Etiquetas:
Todos los capítulos de ’42, la ficción climática creada por João Camargo y Nuno Saraiva, están disponibles aquí.
Llevaba ya varias semanas en el continente americano, viajando de ciudad en ciudad para cumplir la misión que me había encomendado Gianni Fatin: hacer un informe sobre la situación en el continente en vísperas de la Asamblea Constituyente Mundial. Este informe no iba mucho más allá de sondear a los elementos del movimiento ecomunista en varias ciudades del continente. Mi misión secundaria consistía en reunir información sobre el Gran Cambio y averiguar más sobre lo que le había ocurrido a mi madre, militante revolucionaria de Descarbonaria y más tarde guerrillera del Ejército Verde. La misión principal sale bien, con regularidad; la segunda, en cambio, depende mucho del azar (mi madre había vivido sus últimos años en América Central y del Sur, después de sus misiones en la Segunda Guerra Civil Americana). Salvo Luiz, las personas que conocí eran demasiado jóvenes para recordarla, incluso para mostrarme en qué dirección investigar, lo que me dejaba cada vez más frustrado. El ritmo acelerado del viaje me impidió explorar muchas de las pistas que encontré o comprender mejor lo que había sucedido en cada país. La idea de contarle a un niño la historia del mundo también era muy ambiciosa, cuando yo mismo sabía muy poco de lo que había pasado. Eso lo comprendía cada vez mejor. Aparte de Gianni, Josephine y Fatima, había tenido pocos testimonios de lo que había sucedido. Un episodio aquí, otro allá, pero la gran historia era difícil de contar. Sin embargo, por primera vez veía con mis propios ojos este continente, un territorio azotado por la guerra y la devastación de las sequías, los incendios y las inundaciones, un continente que la gente intentaba recomponer tras el Gran Cambio con la llegada de las revoluciones ecosociales y la paz.
La última parada antes de llegar a la República de California fue Las Vegas, una ciudad abandonada al final de la guerra civil. El tren se detuvo durante treinta minutos para que los pasajeros pudieran ver los restos de la antigua ciudad; no había nada más que hacer. Un viejo cartel explicaba cómo se había tomado la decisión de abandonar Las Vegas en medio de la sequía que asolaba el Oeste desde hacía una década, tras fuertes tormentas de arena. Era hora de dejar de desviar allí el agua de las Montañas Rocosas y del lago Mead y de alimentar una ciudad en la que todo tenía que venir de fuera. Las Vegas era un símbolo de lujo, opulencia y derroche que había perdido su sentido tras el Gran Cambio. La diversión debía ser de todos y no tener lugar en una lejana ciudad artificial, corrupta y alienante, plantada en medio del desierto. Además, Nevada y Arizona habían atravesado un periodo de puritanismo antialcohol y antidroga del que también había sido víctima Las Vegas. Los años secos se impusieron a los húmedos. Alrededor de 20.000 personas viven aún en lo que queda de Las Vegas, pero es visible la velocidad con la que la arena se ha tragado los grandes edificios; no es que estén completamente bajo la arena, pero todos están cubiertos de una película amarilla que ha borrado el color y el antiguo brillo embriagador de la ciudad.
Cerca de la estación había varias chatarrerías con todo tipo de materiales sacados de los grandes hoteles y casinos –máquinas recreativas, muebles, electrodomésticos, cableado eléctrico, calderas, aparatos de aire acondicionado, bombas de calor, vehículos viejos– que se envían a otras partes del país para ser reutilizados, para construir o restaurar edificios, o para ser reparados en talleres especializados. Un simpático chatarrero que pasaba por allí con un cuadro eléctrico se detuvo y me explicó que la mayoría de la gente de Las Vegas sólo venía a finales de otoño a recoger materiales, y se marchaba a principios de primavera, porque después era casi imposible estar en la ciudad. Pocas personas se quedaban, y los que lo hacían vivían en túneles subterráneos reforzados y en los pisos de algunos hoteles. Eran sobre todo los últimos “adictos al juego”, ya que las ruinas de Las Vegas era uno de los pocos lugares donde había “casinos” desde que se prohibió el juego por dinero con el fin de la publicidad comercial.
