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Muchos días salgo a pasear por el Guadiana. Sus meandros, pequeñas islas y orillas llenas de juncos a su paso por Badajoz no solo constituyen un hogar para multitud de especies, sino que se han transformado poco a poco en un espacio que adquiere tonos de ritual conforme voy caminando, a veces absorta en mis pensamientos y, la mayoría, atenta a las distintas transformaciones que presenta: qué aves han construido nidos, cómo sube o baja el caudal permitiendo ver o cubriendo ciertas rocas, dónde se esconde el único cisne que habita este paisaje.
Sin embargo, hace unas semanas esos cambios fueron de una magnitud intolerable: las lluvias torrenciales que arrasaron la zona trajeron consigo tanta basura que, cuando por fin amainaron y el agua regresó a los niveles anteriores, lo hizo dejando a la vista una ristra de bolsas de plástico enganchadas a la vegetación; envases varios, botellas, cajas; hasta restos de una valla y un carrito de supermercado. Yo, que nunca he sido especial amante de la naturaleza, pero que a base de lecturas sobre la crisis climática he aprendido a valorar la necesidad de su preservación, sentí un nudo en la boca, casi una náusea y, acto seguido, una tristeza infinita. ¿De dónde provenían todos esos desperdicios que habían convertido al río en vertedero? ¿Sería posible que infligiésemos tanto daño, hasta entonces oculto a mis ojos? Ese día volví a casa afligida, consciente de que los nuevos retazos de basura se quedarían allí por mucho tiempo, como de hecho ha ocurrido.
Mi historia se ha repetido, mutatis mutandi, cada vez que he estado en contacto con un paraje natural, y ya tenía antecedentes: contemplar un paisaje seco y pensar lo fácilmente que ardería; ir a la playa, otear el horizonte a sabiendas de que los pedazos de redes de pesca estarían asesinando en ese instante a la fauna marina; o simplemente ver la tala de árboles que efectúan muchos ayuntamientos provocan en cada vez más personas un sentimiento que en ocasiones se denomina ecoansiedad, pero que yo identifico más como un proceso de duelo, proveniente de saber lo rápidamente que estamos devastando ecosistemas y aniquilando especies: por ejemplo, un 70% de la vida salvaje ha sido exterminada en los últimos cincuenta años. Este fenómeno psicológico, resultante de una muerte como cuando fallece un ser querido, es tan doloroso que en algunos países ya hay quien realiza funerales por los glaciares desaparecidos, una manera de llorar lo que no supimos proteger que se da muchas veces en asociación con la culpa.
Es más, el impacto emocional de la barbarie perpetrada es tan acuciante que no han tardado en multiplicarse las patologías, sobre todo entre la juventud: depresión, síndrome de estrés postraumático, numerosas adicciones, y una pregunta por el futuro que a menudo concluye con respuestas catastróficas. Una vez apuntalado el diagnóstico, la solución que se suele proponer obedece a patrones neoliberales de sobra conocidos: medicalizar al ciudadano hecho paciente, tratarlo con pastillas que anestesien un sufrimiento legítimo, pues nunca antes en la historia de la humanidad se ha visto tal grado de destrucción, vinculado a una sola causa: un sistema económico depredador.
Sin embargo, hay otro camino, menos explorado y más liberador, que podría transitarse. Denuncia el filósofo Byung-Chul Han que, en las sociedades contemporáneas, el dolor se ha privatizado, individualizado y desvinculado de las circunstancias que lo generan. La obligatoriedad de ‘ser feliz’ a toda costa, independientemente de unas condiciones sociopolíticas que conducen directamente al desastre, debe ser cuestionada, afirma, y esto atañe asimismo a los constantes embistes a la biosfera que, entre otras cosas, están poniendo en peligro la supervivencia de la humanidad. Politizar el dolor, configurar redes de colaboración, sensibilización y cuidados con esa energía resultante del malestar no sólo contribuiría a mitigar el aislamiento analgésico al que se nos fuerza, sino también a parar la debacle y articular nuevos lenguajes que podrían desembocar en distintas acciones.
Una de ellas es el activismo, pero el abanico se extiende si nos esforzamos por mirar: de ahí surgen proyectos como The Walk, una ruta a pie de Granada a Helsinki realizada por la artista Marta Moreno Muñoz en el contexto de su tesis doctoral que pretende concienciar sobre la crisis climática y, no casualmente, lleva por título El arte como experiencia de disolución del yo, como si el ego debiera disolverse para proceder a su integración con el medioambiente y, hecho líquido, actuar en conexión con el resto del planeta esquilmado.
Otro ejemplo lo conformaría el bellísimo cortometraje Solastalgia, de la cineasta canadiense Millefiore Clarkes, protagonizado por una madre a la que atenazan visiones de derrumbes democráticos y fenómenos meteorológicos extremos aglutinadas en un caos que únicamente encuentra solaz en la poesía. La movilización colectiva, los sepelios simbólicos del hielo que sucumbe, las composiciones líricas, pictóricas o de cualquier vertiente artística contienen un potencial capaz de construir comunidades políticas para hacer frente a esa aflicción que, guardada en soledad, se multiplica y conduce al nihilismo.
Es normal ese desgarro que sentimos; como seres ecodependientes a quien arrebatan la casa, es perfectamente coherente la preocupación, el desaliento que provoca la pérdida, incluso la ira, la rabia. Lo que no es lógico es su arrinconamiento en los cuartos oscuros de la conciencia en pro de la perpetuación del statu quo, la patologización de sujetos que ya no pueden más y tienen derecho a gritar sus males para intentar erradicarlos.