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Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.
1 de marzo de 2020
Es difícil ser optimista viendo las dificultades a las que nos enfrentamos; y leyendo artículos como el de John Gray parece que no quedan muchos argumentos para ser positivo. Nuestra civilización, como dice Amin Maalouf, naufraga. El calentamiento global es un grave problema que empeora otros como la destrucción de hábitats naturales, la contaminación, la proliferación de especies invasoras y de nuevas enfermedades por todo el mundo o incluso la inestabilidad de gobiernos que poseen un inquietante armamento. Los humanos pertenecemos a un género con una trayectoria evolutiva breve: otras especies muy próximas por distintos motivos se extinguieron en un corto periodo de tiempo; y nada hace pensar que nosotros vayamos a ser diferentes. Por otro lado, la inteligencia no parece darnos grandes ventajas para la supervivencia. Las bacterias, con su sencillez, han vivido desde mucho antes de que llegásemos y seguirán estando después de que haya desaparecido cualquier rastro que hayamos podido dejar en el planeta. Sin embargo, aunque sepamos que la alteración que estamos produciendo en el clima se agravará en las próximas décadas no deberíamos renunciar a intentar mitigarla.
Gray argumenta que reducir la dependencia de combustibles fósiles no solo no tendrá un efecto positivo desde el punto de vista climático, sino que, además, desatará desastres geopolíticos por la desestabilización que generará en los países productores de petróleo. Resulta chocante que vea imposible que nos podamos adaptar a vivir reduciendo el uso de combustibles fósiles y, en cambio, crea que es viable adaptarse a los cambios que producirán las alteraciones climáticas. Los combustibles fósiles son limitados, tienden a agotarse y, por tanto, si seguimos consumiéndolos nada evitará esos conflictos que teme. Yo veo más graves y globales las consecuencias geopolíticas que puede tener el cambio climático con desplazamientos de poblaciones por inhabitabilidad de grandes zonas o las luchas por los recursos limitados en muchas regiones, entre ellos el agua. Es fácil imaginar en gran parte del mundo escenarios como los que describe Lionel Shriver en Los Mandible. Además, aunque es cierto que las consecuencias de los niveles actuales de CO2 perdurarán en el tiempo, si no se reduce su emisión, su efecto, por retroalimentación, será acumulativo y, por tanto, cada vez más grave y más letal y, además, en un plazo de tiempo más corto.
La sensación que queda al leer a Gray es, como comentas, de desánimo y de derrota. Nos dice que no se puede frenar el exceso de efecto invernadero y que es mejor no intentarlo. Sin embargo, un artículo reciente publicado en BioScience y apoyado por más de once mil científicos de todo el mundo dice lo contrario. Es sensato pensar que actualmente no podemos eliminar todas las emisiones de CO2. Aún necesitamos el petróleo para propulsar los aviones o para mover las enormes maquinarias de los grandes cargueros, pero si eliminamos el consumo de estos combustibles para desplazarnos en coche o para calentar nuestras casas —y eso es algo factible sin hacer grandes concesiones a nuestro estilo de vida— la reducción será significativa. Además, debemos compensar esas emisiones por ahora imprescindibles con mecanismos que nos aseguren fijar el exceso de dióxido de carbono para que la balanza se compense. ¿Y cómo podemos hacerlo? Se están explorando técnicas de bioingeniería y geoingeniería para atrapar y fijar el carbono; pero al menos, mientras se siguen investigando, es imprescindible conservar y restaurar grandes ecosistemas como las selvas tropicales, los grandes pastizales, los extensos bosques del hemisferio norte, los humedales y las turberas; y, en los océanos, los arrecifes de coral, los pastos marinos y los manglares para que haya una eficiente captación de CO2 de la atmósfera. Deberíamos aumentar también la reforestación en los lugares adecuados, pero a gran escala. Si, de forma paralela a estas acciones, los gobiernos consiguen estabilizar o reducir la población mundial garantizando la integración social estaremos más cerca de ralentizar esos cambios y adaptarnos a ellos. Este proceso lo imagino como cuando escribo un relato o una novela: marco la meta a la que quiero llegar y sé, más o menos, el camino que debo seguir para llegar a ella, pero no tengo ni idea de cómo se irá resolviendo. Estamos empezando ahora, entre todos, a escribir un nuevo capítulo de la historia de la humanidad y hay muchos desarrollos posibles.
