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Aquella mañana de 2006, cuando el río Tamiang bajó con una fuerza inusual y arrasó buena parte de la ciudad indonesia de Langsa, Rudi Putra lo tuvo claro: la culpa era de la palma. Durante décadas, el biólogo indonesio había visto cómo la palma aceitera daba dentelladas al frondoso bosque tropical que solía rodear su ciudad natal hasta que el paisaje se convirtió en una gran plantación uniforme.
«No solo nos estaban dejando sin selva sino que lo que hacían era ilegal, porque era bosque protegido por ley», asegura Putra. El Banco Mundial le dio la razón y relacionó las inundaciones con la pérdida de masa forestal en la zona. Y el biólogo decidió dar la batalla. Un año después de la inundación, Putra reclutó a un ejército de voluntarios con una misión: echar abajo las plantaciones y recuperar el bosque original.
La reforestación se ve como una de las grandes soluciones a la crisis climática por la capacidad de los bosques de secuestrar dióxido de carbono. La idea surgió primero en los años 70 en Kenia donde el Movimiento Cinturón Verde propuso la reforestación como herramienta de desarrollo para las mujeres. En 2006, Naciones Unidas globalizó la idea con la iniciativa de los ‘Mil millones de árboles’ que pretendía detener el calentamiento global. Sin embargo, aunque el objetivo se alcanzó un año después, la crisis climática no se frenó.
Recientemente, los bosques han vuelto a acaparar la atención internacional después de que el Foro Económico Mundial mostrara su apoyo a una iniciativa similar, la del ‘Billón de árboles’ que ha llevado a que incluso políticos negacionistas como Donald Trump, y empresas de medio mundo se hayan comprometido a extensos programas de recuperación de bosques. El movimiento se basa en un estudio publicado el año pasado en la revista Science que aseguraba que la reforestación podría capturar el equivalente a un 25 por ciento de las reservas de carbono restantes.
Sin embargo, la propuesta ha generado dudas por el posible impacto medioambiental de una reforestación a gran escala mal gestionada. “Hay que decidir primero dónde vamos a plantar todos esos árboles, porque se puede poner en peligro otros ecosistemas, como los pastos naturales, que son importantes para funciones naturales en ciertos lugares”, asegura Lydia Cole, doctora especializada en conservación de bosques tropicales. “Así que tenemos que pensar con mucho cuidado dónde van a ir esos árboles”, continúa.
Los árboles se han convertido además en una de las claves del mercado internacional de carbono y de los programas de compensación de emisiones. Estos sistemas permiten pagar por, supuestamente, neutralizar emisiones o comprar créditos de derecho de emisión si se exceden de lo permitido. “Los principales compradores están relacionados con industrias muy contaminantes. No le vas a vender a alguien [créditos] para que siga contaminando”, asegura Javier Márquez, director de Desarrollo Institucional de la ONG Defensores de la Naturaleza que está desarrollando varios programa de reforestación en Guatemala.
En algunos casos, la reforestación se ha utilizado directamente como una estrategia de marketing por parte de algunas de industrias tan contaminantes como las aerolíneas. Así, Hopper, una empresa de reserva de viajes online, anunció hace una semanas que plantaría hasta cuatro árboles por cada vuelo reservado en su aplicación.
¿Ecosistemas irrecuperables?
Motosierra en mano, Rudi Putra y su equipo llevan años identificando zonas protegidas que han sucumbido ante las plantaciones de aceite de palma. Indonesia es el principal productor del aceite vegetal más codiciado del mundo, muy apreciado por la industria alimentaria y cosmética, pero también como agrocombustible. Una vez acordonada la zona, encienden la sierra y cortan el grueso tronco de las palmas. En cuestión de segundos, el árbol cae por su propio peso. Y entonces empieza la reforestación.