Caminé por los tablones de madera del Strip, ahora bajo dos metros de arena. Aún se ve claramente la pequeña Torre Eiffel y el hotel Bellagio, aunque la famosa pirámide Luxor se ha derrumbado sobre sí misma. Mientras caminaba por este paseo, el tren emitió un pitido indicando su salida. Al fin y al cabo, treinta minutos no bastaban ni para empezar a ver la ruina viviente. Partimos de nuevo.
Llegar a la Union Station de Los Ángeles, con su estilo de “misión en el desierto”, marcó para mí el final de la transición paisajística. Habíamos dejado Norteamérica y estábamos a punto de entrar en Latinoamérica. Dejábamos atrás los paisajes de las grandes llanuras y los grandes bosques y entrábamos en los desiertos. La devastación de la posguerra aún era visible en algunas partes de Estados Unidos, sobre todo en Kansas y Misuri, en la frontera con las nuevas repúblicas americanas, pero en California el principal signo de destrucción eran los troncos y la madera negra de los bosques quemados. Tenía mucha curiosidad por visitar San Francisco y Suicide Valley, donde en el apogeo de las revoluciones tantos millonarios se habían suicidado por lo que consideraban “el fin de la era tecnológica” y la traición al largoplacismo.
Esta vez no había nadie esperándome cuando llegué a la estación. No había ninguna etiqueta con mi nombre ni nadie buscándome. Al otro lado de la puerta había una gran fiesta, en la que desfilaban personas (principalmente mujeres) con máscaras pintadas a modo de arañazos irregulares, del mismo tipo que se habían utilizado contra el reconocimiento facial. Había miles de ellas y sonaban tambores que lanzaban a la gente a agitados bailes, una especie de carnaval fuera de temporada. Varios muñecos gigantes de papel reciclado desfilaban entre la multitud. También guerreros medievales con aspecto robótico. Pasé muchos minutos contemplando el colorido desfile hasta que desistí de esperar a que alguien me recogiera. Me dirigí a la sede del movimiento ecomunista, en Nevin Avenue. Estaba en un barrio popular, una zona histórica para el movimiento independentista californiano.
Me uní a la marcha, después de preguntar a algunos manifestantes si iban en esa dirección. Era una celebración, organizada por fugitivos y familias que habían conseguido escapar de la dictadura cristiana de Texas en la última década. Me puse a charlar con unas señoras que me explicaron la fiesta: hacía cinco años que unas veinte mil mujeres habían conseguido escapar de Texas a la vez. Una guerra civil de baja intensidad asolaba el territorio tejano casi desde la independencia: las élites dedicaban buena parte de su capacidad de desarrollo tecnológico a atacar a los grupos populares y militaban en favor del fundamentalismo religioso y del totalitarismo. Los muñecos gigantes representaban los robots que las élites utilizaban en los conflictos militares. Al principio, había gente rica dentro de esas máquinas; las señoras me aseguraban que eran prácticamente indestructibles. Los “megatechs”, como los llamaban, eran robots de hasta cuatro metros de altura, a la vez que una herramienta de dominación social y una nueva forma de entretenimiento para las élites. Más tarde, los nuevos robots empezaron a controlarse completamente a distancia, mediante satélites que los mantenían en línea durante las misiones o los enfrentamientos.