Gray trata con acierto una cuestión que a mí me parece clave: el crecimiento de la población y de sus necesidades. Si ponemos en una placa de Petri llena de azúcares a un grupo de bacterias —iguales a las que antes te comentaba y a las que tan bien les ha ido desde hace mucho tiempo—, podremos ver que su población al principio va creciendo de forma lenta extendiéndose gradualmente y, a un ritmo cada vez más acelerado, irá llenando todo el espacio disponible. El número de bacterias aumentará de forma exponencial mientras haya alimento. Cuando éste comienza a agotarse, el crecimiento se ralentiza y hay una fuerte competencia por conseguir los recursos que quedan y por ocupar el espacio en torno a estos. Nosotros no somos muy diferentes en esto a las bacterias. Los premios Nobel Jacques L. Monod y François Jacob bromeaban diciendo que todo lo que es válido para una bacteria como Escherichia coli también debe serlo para los elefantes. Podríamos incluir en ese axioma perfectamente a los humanos porque son leyes generales de regulación de las poblaciones. Nuestra placa de Petri es el planeta del que no podemos escapar y estamos en una fase de crecimiento que tiende a agotar todos los recursos disponibles en él.
A esto también han contribuido los avances en biomedicina. Según un artículo publicado hace poco tiempo en Scientific Report, si nos fijamos en los cambios epigenéticos que se producen en el ADN conforme vamos envejeciendo, los seres humanos tenemos una esperanza de vida media biológicamente útil de solo treinta y ocho años. Si tomamos esta cifra como referencia, ahora, al menos en Occidente, duplicamos esa edad —nosotros ya estamos viviendo nuestra vida extra—. A todos nos gustaría ser más longevos, disfrutar de lo único que tenemos durante un tiempo sensiblemente más prolongado, pero creo que ese deseo no deja de tener un alto grado de egoísmo. En cualquier caso, el problema, aun siendo grave, no es tanto el crecimiento de la población en sí mismo, ya que se estima que llegará a su punto más alto a finales de este siglo y a partir de ahí decrecerá. Lo más preocupante es el aumento imparable del consumo de recursos por persona y, es ahí, en el estilo de vida, donde quizás podamos empezar a cambiar al menos en los países de mayor desarrollo económico. Gray recuerda que ya Stuart Mill en el siglo XIX hablaba de la necesidad de un «estado estacionario» en el que se frene este crecimiento. El reto para las sociedades sería que la riqueza de una persona no se mida en cantidad, sino en calidad; que el consumo en sí mismo deje de ser la principal fuente de «felicidad» de las personas.
En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, los habitantes de Eutroía, cuando no les gusta la vida que llevan o se cansan de hacer siempre lo mismo, se mudan a otra ciudad para empezar una historia nueva, con un nuevo trabajo, una nueva pareja y nuevos paisajes que recorrer. Nosotros, por desgracia, no podemos cambiar de planeta, tenemos una sola placa de Petri para vivir y cada vez somos más para compartir su espacio limitado. Me temo que si queremos seguir aquí un poco más tendremos que aprender a resolver juntos todos estos problemas.
