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¡Sálvese quien pueda!: el ‘cli-fi’ como herencia neoliberal

El cine ha relatado el apocalipsis climático como una aventura en la que la responsabilidad del desastre pasa casi siempre a un segundo plano
¡Sálvese quien pueda!: el ‘cli-fi’ como herencia neoliberal
Fotograma de la película 'El día de mañana' Foto: el-dia-de-manana

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Al final de Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973), el personaje interpretado por Edward G. Robinson acude a un centro especializado para llevar a cabo su decisión de morir. La historia está ambientada en un Nueva York distópico donde ya es imposible conseguir alimentos frescos. Durante el acto de la eutanasia, tumbado en la camilla, el anciano ve una proyección de imágenes de un mundo que ya no existe: prados verdes, ciervos pastando en plena naturaleza, torrentes de agua cristalina cayendo por cascadas, fondos marinos llenos de peces y de vida, bandadas de pájaros que se recortan en el cielo del atardecer. De fondo suenan los acordes de la sinfonía Pastoral de Beethoven. “¿Lo ves?”, le pregunta a Charlton Heston, que asiste a su muerte separado por un cristal. “¿No es bonito? Te lo dije”. Heston, que interpreta a su amigo, mucho más joven que él, asiente entre lágrimas: “¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía yo imaginarme esto?”.

Se trata, sin duda alguna, de una de las mejores muertes de la historia del cine y de un clásico de la ciencia-ficción. Lo es por varias razones. Primero, porque es uno de los primeros títulos que fantasea con los resultados adversos de la acumulación de gases de efecto invernadero y con la sobrepoblación de la Tierra. Y después, porque contiene una crítica severa a las grandes corporaciones, responsables del deterioro medioambiental y después, para colmo, de lucrarse con el desastre. Es la misma lógica capitalista que impera en los conflictos bélicos: invado un país, inundo de dinero las empresas armamentísticas, destruyo el país e inundo de dinero las empresas privadas de seguridad, ingeniería y construcción. Conocemos el ciclo. La cínica retórica neoliberal lo llamaría “abrir mercados”. No nos pilla de nuevas: ya estamos viendo a las empresas petroleras y eléctricas enarbolar la bandera verde. Les hemos pagado mientras destruían el planeta y ahora, por lo visto, les pagaremos también para que lo arreglen.

El cine ha relatado el apocalipsis planetario en numerosas ocasiones pero pocas veces se ha señalado a un culpable, como sí se hacía en la película de Fleischer. Otra excepción sería Elysium (2013), una historia ambientada en 2154 en la que un grupo de desheredados decide abandonar la Tierra, que es básicamente un basurero, para asaltar el satélite de lujo en el que viven los grandes potentados. A lo mejor por eso, por su excesivo ardor revolucionario, Neill Blomkamp, su director, trabaja tan poco.

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Fotograma de Elysium (2013)

En la ficción, normalmente, destruir el planeta es un pecado que compartimos todos, por nuestra inconsciencia y nuestro modo de vida. Estamos ante otro viejo truco neoliberal: privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. En el propio término Antropoceno (el nombre propuesto por el premio Nobel de química Paul Crutzen para designar una nueva edad geológica, la actual, teniendo en cuenta el impacto que el ser humano ha producido sobre el planeta) hay una cierta injusticia. Porque no todos los seres humanos hemos tenido la misma incidencia en el deterioro del medio ambiente. ¿O acaso son igual de responsables Chico Mendes y Jair Bolsonaro? ¿Es lo mismo Vandana Shiva que el presidente de Monsanto? Quizás ha llegado el momento de librarse de ese fatalismo ensimismado que culpa a la condición humana de todos los males y acusar a quien, por derecho propio, se merece el calificativo de canalla. Pero si la ficción planteara así sus narraciones la política se comería a la aventura, y el cine es, por encima de cualquier otra cosa, espectáculo. Y los cataclismos son siempre grandes espectáculos.

¡Que empiece el show!

