Tanto contaminas, ¿tanto pagas?

TERCERA PARTE | Si el precio de la comida reflejara también su impacto climático algunos productos podrían costar mucho más. Y en el caso de los alimentos de origen animal este margen se dispara.
Producir una hamburguesa contamina, pero ese impacto ambiental no va incluido en el precio. Foto: CARLES RABADA / UNSPLASH

Esta es la tercera y última entrega de una serie sobre la producción y el consumo de carne. Se trata de una versión reducida del Trabajo de Fin de Máster (TFM) de la autora. Recopilamos todos los artículos aquí.

Alrededor de la mesa se encuentran diez amigos con el sol en su punto más alto. Pequeños rayos de luz se cuelan a través de un toldo algo rasgado que deja entrever que ha tenido días mejores. El suave trino de los pájaros se ve eclipsado por una hilarante historia. Cuando está llegando al punto más divertido, esta se ve interrumpida por la llegada de varias bandejas chisporroteantes. Las diferentes carnes son recibidas con jolgorio por los comensales, que alaban el olor, el aspecto y a la chef: “¡Qué bien huele!”, “¡menuda pinta!”. Cada amigo se ha gastado alrededor de 10 euros en estos alimentos, una pequeña cifra comparada con la felicidad que transmite. No obstante, esta cantidad se habría podido llegar a triplicar si los productos cárnicos incluyesen los costes medioambientales que acarrean.

Aproximadamente 10 euros por un kilo de carne de vacuno, 2 euros por una docena de huevos y menos de un euro por un litro de leche, suelen rondar los precios que se manejan en los supermercados españoles. Sin embargo, el coste de los alimentos no es proporcional al impacto social y ecológico de su producción. Así lo afirma una investigación de la Universidad de Augsburgo y la Universidad de Greifswald en la que han analizado los precios de varios alimentos en Alemania durante más de cuatro años. Su estudio fue publicado en Nature Communications y recogido por la cadena pública Deutsche Welle (DW).

En su análisis observaron cuatro indicadores diferentes: cambio de uso de la tierra, emisiones de gases de efecto invernadero, nitrógeno reactivo y demanda de energía de la producción. Estudiaron los alimentos producidos de forma convencional (podríamos decir industrial) y de forma ecológica (u orgánica, lo que comúnmente se llama bío). En frutas y hortalizas el margen es apreciable pero no desmedido. Sin embargo, el margen se dispara cuando se trata de productos de origen animal.

Los investigadores aseguran que si los alimentos producidos con animales tuvieran en cuenta estos impactos climáticos podrían llegar a triplicar su precio. Y aquí es donde surge el gran dilema social: ¿sería justo pagar más por la comida?

En Greenpeace lo tienen claro: no creen que la solución sea introducir un aumento en el importe sino que las empresas productoras se hagan cargo de sus propios actos. «Deben pagar quienes contaminan, no los consumidores. El cambio climático lo sufrimos todos. En realidad, los ciudadanos, consumamos o no estos productos, ya lo pagamos varias veces, pero por distintas vías que son peores», incide Luís Ferreirim, responsable de la Campaña de Agricultura en Greenpeace España.

¿Sólo aprendemos pagando?

¿Pero se trata solo de un problema en la producción, los intermediarios, el transporte y la venta, o el consumidor también tiene una parte de culpa? «La gente sabe que conducir tiene un coste ambiental, pero no percibe que la alimentación, y en este caso el consumo de carne, lo tenga. Esto representa un serio problema, ya que se distorsiona la sensación de contaminación generada. El cambio pasa por ser conscientes del impacto de nuestros actos. Y la industria de la carne, por supuesto, también debe ser consecuente con sus impactos», afirma el doctor en Biodiversidad y divulgador científico Andreu Escrivà.

La periodista ambiental Irene Baños, autora del libro Ecoansias, cree que si se introduce en los productos el precio del CO2 que se ha emitido esto podría cambiar el paradigma de todo lo que consumimos. «No se trata de dejar de comer carne –afirma–. El objetivo es disminuir su consumo y comer calidad». Esta, quizás, podría ser una solución que haría más fácil la elección de los clientes en los supermercados. Informando, eso sí, de la razón de esa subida de precio. En una palabra: educando.