Es preocupante esa sensación de derrota que dices que se está transmitiendo a nuestros hijos. Mi hija acaba de cumplir nueve años. Sin pretenderlo, no hace mucho, escuchó una conversación que yo mantenía con mi hermano sobre algunas posibles consecuencias del cambio climático y, cuando nos quedamos solos, ella me preguntó qué le iba a pasar si se seguía calentando el planeta. Me sentí mal por preocuparla y no sé hasta qué punto mis palabras la tranquilizaron. Me gustaría que ella y los de su generación tuviesen la oportunidad de vivir plenamente, sin grandes amenazas que impliquen sufrimientos y con la posibilidad de seguir maravillándose con la naturaleza y con la vida. Eso es lo que queremos todos los padres para nuestros hijos; por eso valoro tanto las acciones que llamas de «pequeña escala». Es una forma de evitar el conformismo y de tratar de contribuir a mitigar el problema en la medida de las posibilidades de cada uno. Asumir el desastre creo que tiene que ver con lo que Gray llama exceso de realidad: cuando recibimos muchos mensajes negativos, al final terminamos por aceptarlos o intentamos escapar del problema. Ya sabemos que las grandes soluciones dependen de los gobiernos y, más aún, de los acuerdos internacionales, pero a nivel local e incluso particular, como tú dices, se puede intervenir. Ciudades como Sevilla o Córdoba, en las que las temperaturas son muy elevadas durante sus largos meses de verano, se beneficiarían si hubiese más zonas verdes, si se aprovechase cualquier rincón para llenarlo de vegetación autóctona —propia del clima mediterráneo— que tolera tanto las altas temperaturas como la falta de agua en periodos prolongados. Esto está al alcance de cualquier ayuntamiento. Ya se han hecho ensayos en ciudades de China que están mejorando la calidad del aire. Son acciones que se pueden justificar como lucha contra el cambio climático, pero que, en cualquier caso, tienen sinergias favorables para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.
Aprovechando tu recomendación he empezado a leer La novela luminosa. Estoy disfrutando con las divagaciones de Levrero, de su talante introspectivo; también de su discreto sentido del humor y de esa sutil actitud que calificas de rebeldía. La conexión de la que hablas del escritor con el lector, la cadena que se forma con las influencias que uno genera sobre el otro, trabaja sobre la empatía y supongo que puede actuar a un nivel no totalmente consciente. Por eso se entienden mejor las experiencias noveladas —como las que hemos comentado de Shriver o de McCarthy— aún sabiendo que son narraciones ficticias. Ese cultivo de la sensibilidad de la que hablas que puede proporcionar la literatura y de la que pones elocuentes ejemplos es un reto y una responsabilidad para el escritor; y es también una gran herramienta que hay que fomentar, aunque no sepamos medir su alcance.
Me gustaría contarte una anécdota sobre lo último que planteas. Nada más terminar mi tesis doctoral me contrataron en la universidad de Milton Keynes (The Open University), al norte de Londres. Fue un contrato de solo cuatro meses que me vino muy bien porque pude conocer a Tim Halliday, el profesor con el que luego pedí una beca postdoctoral para estar allí dos años más. Ese primer trabajo de investigador tenía un sueldo realmente ajustado para pagar el viaje de ida y vuelta, el alquiler compartido de un piso y los gastos normales. Las primeras veces que fui a un supermercado me sorprendió algo que en aquel momento para mí era nuevo, aunque años más tarde —de un modo no tan explícito— comenzó a verse también en España: se vendían huevos de gallinas poco estresadas, otros de gallinas moderadamente estresadas y otros de gallinas muy estresadas. Yo compraba siempre estos últimos huevos porque eran más baratos. Prefería, de forma egoísta, ahorrar unas pocas libras en comida para poder gastarlas en algunos libros de ediciones baratas como los de Penguin Books, que aún conservo, o tomarme una cerveza en algún pub los viernes por la noche. Ahora seguramente no haría lo mismo, pero si en aquel momento no me hubieran dado la opción de elegir me hubiera tenido que conformar con pagar el precio del producto y dejar de beber algunas cervezas. Creo que no es justo hacer responsables a los ciudadanos de decisiones que deberían tomar los gobiernos. Te pongo un ejemplo para ilustrarlo. Si antes de que se empezasen a producir plásticos en enormes cantidades los gobiernos hubiesen exigido a las empresas tener la tecnología necesaria para su reciclaje esa industria no se hubiera desarrollado a los niveles que ha llegado. Desde mi punto de vista es injusto ahora tratar de hacer responsables del gran volumen de plásticos que hay en el planeta a los ciudadanos. Pero el hecho de que no tengamos que sentirnos responsables directos de algunas agresiones globales al planeta o a los seres que lo habitan, no nos exime de intentar hacer todo lo que podamos por resolverlo o ayudar a mejorarlo un poco.