La gran fuga que ahora se celebraba en Los Ángeles tuvo lugar tras la publicación del decreto de embarazo obligatorio del presidente Moore, que obligaba a inseminar a todas las mujeres en edad fértil en los dos años siguientes. Las fugas, hasta entonces organizadas por el Ferrocarril Subterráneo, se hicieron masivas. Megatechs controlados por jóvenes playboys vigilaban las fronteras, acompañados por soldados de carne y hueso, los pobres reclutados obligatoriamente en las fuerzas armadas fundamentalistas cristianas. La huida había sido tan grande que varios robots incluso habían cruzado la frontera para intentar atrapar a los fugitivos. En el lado de Nuevo México, la situación cambió drásticamente y varios megatechs fueron neutralizados por el Ferrocarril Subterráneo, que los desconectó e inutilizó. El hijo del vicepresidente de Texas fue detenido, lo que desencadenó un incidente diplomático. Al final del desfile, en medio de un enorme jardín rodeado de casas, los gigantes fueron quemados en la hoguera mientras continuaba la fiesta, con música y puestos donde se podía conseguir comida y bebida. Recordé las palabras de mi padre: “Es bueno celebrar las victorias”.
La calle donde se encontraba la sede del movimiento estaba en una antigua zona industrial, ahora llena de cerezos, con fuentes y bebederos diseminados por el camino. En una vieja fábrica pintada de blanco, con un tejado verde y más de una docena de pequeños aerogeneradores, encontré el letrero “Sede del Movimiento Ecomunista, República de California”. Cuando llegué, el sol empezaba a ponerse y comenzó a sonar una sirena. Dos hombres me introdujeron rápidamente en el edificio. Debido a las recientes tormentas en la ciudad, un gran número de mosquitos habían eclosionado en el agua estancada, desencadenando brotes de dengue por todo Los Ángeles. La sirena anunciaba el habitual toque de queda de dos horas; había uno en torno al amanecer y otro al atardecer. Me informaron en seguida de que sería preferible dormir allí mismo, en la sede, al igual que harían otras personas ese día. Casualmente, a varias de ellas las quería entrevistar y se alojaban allí esa noche, así que conseguí terminar con media docena de consultas. Lia volvió a llamarme y no contesté. Respondí secamente por escrito a sus mensajes. Siguió enviándome información por correo electrónico. Era el puente que manteníamos en medio de nuestra separación física y emocional.
Había perdido el gusto por los largos paseos después de patear Nueva York, Minneapolis, Omaha o Denver. Siempre eran paseos demasiado rápidos y agotadores, y me dejaban incapaz de ver bien las cosas y de tomarme el tiempo necesario para estudiar el material que iba acumulando. Al día siguiente terminé las entrevistas por la mañana y conseguí dar un paseo corto. Los Ángeles es una de las ciudades más pobladas del mundo, pero ha sido azotada por olas de calor recurrentes y por el humo de los incendios que se producían cada año en los bosques de California. Por suerte, no era temporada de incendios, el cielo estaba azul y despejado, aunque la mayoría de la gente llevaba mascarillas en el exterior. No ocurrió lo mismo a mi llegada, cuando asistí al desfile. Había alarmas de calidad del aire en todas las calles y se veían bombas de calor fuera de las casas. Los Ángeles tenía la mayoría de sus calles despejadas de pavimento, con alfombras verdes de plantas por todas partes, creando un ambiente fresco y fragante, al menos en noviembre. Paseando por Hollywood descubrí que fue en Los Ángeles, antigua sede mundial de la industria cinematográfica, donde surgió el influyente movimiento cultural “Life is Live”, que marcó la gran transición hacia el renacimiento del teatro, con la conversión de varias grandes mansiones de Beverly Hills en espacios escénicos.
Noticias: Life is Live – El movimiento cultural que arrasa en cines y redes sociales
Estados Unidos ha abrazado las representaciones cinematográficas en directo, retransmitidas en vivo en cines y redes sociales. El fenómeno estalló tras la muerte del actor Kurt Russell en la película bélica Broken Country, rodada en directo en la frontera entre Alabama y Mississippi, en plena batalla de Red Bay. Las críticas vertidas contra el movimiento por varios directores no han impedido que se popularice y desafíe a las grandes producciones de los estudios, que intentan frenar el fenómeno mediante acciones legales. La filósofa Marie van Niks explica que el movimiento revela la urgencia de romper la barrera entre ficción y realidad: “Cuando el mundo se derrumba ante nuestros ojos, cuando ya no es posible mantener una burbuja psicológica de protección, cuando ya no existe una cuarta pared, todos somos actores, ya sea en la ficción o en la realidad, nos guste o no”.