Si hay un director especializado en el cine de catástrofes ese es Roland Emmerich. Ha destruido y salvado el mundo varias veces. Puede ser por acción de los extraterrestres (Independence Day), por el cumplimiento de una profecía maya (2012) o, cómo no, por el cambio climático. En El día de mañana (2004) cuenta la historia de un climatólogo (Dennis Quaid) que advierte a las autoridades políticas de la inminente llegada de una era glacial provocada por la crisis climática. Pero los políticos no le escuchan y, además, ya es demasiado tarde. La película se centra entonces en cómo el científico se transforma en héroe y trata de salvar a su hijo (Jake Gyllenhaal) de los peligros que le acechan en un Nueva York congelado y plagado de lobos árticos asesinos. La tontuna, eso sí, es muy entretenida, y los efectos especiales son sensacionales. Pero la cinta pasa demasiado rápido de la denuncia (el político no quiere tomar medidas contra el calentamiento global porque afectaría a la economía) a la peripecia individual. En cualquier caso, no es un título desdeñable porque inaugura todo un género, el ‘cli-fi’ (abreviatura inventada por el periodista Dan Bloom a partir de la expresión ‘climate fiction’), que explora a través de la literatura y el cine las posibilidades de salvación de la especie humana en un momento de extinción masiva motivada por el cambio climático.

El género cli-fi contiene dentro de sí otros subgéneros, como el solar punk, un derivado del cyber punk que, como explica la profesora de Estudios Medioambientales de la Universidad de Oregon Stephanie LeMenager, “se centra en soluciones tecnológicas a nivel local: redes eléctricas locales y nuevas formas de crear sistemas autónomos de generación de energía que puedan sustituir a las grandes compañías tras el colapso”. O dicho de otro modo: en reconstruir la civilización a partir de un pequeño grupo de población. El término, aunque puramente artístico y de inspiración anarquista, tiene su paralelismo con la realidad. Muchas ciudades están dispuestas a remunicipalizar sus servicios de electricidad, gas y calefacción después de varios años de privatizaciones. Los habitantes de Hamburgo, Berlín o Boulder (Colorado) ya han votado para que así sea. “Un sistema energético bajo control local se guiaría por el interés público y no por el lucro privado”, como explica Naomi Klein en su libro Esto lo cambia todo. Ahí está el quid de la cuestión que tanto cuesta ver en las fábulas apocalípticas: la crítica a los responsables económicos del desastre y a su (por utilizar el concepto del filósofo Clive Hamilton) “fetichismo del crecimiento”.

¿La ley del más fuerte?

Tras la caída del Muro, el género de catástrofes nucleares dio paso al cli-fi. Pero si en el primero no había excesivos problemas a la hora de señalar a los culpables (la casta militar, los políticos tozudos o, en último término, simple y llanamente, los rusos), tras la catástrofe medioambiental lo que queda, habitualmente, es la lucha por la supervivencia, el género humano enfrentado entre sí en una guerra a muerte tras el hundimiento de la civilización. Es el caso de La carretera (2009), una adaptación, por lo demás brillante, de la novela de Cormac McCarthy que bebe directamente del modelo acuñado por Mad Max, salvajes de autopista (George Miller, 1979). Para ser justos con Miller hay que decir que corrigió ese modelo de héroe vs caníbales en un planeta devastado cuando retomó al personaje en la fastuosa Mad Max: Furia en la carretera (2015), donde sí introdujo a un tirano explotador al que derrocar. Y no sólo eso: minimizó el protagonismo masculino para forjar un mito heroico feminista en la figura de la inolvidable Imperator Furiosa. Un punto para el tío George.

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Fotograma de ‘La Carretera’ (2009)

El colapso de la civilización y la consiguiente lucha por la vida que vemos en muchas películas apocalípticas son un producto, una vez más, de la moral protestante. Se trata, en palabras del profesor Tierno Galván, de “la justificación teológica del capitalismo, la justificación teológica del que es más fuerte, trasladada con enorme éxito a América del Norte por los continuadores de Calvino”. Así se forja el mito del colono y el de las supuestas virtudes de la competencia. Y también, claro, del resistente, del héroe solitario, del hombre que toma las armas para defender su trozo de tierra o que construye un búnker donde acapara víveres para hacer frente a la catástrofe. Tierra, búnker y víveres que no compartirá, claro. Y si se salva (lo mismo que si antes triunfaba en los negocios pisando cabezas y por eso se convirtió en millonario), será porque Dios lo ha querido, siguiendo la lógica calvinista de la predestinación.