Por otro lado, en las últimas décadas se ha avanzado mucho en los derechos de los animales prohibiendo la venta de sus pieles, los cosméticos ensayados con ellos o la de ganado tratado con hormonas para promover su crecimiento, pero se sigue obviando el bienestar de muchos animales por un interés productivo. Para los gobiernos, en general, los intereses económicos prevalecen sobre los intereses medioambientales y sobre los derechos que deberían tener otras especies. Por eso yo estoy totalmente de acuerdo contigo en que esas familias que viven en la pobreza puedan consumir productos más económicos, aun sabiendo que a los animales los han hecho sufrir lo indecible para producirlos. Creo que lo razonable sería no permitir este tipo de producción y, si algunos alimentos básicos son excesivamente caros para las personas con rentas bajas, quizás habría que pensar en subvencionarlos como se hace con algunos medicamentos.
Los ciudadanos tenemos el derecho a saber cómo se está produciendo lo que consumimos y a exigir a quienes nos gobiernan las normativas que lo regulen. Estos y otros problemas sociales deberían ser mostrados más abiertamente. Son necesarios planteamientos como el que haces en Silencio administrativo, donde denuncias la existencia de una burocracia insensible y sorda a las necesidades de las personas con muy escasos recursos que impide que se activen los resortes sociales para poderlas ayudar. A los lectores nos provoca indignación, rabia e impotencia conocer ese tipo de situaciones que planteas. Me imagino que es un libro que has escrito para dar visibilidad a un problema social y eso es algo que veo necesario. Hacernos conscientes de lo que tenemos a nuestro alrededor y que no solemos detenernos a mirar es también, creo intuir, un logro de Levrero en su novela.
Me da la impresión de que, en general, no suele inquietarnos mucho aquello que está alejado de nuestras vidas o que sucede lejos de nuestras casas. Vemos con horror la tragedia de familias que sufren en una guerra en países ajenos y, al momento, lo olvidamos y pasamos a ocuparnos de nuestros quehaceres cotidianos y nuestras rutinas. Preocuparse por los animales, exceptuando que sean domésticos y cercanos como los perros, los gatos o los caballos, es aún más raro. Nos indigna ver el maltrato que damos a las especies de las que nos alimentamos, pero mientras estén en el mercado seguiremos comprando esos productos. Además, vemos que muchas veces se apela a la responsabilidad del consumidor haciéndole sentir culpable, pero solo es una estrategia para vendernos otros artículos. Y esta preocupación también disminuye cuanto más se aleja en el tiempo. Es difícil esperar comportamientos altruistas para beneficiar a las generaciones que puedan vivir dentro de cien años o más; a lo sumo nos preocupamos por la vida que puedan tener nuestros hijos sin ver mucho más allá. Por todo esto, pienso que cualquier intento de acercar esos problemas, de hacerlos llegar a los hogares a través de la lectura o de otro medio es una buena forma de empezar a cambiar las cosas.
Quería terminar comentándote un libro titulado Por qué las mujeres salvarán el planeta donde varias autoras escriben pequeños ensayos o responden a entrevistas. En él participan Caroline Lucas, Diane Elson, Maria Mies, Patricia Espinosa o Vandana Shiva, entre otras. A todas les une el compromiso por la igualdad de género, la justicia social y su preocupación por los problemas que padece el planeta. Partiendo de sus experiencias personales en diferentes países indagan en cómo las mujeres podéis resolver estos problemas influyendo en cambios del estilo de vida, de la educación que damos a nuestros hijos o de la justicia, en nuevas formas de gestión medioambiental y energética, en la reducción de desigualdades sociales o en la distribución más justa de la riqueza. No sé si son nuevas utopías, me gustaría pensar que no, pero si las iniciativas que se tomen para mitigar el cambio climático sirven, además, para disminuir los desequilibrios que hay en la sociedad, bienvenidas sean.