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La historia de Negueira de Muñiz, pueblo inundado por un embalse del franquismo

'No queda nadie' (Cuatro lunas) de Brais Lamela, Premio de la Crítica en lengua gallega, hace arqueología de un lugar abandonado por la colonización franquista.
La historia de Negueira de Muñiz, pueblo inundado por un embalse del franquismo
Embalse de Grandas de Salime en el Camino Primitivo de Santiago, Asturias. Foto: CC BY-SA 4.0

«La arquitectura, se me ocurre ahora, nos habla de la vida en tanto que diseño, proyecto, planificación. Para un arquitecto, especialmente para alguno de aquellos arquitectos que creyeron que era posible construir no solo viviendas nuevas, sino también nuevas vidas, era necesario imaginar que también se pueden planificar las líneas por las que transcurre la existencia», afirma el protagonista y narrador de No queda nadie, el libro con el que Brais Lamela ha conseguido el Premio de la Crítica en lengua gallega en 2023.

El punto de partida es la reconstrucción de la historia individual y colectiva de los habitantes de Negueira de Muñiz (Lugo), que fueron desalojados después de que su pueblo quedara completamente anegado a causa de la construcción del embalse Grandas de Salime en los primeros años del franquismo. En España hay más de 500 municipios o antiguos núcleos urbanos sumergidos bajo el agua de los planes hidrológicos de la dictadura, según datos de Ecologistas en Acción. Muchos de los vecinos de Negueira de Muñiz fueron obligados a participar en el Plan de Colonización que implicaba trasladar sus residencias y, por tanto, adaptarse su vida a Terra Chá. 

«La ideología de la colonización franquista es una ideología de género estructurada en torno a la unidad básica de reproducción social: el matrimonio. Las casas se conceden a parejas de presunta buena conducta, que después serán instruidas, respectivamente, en las actividades que resultan apropiadas para un hombre y para una mujer. No se trata de perpetuar algo que ya existe, sino de imponer una visión particular», escribe el narrador, haciendo hincapié en el hecho de que ese Plan de Colonización tenía como objetivo imponer un modo de vida muy concreto, así como de producción y de división social de los roles: «La vida en el campo repartida entre las amas de casa, que se ocupaban del espacio doméstico después de sesiones durísimas de trabajo en la finca, y los hombres, ganaderos que trabajaban para empresas fuertemente capitalizadas». En otras palabras, aquel Plan de colonización quería construir un «mundo de matrimonios, en el que la reproducción humana no es sino el vector de la reproducción de una ideología, de una voluntad de poder».

Definir No queda nadie como una novela es erróneo, si bien Brais utiliza los recursos de dicho género para construir una narración que, con elementos propios de la autoficción, sin embargo se desplaza en la medida en que avanza hacia el ensayo a la vez que funciona como paratexto de una tesis doctoral que permanece lógicamente fuera del texto y que gira alrededor de la arquitectura de los pueblos de colonización. La presencia del yo se vuelve, en este sentido, fundamental no tanto por la posible identificación con la figura del autor, sino porque permite inscribir No queda nadie dentro de la tradición del ensayo inaugurada por Michel de Montaigne: hablamos de una escritura dubitativa que avanza lentamente entre contradicciones, dudas y suposiciones. No se trata de una escritura asertiva, sino de una escritura que busca indagar y, teniendo en cuenta el tema de la obra, podríamos hablar incluso de una escritura que busca hacer arqueología de un lugar y de su memoria, a la vez que va más allá, haciendo de ese lugar, objeto de estudio, algo universal. 

La recuperación de esta experiencia «colonial» en Terra Chá es mucho más que un ejercicio de memoria: es el punto de partida para una reflexión sobre los lugares y sobre de qué manera la arquitectura y, podríamos añadir, el urbanismo son herramientas para la «reproducción de una ideología», que se plasma en la imposición, aparentemente no forzada y enmascarada, como en este caso, de gesto de generosidad hacia aquellos que han perdido sus casas, de todo un modo de vida.

El espacio y su urbanificación imprimen la forma en la que nos relacionamos con el espacio público y con el íntimo; impone roles y formas de conducta, excluye de lo público a determinados colectivos –en este caso las mujeres– e impone formas de producción concretas. Hay una voluntad de poder, tal y como señala el narrador, en toda planificación y hay, asimismo, transgresión en cualquier expresión de rechazo al mapa impuesto. De ahí que Brais Lamela termine por ceder parte del protagonismo a esa mujer anónima que, una vez llegó a Terra Chá, no encajó en las directrices; esa mujer sola a la que le impidieron ser autosuficiente y vivir como ella quería y que, un día, desapareció sin dejar rastro. 

Si la historia de esta mujer es la de la inadaptación, la historia de los demás vecinos es la de una adaptación forzada, la de un intento por dejar un mundo atrás, ese mundo que para algunos era sinónimo de «atraso, una raíz negra y profunda que ataba a los campesinos al corazón de su tierra, vidas escritas con el lenguaje imperfecto y ajeno de la propiedad». Y la historia del narrador es también la historia de una adaptación: la del estudiante gallego que se instala en Nueva York para hacer una tesis doctoral.

Arraigo y desarraigo, pertenencia y adaptación, memoria y olvido, espacio construido y espacio impuesto: No queda nadie transita entre estas oposiciones y se vuelve una lectura imprescindible en tanto que documento de memoria (y también de barbarie, como diría Walter Benjamin) y como reflexión sobre el territorio, nuestra relación con él y el mapa que se nos impone. 

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