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Aprendiendo a querer la recién nacida Ley de Cambio Climático

El científico Fernando Valladares considera que nace "vieja y obsoleta", pero que "el cambio climático no espera, por lo que no tiene sentido esperar a una ley de cambio climático perfecta y querida por todos y todas".
Aprendiendo a querer la recién nacida Ley de Cambio Climático
Protesta de Extinction Rebellion en Madrid Foto: Oscar Gonzalez/WENN

Tras retrasos y complicaciones que incluyeron elecciones anticipadas y pandemias, la Ley de Cambio Climático y Transición Energética ya es, por fin, una realidad (a la espera de que pase por el Senado y entre en vigor). Gestada hace más de una década, cuando aún no se había acordado nada en Paris, nace con poco peso, a pesar de una gestación tan larga.

Corta en ambiciones, no contenta a casi nadie. A unos porque supone transformaciones incómodas en su sector, a otros porque no compromete una reducción suficiente de las emisiones para converger con el Acuerdo de Paris ni con las recomendaciones de la comunidad científica. La Ley de Cambio Climático y Transición Energética ha venido a incomodar. Trae consigo regulaciones y cambios que nos afectan a todos. Nos saca de las actividades habituales y del modo de hacerlas de toda la vida. Pero la norma se queda corta: no es suficiente para converger con las metas establecidas en el pacto climático de París, que establece la necesidad de no sobrepasar los 2 ºC, y menos aún para el objetivo deseable de los 1,5 ºC.

En resumen, propone reducir las emisiones de gases de efecto invernadero solo un 23% sobre los niveles de 1990 de cara a 2030. Es un objetivo complejo de implementar pero escaso porque la ciencia reclama al menos un 55% de reducción, lo que hace para muchos que la ley nazca vieja y obsoleta.

La ley de Cambio Climático y Transición Energética es mejor que un cambio climático sin ley. ¿Por qué? Porque es el marco regulador y jurídico imprescindible para abordar la ineludible transformación social, energética y económica que tenemos pendiente en España. El cambio climático no espera, por lo que no tiene sentido esperar a una ley de cambio climático perfecta y querida por todos y todas. La ley pone marco legislativo a los recortes de emisiones y establece un abanico de medidas para alcanzarlos en ámbitos clave como el sector transportes, el inmobiliario o el de la producción de energía. La ley ampara también una miríada de pequeños pero grandes logros ambientales, como aumentar la protección legal a la Red Natura 2000 ante la amenaza de proyectos energéticos, o detener proyectos muy controvertidos y de gran impacto como el de extracción de uranio en el Retortillo (Salamanca) por la empresa Berkeley.

Con la ley en la mano se pueden subir las ambiciones e implementar más y mejores medidas para reducir emisiones. Pero, sobre todo, y gracias a la ley, el cambio climático abandona el terreno de la opinión, quizá para siempre, y entra en el campo de la aceptación y de la concienciación social. Como dice Cristina Monge, la ley tiene “en conjunto, dos virtudes: dibujar un camino sin retorno y permear a todos los sectores”. Por ejemplo, la ley establece un requerimiento a industrias y empresas de cuantificar y presentar su balance anual de emisiones y sus planes para reducirlas. Y establece también que los planes educativos de institutos y colegios incorporen un temario relacionado con la emergencia climática, el uso de plástico y los hábitos sostenibles.  

Sin embargo, la ley ha evitado entrar en terrenos clave con suficiente detalle. Una excusa ha sido la existencia de otras leyes en marcha. Este es el caso de la movilidad y el transporte y de la ley de residuos. Tienen su ley y en esta de cambio climático son convidados de piedra. El transporte es el sector más emisor y supuso en 2019 el 29% de las emisiones en términos de CO2 equivalente, seguido de la industria (20,6%), la generación de electricidad (13,5%) y la agricultura y ganadería en su conjunto (12,5%). Los residuos son toda una problemática aparte. La mera gestión municipal de los residuos ya genera más de un 4% de las emisiones totales de nuestro país, pero la generación de esos residuos implica muchas más emisiones y en realidad encapsula toda una estrategia y un modelo socioeconómico desfasado que la ley no termina de abordar explícitamente. En la ley no se habla del elefante en la habitación: la crisis energética y el horizonte de un decrecimiento inevitable. Antonio Turiel lo ha planteado ya en numerosas ocasiones, incluso en una reciente comparecencia en el Senado durante la tramitación de la nueva ley de cambio climático.