Fue en Los Ángeles donde tomé la autopista Panamericana. Eran más de 30.000 kilómetros desde Alaska hasta la Patagonia, una autopista histórica para coches y autobuses, donde hoy hay una línea de tren asfaltada por la que aún puede circular el transporte por carretera en algunas partes del recorrido. Hay dos paredes de paneles solares que alimentan el movimiento diario de los trenes. Los vagones estaban más llenos que en cualquiera de los viajes que había hecho hasta entonces por Estados Unidos y California. Mi nueva maleta, un objeto grande de plástico amarillo muy duro –no sabía que aún lo fabricaran–, ni siquiera cabía a mi lado. Me la habían regalado los ecomunistas de Los Ángeles al ver la cantidad de cosas que llevaba y que no podía cerrar ni la mochila ni la bolsa de tela que había improvisado. Los ecomunistas californianos habían sido muy amables conmigo, más que sus compañeros del lado estadounidense, que se mostraban más que curiosos por lo que hacía “el partido” en otros lugares. Atribuí esta curiosidad al hecho de que, a diferencia de California, los ecomunistas no tenían tanto poder formal en Estados Unidos, donde no estaban en el gobierno nacional. La herencia antisocialista y anticomunista de la historia estadounidense seguía teniendo mucho peso, incluso tras la secesión de los estados más conservadores.
Mis compañeros de viaje en la Panamericana eran principalmente personas de Centroamérica, que regresaban por una razón u otra a sus países de origen, la mayoría de ellos para visitar a la familia. Desde California cruzamos lentamente México, azotados por dos tormentas de arena que nos paralizaron durante horas. En ambas ocasiones el tren iba cubierto de aluminio para reducir el sobrecalentamiento en el desierto, pero incluso dentro de los vagones refrigerados por bombas de calor y aparatos de aire acondicionado (que funcionaban a su vez recirculando sólo el aire del interior, que se calentaba), circulaban finas partículas de polvo, visibles bajo la luz de las lámparas. A menudo se producían fuertes ataques de tos, por lo que todo el mundo acababa tapándose la nariz y la boca con mascarillas o paños.
En la sala había varias conversaciones. Yo me hacía el dormido mientras las escuchaba. A una joven le molestó que un niño dijera que no habría electricidad en su pueblo. Ella insistía en que se producía energía incluso durante las tormentas de arena, porque aunque se redujera la producción solar, se mantenía o incluso aumentaba la eólica.
–Excepto cuando hace tanto viento que destruye las turbinas –se quejaba el chico–. Pero peor son las tormentas de granizo, porque suelen destruir los paneles solares y no hay forma de lavarlos después.
–Si los neoluditas no hubieran destruido las fábricas de hidrógeno verde de la costa, quizá estaríamos mejor para esos tiempos –se quejó la chica.
–Lo siento, tenían razón al destruir las fábricas de hidrógeno verde. Si existieran hoy, lo único que tendríamos es aún más zonas cubiertas de paneles y aerogeneradores para exportar energía, mientras a nosotros no nos quedaba ninguna. Estoy de acuerdo con aquel eslogan que decía “Transportar energía es destruir energía”.
–Sí, sí, pero luego pasaron a destruir las centrales industriales de hidrógeno, que ya no eran para exportar. Y luego empezaron a destruir las centrales solares y las eólicas…
–En la revuelta neoludita, destruyeron todo lo que pudieron.
Esa última frase me abrió los ojos. Al final tuve que intervenir:
–¿Había muchos neoluditas aquí en México?
Varias personas me miraron.
–No creo que la mayoría fueran de aquí, vinieron por la guerra americana y se quedaron. Fueron muchos meses de ataques y destrucción. Lo que en la época del calor significaba estar varias veces sin refrigeración. Total, una catástrofe –explicó la chica.
