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24 de enero de 2020
Creo que aciertas al plantear el problema de la legitimidad porque su ausencia puede que sea lo que mejor explique el desorden informativo en el que estamos sumergidos. Y es un tema delicado porque afecta a lo que entendemos por libertad de expresión. Podemos pensar que en una sociedad democrática todo el mundo es libre de opinar y expresar lo que quiera. Eso es cierto, pero creo que no es tan sencillo. En algunos temas importantes que nos afectan a todos como puede ser, por ejemplo, en qué emplear el dinero de nuestros impuestos, cualquiera, en función de sus intereses o de sus ideales, puede opinar por sí mismo. En cambio, cuando se tratan cuestiones científicas en las que se aportan resultados, estos solo deberían de ser rebatidos por colegas de la misma disciplina. Sin embargo, a pesar de ser hechos demostrados y estar avalados por la comunidad científica, surgen voces que los contradicen simplemente porque no les gusta lo que dicen o porque van en contra de sus intereses.
El problema es que estas voces discordantes nos dan a entender que tienen la misma autoridad que esos científicos y eso genera una enorme confusión entre la gente. Al final la decisión de a quién creer, normalmente, se relaciona con posicionamientos políticos Si eres de una ideología estás al lado de los que defienden que el cambio climático es un problema real y sobre el que deberíamos actuar y, si eres de otra ideología defiendes que es todo un invento manipulador o que están exagerando algo banal. Alguna vez que he intervenido en algún debate de este tipo —no suelo hacerlo— para dar algún dato concreto de algún estudio, no han intentado refutar mi afirmación, sino que han criticado mi supuesto posicionamiento.
En este caso, creo que lo que es opinable es la decisión que se tome, definir cuál es el bien común que queremos, pero nadie debería discutir unos resultados científicos que han sido suficientemente contrastados con las herramientas de las que dispone la ciencia, salvo que sean refutados con nuevas pruebas sometidas a los mismos análisis y con los mismos filtros de verificación. Nos parecería ridículo escuchar en una tertulia televisiva o leer en una columna de opinión de un periódico a alguien defendiendo que la velocidad de la luz en el vacío es diferente a la que han medido los físicos o que, en su opinión, el número de cromosomas del ser humano debería ser diferente a veintitrés pares; y, sin embargo, parece que no se ve tan absurdo al político que contradice las tesis de los climatólogos.
Es cierto que aún debemos responder a muchas preguntas sobre el cambio climático, y los modelos predictivos dependen de multitud de variables, pero creo que actualmente ningún científico puede refutar tres cuestiones que ya nos podrían servir para decidir qué hacer: la primera es que el planeta está sufriendo un acelerado aumento de su temperatura; la segunda es que éste ha sido provocado por el uso que hacemos de los combustibles fósiles; y la tercera es que se acentuarán las condiciones climáticas extremas en las próximas décadas.
Entonces, ¿cuál sería el papel de las humanidades, incluyendo la literatura, en todo esto? Creo que la respuesta está en resolver qué hacer a partir de este conocimiento que tenemos y eso se puede discutir desde disciplinas muy distintas. Soy consciente de que cuestiones trascendentales como el cambio climático o la superpoblación no se pueden responder solo con argumentos puramente ecológicos porque llegaríamos a conclusiones que no nos gustarían a la mayoría.
Ese escepticismo que dices que te provoca la disparidad de voces en torno al cambio climático lo tuve yo hace tiempo y, a veces, no puedo evitar que me sigan asaltando dudas sobre aspectos concretos. Los que tenemos formación científica somos unos grandes escépticos; no podemos evitar cuestionarnos todo lo que hay a nuestro alrededor hasta que encontramos una respuesta que suele generarnos nuevas preguntas. Eso, de algún modo, crea una actitud de rebeldía permanente que creo que es estimulante desde el punto de vista intelectual. Sin embargo, he aprendido de filósofos como Hilary Putman que, a veces, un excesivo escepticismo puede ser peligroso cuando se utiliza para frenar algunos avances. Bajo la excusa de la duda escéptica se impide actuar y eso beneficia a los que apuestan por un inmovilismo.
El hecho de que los climatólogos no hayan acertado en todas las predicciones no debe cuestionar otras que tienen un alto grado de fiabilidad. Hay una instalación del escultor Isaac Cordall titulada Políticos discutiendo sobre el cambio climático en la que, en un charco, solo sobresalen cabezas de un grupo de personas congregadas para tomar decisiones, pero el agua ya les ha llegado al pecho, a los hombros, al cuello o a la barbilla dependiendo de su altura. Tardan tanto en dar una respuesta que cuando lo hagan ya será muy tarde. Esto explica visualmente muy bien lo que intento decir.
