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Nos encontramos en la Salina de La Esperanza, en medio del Parque Natural de la Bahía de Cádiz, situado en un gran estuario marino. El parque alberga el mayor humedal mareal de España, declarado zona húmeda de importancia internacional RAMSAR e incluido en Red Natura 2000, la red de áreas de conservación de la biodiversidad en la Unión Europea (UE). La mayor parte del parque está formada por marismas saladas, esteros y cristalizadores de salinas que marcan una cambiante tierra de nadie entre el mar abierto y las ciudades industriales de la bahía. «Por espontáneo que parezca, este es un paisaje creado en gran parte por la mano del hombre», apunta Juan Carlos Teruel Calvario, educador ambiental y miembro de la Asociación Medioambiental Amigos de los Espacios Naturales de Cádiz.
Durante milenios, las comunidades locales de Cádiz dependientes económicamente de la preciada sal de las marismas han transformado y trabajado las tierras, creando espacios idóneos para la nidificación y cría de aves en la ruta atlántica migratoria. Pero más del 80% de las antiguas salinas se encuentran hoy en día en estado de abandono. Una dejadez que pone en peligro su preservación y el patrimonio cultural de los salineros tradicionales.
En los últimos años, el abandono de las salinas ha hecho saltar las alarmas por otras razones. Además de albergar una biodiversidad y un patrimonio etnocultural propios, múltiples estudios científicos han demostrado su capacidad tanto para mitigar como para contrarrestar algunos de los efectos más adversos de la crisis climática. Las salinas actúan como barreras naturales contra la subida del nivel del mar, que en 2050 se calcula que inundará poblaciones costeras de la Bahía como San Fernando.
Asimismo, las marismas son un sumidero de CO2, es decir, que tienen la capacidad de capturar dióxido de carbono, principal gas que impulsa el calentamiento del planeta. Lo hace, además, a un ritmo 10 veces más rápido que los bosques tropicales maduros. Esta capacidad es un arma de doble filo: su deterioro actual podría liberar millones de toneladas de carbono, contribuyendo al calentamiento global en vez de reducirlo.
Para preservar tanto la biodiversidad, la función ecológica como el patrimonio cultural de las marismas, diferentes proyectos locales de restauración están proliferando en toda la región mediterránea y atlántica. La Esperanza es uno de ellos, situado en el término municipal gaditano de Puerto Real e impulsado por los Servicios Centrales de Investigación de la Universidad de Cádiz.
Aquí, salineros tradicionales como Demetrio Berenguer, investigadores universitarios y emprendedores buscan cómo elaborar productos artesanales mientras protegen la avifauna local y los humedales costeros, que se encuentran entre los hábitats más amenazados del mundo. Aun así, mientras activistas locales luchan por mantener los hábitats en buen estado, muchos esfuerzos de restauración se ven obstaculizados por el histórico desinterés político.
Del esplendor salinero al abandono
A principios del siglo XX, más de la mitad de las marismas de la Bahía de Cádiz se habían transformado en salinas, que generaban más del 20% de la producción nacional española. Sin embargo, la invención del frigorífico en los años 30 provocó la pérdida de valor de la sal, antaño esencial para la conservación de alimentos. Algunos propietarios de las salinas las reconvirtieron en cosechas industriales mecanizadas; más de la mitad se dedicaron a la acuicultura y muchas otras se abandonaron.
A partir del desarrollismo franquista y el auge del turismo, muchas de las tierras pantanosas se secaron y cubrieron de hormigón para crear polígonos y desarrollos urbanísticos, tal y como cuenta Juan Clavero, veterano activista local de Ecologistas en Acción del Puerto de Santa María: «Declarar parque natural algunas partes de la bahía evitó la destrucción irreversible de las marismas».
Hoy en día, en la Bahía existen registradas 134 salinas con una superficie total de casi 5.000 hectáreas, según los datos facilitados por la Demarcación de Costas de Andalucía-Atlántico. Desde principios del siglo XXI, menos de una decena están en funcionamiento. La empresa Cultivos Piscícolas Marinos (CUPIMAR) acumula más de un tercio del total de hectáreas de salinas en la bahía.
Señalando las grietas en la tierra ahora seca de la Salina de San José, Clavero denuncia el abandono público y político de estos hábitats. Restaurada con fondos públicos y europeos, San José sufre un deterioro creciente desde 2019, año en el que se lanzó un concurso público durante el cuál se denunciaron «numerosas irregularidades». «Las marismas que pertenecen al parque están protegidas, pero muchas de sus zonas están desecadas y nadie las cuida. Cuando sube la marea, toda la basura se queda atrás y la tierra se convierte en un vertedero», critica Clavero.