Lo cierto es que en caso de colapso podría ocurrir justo lo contrario: que la competencia sellara la definitiva desaparición del ser humano en la Tierra. Es lo que explicaba Kropotkin, que además de anarquista era un científico concienzudo, experto en geografía y naturalismo, y el hombre que entendió a Darwin en su verdadera amplitud y no escogiendo sólo los pasajes que hablan de selección natural basada en la ley del más fuerte. “La sociabilidad —enunciaba Kropotkin en El apoyo mutuo— es la ventaja más grande en la lucha por la existencia en todas las circunstancias naturales, sean cuales fueran. Las especies que voluntaria o involuntariamente reniegan de ella, están condenadas a la extinción, mientras que los animales que saben unirse del mejor modo, tienen mayores oportunidades para subsistir”. Más claro, el agua. Y hablando de agua…

De agua y de polvo

Se considera que uno de los antecedentes de la literatura cli-fi es El mundo sumergido (1962), de J.G. Ballard. El escritor inglés fue un fecundo narrador de distopías y aquí relata con todo lujo de detalles un mundo en el que se han fundido los casquetes polares y cuyo nivel del mar ha subido muchos metros. Gran Bretaña se ha convertido en un territorio tropical y pantanoso y la poca población superviviente se refugia en las últimas plantas de los edificios más altos. Lo que Ballard no imaginó es que ese desastre medioambiental se produciría, no por la acción del hombre, como se suele resumir de forma inexacta, sino por la de algunos hombres (los acumuladores de capital). El desencadenante de la tragedia en El mundo sumergido, en cambio, es accidental: una serie de explosiones solares que hace subir la temperatura de la Tierra. Este mismo mes de mayo, sin ir más lejos, se han registrado temperaturas superiores a los 30º en regiones del Ártico, y hoy sabemos que se debe a la emisión de gases de efecto invernadero por la quema de combustibles fósiles. Hoy lo sabemos nosotros, pero la industria petrolera lo sabía desde hace décadas, y con cálculos muy precisos además, y trató de ocultarlo.

En la iconografía distópica, la imagen de un mundo inundado llegó a su cenit cinematográfico en aquel delicioso despropósito llamado Waterworld (1995), la peli por la cual Kevin Costner fue despojado (seguramente con razón) de su condición de estrella. Lo del planeta anegado era una simple excusa para situar en ese marco una delirante aventura de piratas del futuro en la que todo estaba mal, desde el planteamiento (un hipotético deshielo de los polos no dejaría toda la Tierra bajo el agua) hasta los diálogos (que nadie pudo arreglar, ni siquiera Joss Whedon, contratado para la ocasión). Fue la película más cara de su época y uno de los fracasos en taquilla más estrepitosos de la historia del cine. El hecho de que el juicio de Costner estuviera tan nublado como para pensar que estaba acometiendo una obra magna y no lo que realmente era, una soberana memez, tiene su punto entrañable. Pasados los años y conociendo su intrahistoria, no es de extrañar que Waterworld se haya convertido en una película de culto.

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 Bestias del sur salvaje (2012)

En el otro extremo nos encontramos esa joya llamada Bestias del sur salvaje, obra magna, esta sí, sobre el ascenso del nivel del mar debido al calentamiento global. Que su director, Benh Zeitlin, eligiera una niña como protagonista no es un detalle menor, ya que serán las niñas y los niños de este mundo quienes sufrirán con más intensidad los efectos climáticos de la desidia de sus mayores y la avaricia de los poderosos. La pequeña Hushpuppy (Quvenzhané Wallis) verá como el asentamiento en el que vive con su insensato padre junto al río Misisipí queda inundado tras la crecida de las aguas. A partir de ahí surge un precioso cuento infantil sobre monstruos prehistóricos y amor por una comunidad a punto de desaparecer. “A veces, cuando rompes las cosas en demasiados trozos, es imposible juntarlos de nuevo”, se dice Hushpuppy para explicar con una sencillez desarmante el caos natural y afectivo que la rodea. Y cada una de sus miradas sobre el mundo constituye un poema de una intensidad conmovedora en una película que, aun desbordando lirismo, es en esencia una historia sobre refugiados climáticos.