–Había muchos mexicanos. Neoluditas y los que se hacían pasar por neoluditas. La destrucción sólo terminó cuando los ecomunistas pactaron con las pandillas para acabar con ellos, ¿no? –preguntó a su vez el chico.
–No sé nada de eso –respondió ella, encogiéndose en su asiento–. Estos son temas que no me importan.
–Bueno… –dijo el chico, abriendo una revista.
La gente apartó la mirada, desinteresada. Se hizo un gran silencio en el vagón y volví a cerrar los ojos.
Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, el tren se acercaba a Tampico, en la costa del Golfo de México. A veces parecía que el tren viajaba sobre el agua al pasar junto a las fábricas. Ramón, el chico de la tertulia, empezó a explicarme lo que eran: plantas de proteínas, granjas de insectos comestibles –como las patatas fritas con sabor ahumado que había comprado en el bar del tren– y varias desaladoras, algunas de ellas abandonadas. A medida que nos acercábamos al mar, empezaron a aparecer plataformas petrolíferas abandonadas. Primero una, luego otra y después decenas y decenas de plataformas emergiendo de las aguas. Por último, había un gran grupo de plataformas conectadas entre sí por puentes metálicos.
Pintadas de colores vivos, tenían árboles, paneles solares y turbinas eólicas. Rámon me explicó que eran las “ciudades del mar”. Allí vivían miles de personas. La mayoría de ellos se habían trasladado allí durante los conflictos posteriores a la revolución en Ciudad de México, ahora Tenochtitlan. Me explicó que todo era temporal, que bastaría con que pasara un gran huracán para acabar con la diversión, pero que habían pasado los años y habían conseguido asentarse. Al menos por el momento.
Alianza Indígena Americana, Zapatistas y Ecomunistas toman el poder: Revolución en la Ciudad de México
Al final, fue la falta de agua lo que empujó a la alianza política entre las comunidades nahua, otomí, mazahua, Vía Ecológica y ecomunistas con el apoyo del EZLN para arrebatar el poder a los cárteles y a los políticos. El día 0 del agua había golpeado la ciudad hacía muchos años. La inestabilidad comercial en el norte y la guerra entre cárteles por los mercados negros y el tráfico de personas hacía tiempo que habían convertido la ciudad en un polvorín. Sólo las permanentes fugas de la ciudad, que se desangraban de habitantes, a razón de cientos de miles al año, y la alianza de terror entre el PRI, Siglo XXI, Yunque, los cárteles Unión Repito y Los Chapitos impedían que Ciudad de México estallara. El gobierno mexicano ya había trasladado su sede a Guadalajara tras los repetidos secuestros de funcionarios y familiares.
La revolución tardó en llegar, pero cuando lo hizo fue rápido, extendiéndose por todo el país con un fuerte apoyo popular. Fue en las zonas agrícolas, donde los antiguos narcos mantenían mano de obra esclava para producir comida, donde se produjeron los mayores enfrentamientos. El Ejército Verde y las milicias indígenas y populares enfrentaron y derrotaron a los cárteles de Sinaloa, que tuvieron que replegarse a las ciudades periféricas, mermados.
Mientras partíamos de Tampico hacia Tenochtitlan, recogí el informe de migración que me había dado Josephine. Allí leí sobre algunas de las peores atrocidades cometidas contra las grandes migraciones.
Informe Interno: Cruce Migratorio Honduras – California [ruta Ciudad México – Guadalajara].
Segunda entrevista con MG
La entrevista con MG tuvo lugar una semana después de la llegada del último grupo de refugiados a San Bernardino. MG se está recuperando de las heridas sufridas en el hombro y la pierna durante el viaje de Ciudad de México a Guadalajara. La entrevista se centró en esta parte del viaje.