«En la mayor parte de los casos seguía habiendo conexión directa con el bosque primario, por lo que sólo dejamos que la naturaleza siga su curso», explica Putra. En las zonas más degradadas necesitaron ayudar a los ciclos naturales plantando ellos mismos variedades autóctonas. “Tras cinco años el bosque recupera las funciones sistémicas y la fauna autóctona vuelve”, dice Putra.
Sin embargo, la ciencia aún tiene dudas sobre la capacidad de recuperación de un bosque tropical milenario. Así, según un estudio publicado en Nature, los bosques tardan entre 20 y 200 años en reponerse dependiendo de la intensidad del daño sufrido. Estos ecosistemas tendrían además una capacidad de volverse más resistentes a las agresiones con el tiempo, dice el estudio.
La investigación se basa, no obstante, en muestras prehistóricas de bosques que se veían sometidos a muchas menos modificaciones que los actuales. “No está clara cuál es la capacidad de recuperación ahora porque ahora las perturbaciones de los bosques son mucho mayores que en el pasado”, asegura Lydia Cole, una de las autoras del informe. “La escala actual de modificación de la masa forestal es totalmente diferente”, continúa la científica. Así, según el Instituto Mundial de Recursos (World Resources Institute), 12 millones de hectáreas de bosque fueron deforestadas tan solo en 2018. De esos 12 millones de hectáreas, 3,6 millones, un área equivalente a Bélgica, correspondieron a bosque primario.
Con este nivel de agresión, explica Cole, resulta muy difícil estudiar los patrones de recuperación, ya que los ecosistemas se ven sometidos a nuevos deterioros antes de haberse restablecido y los daños se van profundizando. “Tenemos que darle a los bosques el tiempo suficiente para recuperarse, si no es imposible que se restablezcan nunca”, afirma.
Sostenibilidad, también, económica
Según Javier Márquez, en el proceso de recuperación es clave asegurar la sostenibilidad económica de las comunidades locales para que no necesiten limpiar de nuevo el terreno para cultivar. Así, en Guatemala han puesto en marcha la “restauración productiva” en la que, respetando las variedades autóctonas, se da prioridad a especies que puedan explotar, como el cacao.
“En las áreas que tenían las comunidades para su agricultura tradicional, para maíz o frijol, estamos intentando que ellos mismos lo vayan modificando y dependiendo de ese sistema productivo [forestal]”, explica Márquez. Aunque se puede potenciar la captura de emisiones en la agricultura con las prácticas adecuadas, la densidad de biomasa de los bosques hace que su capacidad como sumidero sea mayor.
No obstante, la recuperación resulta más compleja en zonas que fueron convertidas a pastos. “Los pastos que utilizaron son muy agresivos, no dejan crecer nada, y si lo quieres eliminar con fuego vuelven a crecer al año siguiente”, explica Márquez.
En Indonesia, también están potenciando la misma visión en la que los bosques recuperan su posición central en la forma de vida de las comunidades rurales. “El bosque es un sistema que da vida, y proteger los bosques significa proteger el futuro de cualquier forma de vida, incluida la población humana”, asegura Panut Hadisiswoyo, fundador del Centro de Información sobre el Orangután, una ONG indonesia que también está trabajando en proyectos de reforestación para preservar el hábitat de este gran primate.
Las colinas que rodean Langsa ya son una muestra de ello. La palma aceitera está desapareciendo poco a poco, y algunas especies han vuelto a habitar la nueva vegetación que ha reemplazado a las plantaciones. Los vecinos respiran más tranquilos porque el río no ha vuelto a desbordarse. Sin embargo, la presión sobre el suelo sigue más presente que nunca a medida que la demanda de aceite de palma continúa incrementándose. “La expansión del aceite de palma tiene que parar ya. Si seguimos esperando será demasiado tarde” dice Panut Hadisiswoyo. Rudi Putra está de acuerdo: “La gente tiene que entender que cuanto más aceite de palma consuman, mayor peligro correrán los bosques en Indonesia”.