Pero además del agua existe otra opción para representar el apocalipsis: el polvo. Aquí entramos nuevamente en el agostado territorio Mad Max, una chaladura que es, reconozcámoslo, un jalón en cuanto a representaciones del fin del mundo se refiere. Cuando llegue la hecatombe todo se moverá de sitio. El agua sepultará las ciudades costeras y los bosques quedarán reducidos a arena. El desierto irá avanzando, devastando la tierra fértil. También Ballard anticipó esta catástrofe en su novela La sequía (1964). En el cine, Christopher Nolan imaginó la agonía del planeta mediante plagas y tempestades de polvo que barren los campos de cultivo en Interstellar (2014). El mundo se deshace, literalmente, y la atmósfera se queda sin oxígeno. “¿Quién iba a imaginar que esa tierra que nos daba los alimentos se volvería contra nosotros y nos destruiría?”, dice una anciana en un flash-forward al principio de la película. El héroe de la historia (Matthew McConaughey) se enrolará en una misión espacial para hallar otro planeta habitable ya que la Tierra está perdida para siempre. En la fantasía de Nolan se busca un planeta B, algo que los manifestantes de las marchas por el clima (niños y niñas casi todos, como la pequeña Hushpuppy) saben que no existe.

La gran pregunta ante tantos escenarios aciagos propuestos por la ficción es: ¿sirven realmente para algo? ¿Fomentan la sensibilidad hacia el medio ambiente? ¿Son capaces de convertir a los espectadores en activistas? La respuesta simple es sí, porque el arte sirve para eso. Y más aún la ciencia-ficción, que no solo se ha revelado como una poderosa arma de análisis político sino como anticipadora de grandes descubrimientos. Y de desastres, claro. La razón por la que no ha calado tanto como debería es precisamente por la inmensidad del reto. Y tan grande es la amenaza (vamos a morir todos o casi todos, y muy pronto) como el desafío de cambiar de paradigma, de enterrar el relato dominante, de destruir el fetiche del crecimiento. En pocas palabras, de superar el capitalismo. Aunque, en realidad, esta resignación a que el mundo es como es y no se puede cambiar sólo opera en los adultos, en los más mayores, que a menudo responden a la movilización de los jóvenes con un cinismo asqueroso.

En 2011 ya se reían de Felix Finkbeiner, un mocoso alemán de 13 años que se presentó en la Asamblea General de las Naciones Unidas para exponer su plan para reforestar el planeta con la pasión y la convicción que sólo alguien de su edad puede tener. Hoy, ocho años más tarde, el objeto de sus burlas es la sueca Greta Thunberg, la niña que ha sido capaz de convertir su solitaria indignación ecologista en un movimiento de protesta global.

El protagonista de Imán, la novela de Ramón J. Sender, es un soldado que huyendo del campo de batalla de Annual se topa con un anciano que le presta ayuda. El hombre le habla de la guerra, pero sus palabras son extrapolables al tema que nos ocupa. Lo mejor es que sean esas palabras las que cierren este texto:

“Vosotros, los jóvenes, sois los únicos que aún no estáis envilecidos, que tenéis la conciencia sana y creéis en la justicia, en el bien; Dios os ha señalado la obligación de decir la verdad y de meterla, si es preciso a golpes, en la sesera de los viejos. La verdad es la vuestra, no la de ellos. La cabeza de los viejos que mandan allá y aquí, y en todo el mundo, no tiene más que vanidad y miedo. Ni una idea humanitaria, ni un sentimiento puro. Y los intereses sembrados alrededor, que son como barrotes de una cárcel. Los jóvenes podíais haber evitado esto defendiendo a su tiempo las ideas que sólo vosotros sentís sinceramente y que son la verdad del mundo aunque nadie quiera verlo”.

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