El impacto global de la pérdida de marismas
Este menosprecio no es exclusivo de España. Un estudio de 2017 apunta que hasta el 71% de los humedales costeros mundiales se han perdido a causa de la urbanización, la subida del nivel del mar y la erosión del suelo desde el siglo XX. Entre 2000 y 2019, «se perdió cada hora una superficie de marisma salada del tamaño aproximado de dos campos de fútbol», según un reciente estudio de la NASA. Al ser sumideros de carbono, la pérdida de marismas también conlleva la pérdida de miles de toneladas de carbono secuestrado que, una vez en la atmósfera, contribuyen a un mayor calentamiento global.
A lo largo de los últimos años, el avance de la ciencia y la necesidad imperiosa de reducir la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera han concluido en una mayor consciencia de la importancia de los humedales para capturar carbono y servir de hábitat a especies endémicas de las marismas. «Después de los manglares, sin duda, una marisma salada es biológicamente el ecosistema más productivo del mundo», asegura Juan Martín, consultor medioambiental y responsable de la ONG local Salarte.
Restaurando La Esperanza
En La Esperanza, el proceso de restauración comenzó a principios de la década de 2000, fruto de la amistad entre Alejandro Pérez, biólogo y profesor de la Universidad de Cádiz (UCA) especializado en aves limícolas, y Joaquín Berenguer, padre de Demetrio y también maestro salinero. Combinando las bases científicas de uno y los conocimientos artesanales de otro, se pusieron manos a la obra para volver a poner en funcionamiento la salina.
«Tuvimos que arreglarlo todo: las antiguas casas salineras, el pórtico de entrada al recinto, los canales y compuertas, el muro perimetral a las vueltas de periquillo… Pagamos unos 100.000 euros en total», detalla Pérez. El Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente invirtió otros 480.000 euros en el proceso de restauración. En 2012, la concesión fue finalmente adquirida por la UCA, único centro universitario del mundo gestor de unas salinas.
A partir de sus estudios, Pérez descubrió que la transformación humana del hábitat natural de las marismas vírgenes en salinas artesanales puede tener impactos positivos en el incremento de la biodiversidad y la preservación de la avifauna amenazada de la Bahía, declarada Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA).
Simbiosis entre salicultura y biodiversidad: áreas de nidificación a medida
«Los terrenos de una salina se dividen en un 10% de cristalizadores, 30% de esteros, 30% de compartimentos en serpentina y 30% de vuelta de periquillo; todos ellos con niveles diferentes de agua. Esta heterogeneidad hace que haya vida», explica Pérez. Así, la transformación humana de las marismas crea una mayor variedad de condiciones ambientales, como diferentes profundidades de agua y niveles de salinidad, muros y caminos de tierra, fango y vegetación, lo que beneficia la diversidad de vida y a determinadas especies de flora y fauna amenazadas.
Es el caso del chorlitejo patinegro, catalogado en 2021 como especie en peligro de extinción. Esta pequeña y veloz ave migratoria encuentra en las marismas transformadas el área de nidificación perfecta para poner sus huevos, en un espacio protegido de las subidas de mareas descontroladas.
En La Esperanza, la sal se cosecha respetando las necesidades de la avifauna local, ya que los y las salicultoras esperan a que las aves aniden y recogen la sal después. De acuerdo a las investigaciones llevadas a cabo por el biólogo, este trabajo ha dado sus frutos: «En 30 años pasamos de tener una media de 5 a 150 nidos de chorlitejos patinegros en primavera. En total, tenemos 400 nidos de cuatro especies distintas, como los charrancitos, las cigüeñuelas o las avocetas».
La salina como núcleo de servicios ecosistémicos
Además de ser un proyecto de recuperación de avifauna, La Esperanza ejemplifica una nueva concepción del entorno de la salina artesanal marismeña. Según la actual dirección del Parque Natural de la Bahía, son unas salinas artesanales entendidas como núcleos de servicios ecosistémicos y motores de economía azul diversificada.
A nivel económico, La Esperanza dispone de varias unidades de producción: sal artesanal, la acuicultura extensiva, macro y microalgas y el cultivo experimental de salicornia. A nivel cultural, la salina también alberga programas de transferencia de conocimiento medioambiental y divulgación del patrimonio y las artes salineras. Y en el plano ambiental, los expertos coinciden en que mantener estos ecosistemas es una de las estrategias más eficaces para mitigar los daños de la subida del nivel del mar.
