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Hace poco, una amiga me contó que un conocido suyo había pasado el fin de semana en Jordania. ¡Dos días en Jordania! La idea me agotó de solo escucharla: correr para ver Petra, cenar a toda prisa en Amán, quizás visitar el Mar Muerto si el tiempo acompaña, y de vuelta a casa con unas cuantas fotos en el móvil y un sitio al que no volver. No sé. Cuando dicen que viajando se cura el fascismo, me da la impresión de que no se refieren a ese tipo de viajes. No fue por este motivo, sino por el clima, que el año pasado decidí dejar de volar. Entender que con un solo viaje transatlántico gastaba la mitad de mi presupuesto anual de carbono me voló la cabeza. En unas 20 horas (contando ida y vuelta), estaba emitiendo tanto que, para compensar, el resto de mi año tendría que llevar una vida casi monacal. No voy a dar sermones a nadie, porque no soy ningún ejemplo a seguir, pero no me parecía normal.
No puedo decir que la decisión me costara mucho trabajo, porque volar no me gustaba demasiado. Las prisas, las colas, los aprietos y estrecheces. Las infinitas (y sin embargo, crecientes) agresiones a la dignidad y la intimidad que se producen en los aeropuertos. El ambiente de cartón piedra de los mismos y su lejanía(física y cultural) de los sitios a los que en realidad se viaja… En fin, que viajar en avión no era mi pasatiempo favorito.
Y, a pesar de todo eso, es una decisión dolorosa. Con el compromiso de no volver a embarcar en un avión (salvo fuerza mayor, por supuesto), decía adiós a muchos sueños. Adiós a explorar la Patagonia, adiós a recorrer Australia. Adiós a África. Y no solo sueños, sino también decía adiós a recuerdos y amigos con los que sé que es muy difícil que vuelva a coincidir. Adiós a despedir la tarde en La Habana tomando una cerveza en la terraza de mi amigo Rolando. Adiós a mis días en moto por el increíble tráfico de Hanoi. Adiós a visitar a un tío que nunca conocí, hijo de un bisabuelo que emigró a Estados Unidos tras la Guerra Civil y que todavía vive en un pueblito a las afueras de San Francisco. Adiós a todo eso.
Sí, dejar de volar duele, pero también me ha abierto los ojos a una nueva manera de viajar. Llámala, si quieres, viajar despacio. Y es nueva para mí, que soy un millennialcon pocas excusas, pero en realidad es la de toda la vida, la que conocieron nuestros abuelos y nuestras abuelas, y nuestros padres hasta hace bien poco.
Puede que no pase un fin de semana en Estocolmo, una semana en Nueva York, ni unas vacaciones en Filipinas, pero ahora llegar a Barcelona sabe mucho mejor. Disfruto mucho más coger el tren por la mañana en Sevilla y pasar el día viajando despacio. Preparar la comida el día antes y comer en el tren es casi como salir de picnic. Hablar con el resto de los pasajeros. Y a última hora de la tarde llegar a la estación de Sants, más cansado, pero con el alma menos magullada.
Viajar despacio también te obliga a replantearte tus opciones y entender el ecosistema en el que vives. Te obliga a mirar a tu alrededor y aprovechar lo que tienes más cerca. En vez de volar a Londres, pasar el fin de semana en un pueblo de Sierra Morena. En vez de pasar cuatro horas viajando a Marrakech o Roma, pasarlas recorriendo Ourense o Teruel. O tu propia comarca, sea cual sea.
Viajar despacio da tiempo a entender. Da tiempo a explorar. Da tiempo a hablar, a conocer y a reflexionar. Da tiempo a leer e interpretar y elimina la obligación de fotografiarlo todo en dos tardes, haga el tiempo que haga.
Viajar despacio es también un ejercicio de selección. No puedes ir a todas partes, así que saborea mejor lo que eliges. Tienes tiempo de ilusionarte, y no tienes presión, así que disfruta los rincones, los más turísticos y también los menos. Tienes tiempo de sentarte y hablar, no una tarde, sino varias. Sé que es un caso extremo, casi imposible, pero por poner un ejemplo: si llegas a Jordania viajando despacio, no te vas a quedar solo dos tardes.
Para viajar despacio hay que trabajar menos y pensar más. Hay que renunciar a lujos y ser más humilde. Hay que conocer y compartir. Se me ocurre que, quizás, viajar despacio sí se parezca más a esa clase de viaje que dicen que cura el fascismo.
Me ha encantado este artículo. Lo he leído dos veces y me ha hecho pensar «despacio». No sé si voy a renunciar totalmente a volar, pero sí que voy a volar muchísimo menos. De hecho, ya llevo haciéndolo un par de años. No renuncio a un gran viaje soñado que quizá nunca realice y con el que me gusta soñar, pero sí que renuncio a los viajes exprés…y confieso que ha sido un placer. Gracias Santiago por darme el último empujoncito con tu bonito y emotivo artículo.