A pesar de ser España un país seco y muy amenazado por las sequías más intensas que los modelos asocian a los escenarios más probables de cambio climático, la ley deja de lado la transición hidráulica, sin desarrollar la adaptación hídrica y la reconfiguración del agua como recurso y como bien común cada vez más escaso. De hecho, en algunos medios califican a esta ley de una nueva “ley seca” o una ley “deshidratada”. La verdad es que llama la atención el silencio ante el sinsentido del trasvase Tajo-Segura y un estímulo para la planificación integral del agua en nuestro país.

Se echan en falta especialmente las medidas fiscales necesarias para desincentivar las actividades económicas menos limpias y para impulsar la reforma fiscal verde que instituciones como la Comisión Europea y la OCDE reclaman desde hace años a España. Entre estas carencias de la ley está el no haber entrado en la ordenación de nuestro sistema fiscal, algo preocupante porque no contamos con un sistema fiscal a la altura de las circunstancias en materia medioambiental. Esto nos golpea con crudeza porque España tiene un exceso de regulación con competencias transferidas y una tremenda complejidad administrativa. Esta letal combinación hispánica de insuficientes medidas fiscales y un exceso de regulación administrativa y procedimental tocará solventarla sobre la marcha, algo que sin duda va a hacer que todo vaya peor y más despacio.

La Ley tampoco se ha atrevido con el gas fósil [conocido como gas natural]. Lo apoya o mantiene y no prohíbe nuevas exploraciones, lo cual es una contradicción con el espíritu de la transición ecológica y revela posibles concesiones a grandes grupos de influencia. Como científico, echo en falta, además, una mayor concreción de las funciones y una mayor independencia del comité científico que asesorará al Gobierno sobre cambio climático.

Pero creo que debemos aprender a querer la nueva ley. Quererla no significa aceptarla sin más. Hay que mejorarla desde ya, y la propia ley contempla mecanismos para ser revisada y poder acelerar la transición energética, económica y ecológica. La fórmula de revisión bianual de la reducción de emisiones y la participación social en el proceso mediante una asamblea ciudadana de cambio climático son dos instrumentos recogidos en la propia ley que ayudarán a que sea mejor ley y que su aplicación se ajuste mejor a los escenarios científicos.

La ley debe forzarnos a hacer auténtica política y a olvidarnos de pseudoverdades, bulos y verdades alternativas, así como de eventos histriónicos, bufonadas y sandeces que son producto de la crispación y de la miopía electoralista, y no de un afán genuino de legislar en temas urgentes e importantes.

No es fácil olvidar esta forma de vivir y retransmitir la política porque acapara la atención mediática, nubla el entendimiento social y consigue victorias, aunque pírricas, en las elecciones autonómicas y generales. Con la eutanasia se consiguió, ¿se conseguirá con el cambio climático? Y lo que es tan o más importante, ¿el ensayo de democracia directa con una asamblea ciudadana de cambio climático mejorará el marco jurídico y lo adecuará realmente a lo que dice la ciencia? O será un ejercicio frustrante con muy pocas consecuencias? ¿Favorecerá el diálogo o la crispación? No creo que nadie tenga las respuestas, así que toca poner lo mejor de nosotros e ir viendo sobre la marcha cómo mejorar la ley y lograr que la acabemos queriendo, y no solo respetándola, todos.


Fernando Valladares es profesor de investigación del CSIC, donde dirige el grupo de Ecologia y Cambio Global en el Museo Nacional de Ciencias Naturales.

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