leyenda del viento del Norte, de Juan Bautista Berasategi, Carlos Varela y Maite Ruiz de Austri).

En cualquier caso, fue la primera piedra del discurso troncal de Ghibli. Los paralelismos de Nausicäa con San, el personaje que da título a La princesa Mononoke (1997), son evidentes. En esta película, más de una década posterior a la del Valle del Viento, los dioses animales del bosque se enfrentan a las mujeres, los leprosos y los excluidos de la Ciudad del Hierro, una mina que trae la modernidad, armas de fuego incluidas, a un rincón perdido del Japón medieval. En un conflicto en que ambos bandos tienen razón mediará el príncipe Ashitaka, el último del pueblo de los emishi –una tribu real de la historia japonesa, cuya cultura se considera perdida–, y todos acabarán uniendo fuerzas contra los samuráis de Lord Asano, al servicio del Emperador y restaurando el bosque.

La princesa Mononoke © Estudio Ghibli.

Es –si no la has visto todavía te lo digo yo– uno de los mayores panfletos ambientalistas, feministas y de clase que verás en tu vida. Y al mismo tiempo una aventura épica, con diosas lobo, secundarios graciosos, amores más grandes que la vida y lecciones sobre la inutilidad de la violencia. Más para adolescentes que para niños, pero una de las obras más explícitamente conservacionistas de Miyazaki.

Algo similar ocurre con El viaje de Chihiro (2001), donde existe una crítica evidente al consumismo de la sociedad japonesa; la mencionada Mi vecino Totoro (1988), cuyo bosque Fuchi no Mori real en el que está ambientada es el que Miyazaki ha acudido a limpiar junto a voluntarios en más de una ocasión; o Ponyo en el acantilado (2008), en la que la conservación de los mares y su contaminación son uno de los temas presentes.

Pero no solo de Miyazaki vive Ghibli. Su éxito descomunal ha opacado a sus compañeros de estudio, pero en 1994, por ejemplo, su socio Isao Takahata dirigió Pompoko, la historia de una tribu de tanuki ―una especie de perros con aspecto de mapache propios de Japón y Corea, a los que el folclore atribuye poderes de transformación― que se conjuran para luchar contra una urbanización que quiere destruir su bosque. Más infantil que Mononoke o Nausicäa, que al fin y al cabo la protagonizan perros mágicos que hablan, se ambienta en pleno desarrollismo japonés de los 60 y crítica el crecimiento descontrolado propio del momento.

Pompoko © Estudio Ghibli.

A Ghibli pertenece también una de las escasas adaptaciones cinematográficas de la obra de Úrsula K. LeGuin (al menos directas, compara si no el argumento de El nombre del mundo es bosque con la saga Avatar). En el año 2006, Gorō Miyazaki, hijo del maestro, convirtió las novelas La costa más lejana y Tehanu, del ciclo de Historias de Terramar, en la película Cuentos de Terramar. Llevar al cine el mundo mágico de LeGuin, en permanente conflicto ecológico aunque se llame mágico, era un viejo proyecto del director que recibió la aprobación personal de la autora por conocer su trabajo en Chihiro y Mononoke, aunque no la dirigiese personalmente.

La compatibilidad de los mundos de LeGuin y Miyazaki era tan evidente como que ambos compartían un mismo ideario pacifista, igualitarista y conservacionista, aunque cada uno le pusiese apellido diferente. Y, en sus obras y discursos, han dejado lecciones paralelas. Ella nos recordó que el capitalismo parece tan invencible como un día lo fue el feudalismo, y la historia cuenta otra cosa. Y, en Porco Rosso, él nos recordó que siempre es mejor ser un cerdo que un fascista.

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