Desde las asociaciones ganaderas no creen que esta sea una opción viable. En su opinión este aumento de precios no se materializaría en beneficios para el medioambiente, sino que solo afectaría de forma negativa a los ganaderos, que disminuirían sus ingresos, y a los consumidores con rentas más bajas.

Imaginemos que la barbacoa idílica de la que hablábamos al principio se cocinase en Suiza. Aparte de contar con unas temperaturas menos cálidas, el coste por individuo para deleitarse con la comida sería significativamente más elevado. Los precios de la carne en este país son muy altos, casi un 150% más que en el resto del mundo, según indicaba un estudio de 2017 de Caterwings (un comparador de restaurantes absorbido hoy por la plataforma de cáterin y reparto EatFirst). En comparación con el promedio de la Unión Europea, los suizos estarían pagando la carne 2,3 veces más cara, de acuerdo con datos del Eurostat que publica la web de DW.

Sin embargo, estos beneficios no se reparten de forma equitativa, ya que según la experiencia de Mathias Binswanger, profesor de Economía en la Universidad de Ciencias Aplicadas de Olten (Suiza), «los precios más altos favorecen, en primer lugar, al comercio, no a los productores». Pese a ello, los ganaderos suizos cuentan con una situación envidiable en comparación a sus colegas de otros países, ya que el sistema les protege con una regulación que no está bajo el espacio común de la Unión Europea y les apoya frente a la competencia extranjera.

Un futuro incierto

Antes de la pandemia, miles de estudiantes se agolpaban cada viernes en las calles de ciudades de todo el mundo. En sus pancartas se podían leer lemas como «There is no Planet B» o «Ni un grado más, ni una especie menos». Los gritos se mezclaban con risas y conversaciones joviales. Se respiraba un ambiente festivo por la ilusión de intentar mejorar el planeta. Pero también había responsabilidad: todas y todos los asistentes sabían que se trataba de un ahora o nunca. Christiana Figueres, que fue máxima responsable de la lucha contra el cambio climático en la ONU y una figura clave en el Protocolo de Kioto y en el Acuerdo de París, afirmó ya en 2017 que teníamos hasta el año 2020 para evitar que los límites de temperatura condujesen a un desbocamiento irreversible. Estas manifestaciones juveniles fueron algo común en 2019, un año en el que la justicia climática, por fin, captó la atención de los medios y la de quienes toman las decisiones en las altas esferas. Pero llegó la COVID-19 y el mundo se detuvo.

Son muchos los porvenires que se auguran, pero ninguno es favorable para el planeta. Se habla de mitigación y adaptación, pero nunca de mejora. Queda una oportunidad: hacer todo lo que esté en nuestra mano para que no se alcance el peor escenario. La línea divisoria que establecieron todos los países fue el aumento de temperatura de 2 ºC. Las consecuencias ya son conocidas: los glaciares se derretirán por completo, el nivel del mar aumentará, se perderán ecosistemas, se reducirán drásticamente los recursos hídricos y desaparecerán grandes masas de bosque. Los avisos son inequívocos y algunos de estos efectos ya los estamos sufriendo.

La reducción del consumo de carne no va a detener por sí sola el cambio climático, pero sí puede ser una gran aliada: los cambios nutricionales son rápidos, mucho más que el cambio global en el sistema de energía. Y es tiempo, precisamente, lo que nos falta. Para llevar a cabo esos cambios se necesitan una mayor conciencia y más educación ambiental, sobre todo en las edades más tempranas. Como señala Andreu Escrivà, el momento es ahora: «En 2016, el tema de la alimentación estaba muy fuera de órbita y en las charlas la gente se quedaba alucinada. Cuando hablaba de la carne se preguntaban por qué y cómo era posible». Ahí es donde radica la importancia de saber de dónde vienen los productos y de tener una mayor conexión con el campo y la comida.

Disfrutar de una barbacoa puede suponer un pequeño gasto, pero el consumo excesivo continuado de productos animales puede suponer otro mucho mayor. Significa el aumento de emisiones de gases de efecto invernadero, que contribuyen notablemente al calentamiento global; monopoliza la tierra cultivable, fomentando la deforestación en la Amazonia y en otras zonas del planeta, así como la disminución de especies. También merma la biodiversidad de variedades vegetales, contamina acuíferos (al tiempo que consume una cantidad desorbitada de agua potable), olvida el bienestar animal y daña nuestra salud.

Esta es la realidad en el consumo desmesurado de animales, el verdadero coste de una barbacoa.

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