Para ser honesto, tengo que decirte que yo no soy un especialista en el cambio climático como pueda serlo un climatólogo, solo he estudiado el efecto que tiene sobre algunas especies. Pero no necesito hacer metaanálisis ni complejos modelos de probabilidad, ni siquiera revisar la información sobre cambios de temperatura o registros históricos de dióxido de carbono, porque confío en los métodos y en los filtros que utiliza la ciencia. De la misma forma que cuando voy al médico —en realidad no voy casi nunca— confío en su diagnóstico sin necesidad de estudiar su especialidad médica.
Lo que sí veo, como ecólogo especialista en el grupo de los anfibios —actualmente el más amenazado entre los vertebrados a nivel mundial—, son las alteraciones que se están produciendo y que se relacionan con un incremento de la temperatura de los ecosistemas. Por ejemplo, sabemos que algunas enfermedades han incrementado su virulencia y provocan mortandades masivas en especies de todo el mundo. O, gracias a los seguimientos realizados a lo largo del tiempo, tenemos constancia de alteraciones en las fechas en las que se reproducen, sequías prematuras de charcas en las que se desarrollan los renacuajos, llegada de depredadores que antes no tenían, etc. ¿Estoy por ello legitimado para hablar sobre el cambio climático? No lo sé, pero al menos intento contribuir aportando información sobre sus efectos presentes y futuros para muchas especies y trato de arrojar luz sobre el porqué al ser humano le interesa conservar lo mejor posible los ecosistemas naturales.
Supongo que cualquier incursión en disciplinas ajenas genera inseguridad. Yo he sentido, y aún siento, esa sensación de impostura cuando escribo ficción por tener una formación científica. Mi primer libro de microcuentos se titulaba Fuera de lugar porque era así como me sentía al abrir con ilusión la puerta de ese mundo que solo conocía como lector, al otro lado del espejo. Sigue siendo para mí un reto, pero también tengo cada vez más claro que la literatura se enriquece cuando se escribe desde distintas posiciones. Eso me lo dijo el escritor Francisco Ferrer Lerín. Según él, las herramientas científicas pueden tener un gran valor para la literatura, y considera que el desarrollo de actividades paralelas a las propias de escritor es esencial para el buen funcionamiento de la maquinaria creativa.
Hace tiempo publicaron un libro muy curioso titulado Trabajos forzados, en el que la autora, Daria Galateria, describía las complejas vidas y los extraños trabajos a los que se dedicaban autores como Gorki, Jack London, George Orwell o Charles Bukowski, entre otros. Su experiencia dispar tal vez contribuya a que estos autores, u otros como los que comentas con formación científica, nos parezcan tan interesantes. Yo también lo he intentado, aunque debo confesarte que, cuando escribo narrativa, independientemente de que el armazón con el que construyo las historias suele estar montado sobre lo que mejor conozco que son temas científicos, en el fondo lo que también busco es plantear discordancias internas de los personajes y, sobre todo, narrar con esa libertad que nos da la ficción. Pero una cosa no tiene necesariamente que descartar a la otra.
A la vez, como te comenté, tengo una gran confianza en lo contrario: que las ciencias se pueden beneficiar mucho de las humanidades. A mis alumnos les pongo ejemplos sacados de obras literarias para explicar procesos de ecología; me gusta pensar que, al margen de que hayan leído las obras que menciono, les ayude a comprenderlos y a memorizarlos. Faulkner, por ejemplo, en Luz de agosto, describe un pueblo que depende de la tala de abetos. Cuando, al cabo de los años, acaban con todos los árboles de la región, sus habitantes tienen que abandonar aquel lugar que ha quedado yermo y se trasladan a nuevos bosques maduros en los que seguir haciendo su trabajo. Me parece un pasaje ilustrativo de los efectos que tiene la sobreexplotación de recursos cuando estos no se renuevan.
Cuando planteas la manera en la que se podría abordar desde una obra literaria un problema como una crisis ecológica en el planeta, mostrando las contradicciones a las que se enfrentarían los personajes, me he acordado de la novela La carretera de Cormac McCarthy. En medio de un caos producido por algún desastre global que no se describe, un padre y su hijo tratan de sobrevivir en un lugar inhóspito, lleno de peligros, buscando un futuro esperanzador. McCarthy nos obliga a ponernos en el papel del padre que utiliza todos los recursos para que su hijo sobreviva a pesar de las escasas perspectivas de éxito, pero manteniendo unos mínimos valores éticos como único legado que va a dejar a su hijo y sin saber si eso le servirá para el oscuro futuro dibujado. Es una novela que me impresionó y me sobrecogió: un libro que nos fuerza a reflexionar sobre nuestros límites. La supervivencia es un instinto muy poderoso que nos transforma.