«Son como una presa: a través de la actividad de la salina, cambias el flujo del agua y la conduces tierra adentro a través de los diferentes compartimentos para que no se inunde sin más», explica Javier Benavente, presidente de la Junta Rectora del Parque Natural e investigador de la UCA, donde estudia los impactos del cambio climático en la Bahía. «Las salinas son una solución similar a las que propone la UE, cuando habla de soluciones basadas en la naturaleza para contrarrestar el cambio climático», añade Benavente.
Retos para mantener las salinas
Más allá de La Esperanza, existen otros proyectos de restauración y diversificación de las salinas de la Bahía que apuntan a un posible cambio de mentalidad. Las Salinas de San Vicente o las de Santa Teresa son dos de ellos, y subsisten a base de ofrecer servicios de eventos y gastronomía y hasta spas salinos, además de producir sal artesanal. Aun así, sin fondos públicos o privados, donaciones o inversiones empresariales, mantener estos hábitats es un reto, entre otras cosas porque el mercado de la sal artesanal ya está dominado por los productos gourmet de Portugal y Francia.
A la difícil competencia se le añaden las duras condiciones de trabajo que conlleva una producción de sal artesanal. Las cosechas se realizan a mano, en pleno verano, y las salinas requieren un mantenimiento constante. «La gente cree que puedes aprender a tomar las mareas rápido, pero no es así. Necesitas mucha paciencia y venir cada día», dice el salinero Demetrio, que enseña el arte de la salicultura a emprendedores en La Esperanza.
Pero, además del enfoque ecológico y conservacionista, hay otro aspecto, no exento de polémica, que rodea la restauración de estas salinas: el mercado del llamado carbono azul. «Ahora mismo hay un grupo de empresas que están llegando a un acuerdo para invertir y restaurar una marisma. Es un primer proyecto piloto», afirma el director del parque, Rafael Martín. Dicha entrada en el mercado de carbono no está libre de críticas e interrogantes, ya que las inversiones también pueden conllevar potenciales aumentos de coste a unas concesiones ya de por sí caras, tal y como advierten desde Salarte y Ecologistas en Acción.
La segunda parte del presente reportaje explorará el desarrollo de estos proyectos de carbono azul en la bahía, un plan controvertido por la posibilidad de disparar la especulación y que, además, no ha funcionado hasta ahora: Europa ya tiene un mercado de compensación de emisiones, pero éstas no se han reducido. Al contrario, han aumentado. La bahía se enfrenta, pues, a un dilema: la restauración de estos ecosistemas, ecológicamente beneficiosa, aumentaría su capacidad como sumidero de carbono y atraería dinero de empresas interesadas en compensar sus propias emisiones. O dicho de otra forma: interesadas en maquillar su contabilidad de CO2.
Este reportaje se ha realizado con el soporte financiero a las autoras de la beca de Soluciones de Resiliencia Costera, de la Red de Periodismo de la Tierra (Earth Journalism Network), impulsada por Internews.
“Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su infancia perpetua les ha dado.” («El gorrión y el prisionero, cuento que el poeta Miguel Hernández, 1910/1942, nunca llegó a terminar).
Es difícil no dejarse fascinar por los gorriones.
Con su forma redondeada y su vida a saltos, nos abren las puertas del mundo de las aves de una manera casi familiar, les seguimos con la mirada en el parque, desde la ventana, en la terraza del bar… hasta que, sin darnos cuenta, llevamos horas observando sus andanzas.
Aunque en los últimos tres años, su población en España está experientando una situación más estable, no podemos olvidar que su conservación es tremendamente frágil: solo en nuestro país, en los últimos años hemos perdido 30 millones de gorriones.
Para lograr conservar una especie, no podemos bajar la guardia. Y la realidad demuestra que la situación es crítica para muchas aves: 1 de cada 4 especies en España viven amenazadas.
Todas y cada una de las amenazas que empujan a las aves de nuestro entorno a su desaparición son responsabilidad nuestra.
Proteger los nidos de los edificios;
Reducir el uso masivo de insecticidas y herbicidas tanto en la agricultura intensiva como en las zonas urbanas (para matar las mal llamadas malas hierbas);
eliminar el envenenamiento por el plomo de la munición de caza;
(Yo añadiría eliminar la propia caza. Nuestra obligación es defender a las criaturas menores que forman parte de la biodiversidad y tienen su misión en ella, mucho más constructiva que la de los energúmenos que creen que sus vidas les pertenecen a ellos. Ahora más que nunca en plena pobreza de biodiversidad debería estar prohibida la caza; pero ¿quien le pone el cascabel al gato, si en este país los cazadores suelen ser de las capas sociales con más dinero, poder, caciquismo y bruticie, de esa capa casposa que cree que España y todo lo que hay en ella les pertenece?)
proteger los hábitats;
evitar las muertes en los tendidos eléctricos.
(Noticias Seo BirdLife)