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De 40 a 32, y me llevo 3 toneladas de CO2

«Trabajar menos es una aspiración no sólo legítima y racional, sino también saludable y genuinamente humana», reflexiona Andreu Escrivá.
De 40 a 32, y me llevo 3 toneladas de CO2
tiempo, reloj Foto: steampunk-3006650_1920

El debate sobre el papel del trabajo en el mundo actual es inabarcable en una columna como esta. Condiciones materiales, salarios, dignidad, sindicalismo, seguridad o realización personal son sólo algunas de las caras de este complicadísimo poliedro que nos enmaraña (o deseamos que lo haga), como mínimo, cinco días a la semana. Pero… ¿y si debatimos sobre el tamaño mismo del asunto, más que sobre sus distintas caras? Es decir: sobre el espacio que ocupa en nuestra vida.

Las cuarenta horas semanales, que hoy nos parece que vengan por defecto con cualquier contrato, supusieron sangre, sudor y lágrimas. Las conquistas sociales son conquistas por algo: alguien no quiere dar algo que otros consideran justo obtener. Trabajar menos es una aspiración no sólo legítima y racional, sino también saludable y genuinamente humana. Entonces, ¿por qué nos hemos detenido en aquello que es la norma desde hace décadas? ¿Por qué, si en su momento era evidente que necesitábamos robarle tiempo al trabajo para poder vivir mejor, no lo es ahora? Nadie habla de suprimir el trabajo, más allá de un necesario debate filosófico que, quizás algún día, nos conduzca a revisitar algunas de las bellas utopías del siglo XIX.

La propuesta que está sobre la mesa, y que ha ganado atención mediática, es la de la semana laboral de 32 horas. Se ha conseguido posicionar en el plano internacional (a raíz de la propuesta de los laboristas británicos -con Corbyn al frente- en las elecciones de 2019), estatal (a través de Más País-Equo y el compromiso que arrancó Íñigo Errejón al gobierno de destinar 50 millones de euros de los fondos de recuperación a un proyecto piloto), y también en el autonómico (con las iniciativas impulsadas por el secretario autonómico de Ocupación del gobierno valenciano, Enric Nomdedéu, de Compromís). Ese es el horizonte actual: romper la rigidez del marco de las ocho horas para dormir, ocho para ocio y ocho para trabajar.

En el marco ambiental, resulta crucial ralentizar los ritmos individuales y colectivos, pero no a la manera de una moda slow, sino como vector fundamental de un cambio estructural del sistema que ataque la injusticia social y la desigualdad económica. Necesitamos tiempo para dejar de comprar comida sobreenvasada (¡quién compraría una triste cebolla envuelta en plástico si tuviese tiempo para pesarla!), para cocinar mejor, para desperdiciar menos alimentos, para planificarnos más.

Nos hace falta tiempo para ir más despacio, bien al trabajo (y dejar de coger el coche si se nos hace tarde), o cuando planifiquemos un viaje, para que no suponga una tragedia dedicarle un día y medio al desplazamiento (y ahorrarnos así unas cuantas toneladas de dióxido de carbono). Tiempo para lo colectivo, para sumarnos a proyectos compartidos, para cederlo a quien lo necesita, para aportarlo al activismo. También para dejar de comprarnos gadgets que nos ahorren tiempo (¡qué perversa economía tramposa y circular!), para cultivar la ociosidad o dedicarnos, por un momento, a lo que nos gustaría hacer y no a lo que debemos hacer en esa franja horaria determinada.

Las 32 horas no son una panacea en lo ambiental, pero distintos estudios en países de nuestro entorno apuntan a una disminución del consumo de energía, la huella ecológica y la huella de carbono cuando se reduce el tiempo de trabajo. Claro está que poco se gana, en ese aspecto, si en vez de ir a trabajar en autobús cogemos un avión, pero justo por eso la semana de cuatro días no es una pieza aislada, sino un engranaje más de un cambio sistémico que debe transformar no sólo la logística del tiempo y el minutaje de nuestra cotidianidad, sino la sustancia misma que la compone y los valores que la moldean.

Será interesante ver cómo se plantean y cómo se desarrollan las pruebas piloto que el Gobierno finalmente ha accedido a poner en marcha, y ser capaces de evaluar el impacto ambiental de nuestra actividad laboral. Y si funciona, dejar atrás el enfoque timorato de las iniciativas experimentales para pasar, con valentía, a los cambios radicales y transversales, no a un proceso de escalado gradual, siempre sujeto a reversión.

Si un coche recorre 100 kilómetros a 80 km/h o a 160 km/h no consume lo mismo: ir más deprisa se paga con un consumo de combustible sustancialmente mayor. Tener más tiempo es disponer de más opciones, y también de más margen para frenar. Para hacer y para dejar de hacer algo. Para mitigar y para adaptar. Y, en última instancia, repartir tiempo (y dirigirnos a una sociedad del tiempo garantizado, como propone el sociólogo Jorge Moruno) es una cuestión de igualdad: quien no puede pagar con dinero acaba pagando con tiempo.

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