Ese papel de la literatura no puede considerarse en sí mismo divulgación científica, pero sí ayuda a tomar perspectivas al lector, a situarse en ese posible escenario y de algún modo, le hace tomar conciencia de a qué podemos enfrentarnos. Y ahí, en ese interés «más intuitivo y emocional que planificado y racional» que tienes por el mundo natural y con el que desarrollas una parte de tu narrativa, desde mi punto de vista, me atrevo a decir que hay un enorme potencial para seducir al lector y, de algún modo, demandar su atención hacia estos problemas. Todos sentimos un apego por aquello que tenemos cerca y que ha significado algo en nuestras vidas, como el paisaje que comentas de la marisma. Eso nos motiva a querer defenderlo, a evitar que se pierda y cada uno puede utilizar las herramientas que mejor maneja. Cuando en tus narraciones muestras diferentes caras de un problema —como el ejemplo hipotético que pones del vegetarianismo—, en el fondo estás invitando al lector a que reflexione sobre ese asunto. Si esto es así, si se induce al lector a pensar sobre un problema, como puede ser la emergencia climática, el maltrato animal o cualquier otro, independientemente de en qué lado se sitúe, para mí ya sería suficiente porque habrá tomado conciencia del problema y puede decidir.
Estamos de acuerdo en que la literatura trata esencialmente del ser humano, y esa es su grandeza y su atractivo, lo que hace que contar y escuchar historias forme parte de la esencia de la sociabilidad de nuestra especie. Harold Bloom dio un subtítulo a un grueso ensayo sobre Shakespeare que a mí me sorprendió: «La invención de lo humano». En él mantenía la tesis de que en el autor británico está contenida toda la complejidad de nuestra especie. En realidad cuando hablamos de los problemas del medio ambiente, de conservar hábitats o ecosistemas, estamos hablando también del ser humano porque ningún otro ser vivo nos va a pedir responsabilidades de lo que hagamos. El concepto de justicia en cualquier ámbito es solo humano, no existe ninguna ley natural que compense al que es dañado.
Cuando comentas la carga simbólica que adquieren algunos animales que aparecen en tus narraciones he recordado la lectura de Moby Dick, que para mí fue reveladora y creo que ha influido en mi manera de entender la literatura. O, para ser más exacto, su relectura, porque es un libro que leí de joven y me entusiasmó por la aventura de una búsqueda, pero al leerla después pude darme cuenta de todo el peso de una obra brillante. Además de todo lo que supone para la literatura, es también un tratado de zoología. Melville es un ejemplo de un escritor que indaga profundamente en la lucha interna del ser humano contra las adversidades. No importa que algún experto en cetáceos pueda encontrar contradicciones o negar algunas de las explicaciones del narrador; lo importante, creo, es que utiliza ese conocimiento como soporte de una trama en la que se desarrollan vivamente sus personajes. Es verdad que cuando abrimos una novela no podemos esperar que sea un ensayo, aunque podamos jugar a hibridar géneros. Existe ese acuerdo callado entre el escritor y el lector o, como decía Italo Calvino, entre el mundo escrito y el no escrito, que nos recuerda que todo lo que hay en las páginas impresas es ficción. Una ficción que nos sirve para ayudarnos a comprender nuestra manera de estar en el mundo.
Entonces, aunque la literatura no sea el modo más apropiado de divulgar los problemas científicos, en sentido estricto, al no estar sujeta a esos imperativos de fiabilidad que comentas, sí puede ser muy atractiva la idea de plantear cómo algunos personajes se enfrentan, en su complejidad emocional, a posibles escenarios ficcionales que nos interesen. Por ejemplo, se me ocurre que, seguramente, un personaje como Viejo, de tu novela Cara de pan, sería sensible a problemas como el deterioro del medio natural o el calentamiento del planeta porque amenazan también lo que más ama. No haría falta que nos hablase de los fundamentos del cambio climático; de hecho, seguramente resultaría artificial, pero bastaría con que mostrase indicios de lo que está pasando —la permanencia de algunas aves en invierno cuando hace años se iban a lugares más cálidos, por ejemplo—, su preocupación o que expresase su decisión personal de cambiar las cosas a pequeña escala para que ese lector crítico pudiese ponerse también en su lugar.
Al final, creo que los grandes problemas del ser humano solo se resolverán si hay acuerdos, y para alcanzarlos es probable que sea necesario renovar con imaginación recursos que le han servido anteriormente para escapar de otras crisis. La verdadera invención de lo humano seguramente tiene mucho que ver con el desarrollo de la ética. Desde el punto de vista de la evolución cultural de nuestra especie creo que esto es cierto. Sin ella, la civilización no hubiera sido posible. Y ese es un campo esencialmente humanista que está presente en toda la literatura. La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum en su libro Sin fines de lucro, nos habla del actual olvido de las humanidades y nos advierte que estamos sumergidos en una crisis de pérdida de valores éticos. Tal vez ese puede ser un gran escollo para avanzar en las soluciones de los problemas ambientales que tenemos y también para situarnos con respecto al resto de la naturaleza.
Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.