MG: Ya habíamos aprendido de la catástrofe inicial en las afueras de Tegucigalpa, desde donde varios campos de refugiados, enteros, habían iniciado su viaje de forma bastante improvisada. Habíamos identificado a grupos de mercenarios de los escuadrones Bukele de El Salvador, de los cárteles guatemaltecos y de la Mara Trucha. Ya no íbamos a aceptar las bajas, continuaríamos con la caravana. También éramos más, en lugar de sólo dos miserables pelotones, y estábamos equipados con drones que nos permitían vigilar hasta 20 kilómetros de perímetro. No es que eso sirviera de mucho en las poblaciones cercanas. El ataque principal se produjo cuando viajábamos hacia Morelia. Contrariamente a lo que era habitual, atacaron la parte delantera de la columna, separando a unas 3.000 personas, a las que condujeron a pie, con motos y motodrones, hacia los pantanos de la isla de Tzirio. Atrapamos a algunos de los atacantes, a quienes identificamos como la mafia michoacana. Yo comandaba el batallón que los persiguió. No teníamos vehículos, así que sólo alcanzamos al grupo principal cinco horas después del ataque. Nuestros rastreadores detectaron a algunos hombres que los secuestradores habían dejado atrás. No hablaban español, lo que me llevó a la conclusión de que no se trataba sólo de bandas locales. Más tarde, durante los interrogatorios, descubrí que había varios polacos y húngaros de milicias de extrema derecha, y al menos dos oficiales de El Yunque.
ES: ¿Qué ocurrió cuando por fin los alcanzaron?
MG: Incluso antes de alcanzarlos, ya habíamos encontrado varios cadáveres de miembros de la caravana, algunos asesinados con extrema crueldad, decapitados y con las manos cortadas. Un espectáculo de horror que empeoraba todo lo que habíamos visto hasta entonces.
ES: ¿Y cuándo llegaron a ellos?
MG: Cuando llegamos a ellos fuimos atacados por la policía federal mexicana, que se interpuso entre nosotros y ellos, ya en una zona pantanosa. Teníamos órdenes de no usar fuerza letal contra las autoridades locales, pero la policía nos disparó con fuego real. Hirieron a siete compañeros.
ES: ¿Por qué no os retirasteis entonces? ¿Teníais órdenes de hacerlo?
MG: Los elementos de la caravana estaban a menos de 500 metros de nosotros, podía verlos. No iba a renunciar a intentar recuperarlos.
ES: ¿Qué hizo entonces?
MG: Dejamos a dos pelotones inmovilizando a la policía e intentamos flanquearlos, pero era muy difícil atravesar el pantano. Así que decidimos correr hasta el puente más cercano, a 15 kilómetros de distancia, manteniendo nuestros drones para seguir a los secuestradores.
ES: ¿Por qué decidieron perseguirlos durante más de 50 kilómetros a pie?
MG: Porque ya habíamos perdido a demasiada gente siguiendo la orden de preservar la integridad de una columna principal cada vez más pequeña y más desmoralizada. Necesitábamos salvar gente. La caravana necesitaba que salváramos gente y las tropas necesitaban salvar gente. Y lo hicimos.
ES: ¿Puede contarme cómo terminó la operación de rescate?
MG: Los alcanzamos un día después, en El Derramadero. Sólo quedaban 1.700 personas de la caravana. La mayoría de los secuestradores murieron en los combates, pero no sin antes matar a varias personas. Conseguimos unirnos a la caravana principal dos días después. Y nos quedamos con varios vehículos que mejoraron drásticamente nuestra movilidad.
ES: ¿Pero la subcomandante no volvió con ellos mientras tanto?
MG: No, fui a confirmar lo que me habían dicho varias personas.
ES: Que era…
MG: Que ochenta y dos personas habían sido asesinadas, torturadas y abandonadas a su suerte fuera de los pantanos, durante la noche .
ES: ¿Y no habían muerto muchas más? ¿Cómo las mataron?
MG: Las ataron al suelo por los brazos y las piernas sobre pequeñas plantas de bambú. Entonces, el bambú creció rápidamente y perforó el cuerpo de las personas. Se llama la tortura del bambú.
ES: ¿Llegaste a ver eso?
MG: Lo vi, había gente perforada en el cuello, el torso, el abdomen, los brazos y las piernas… Se habían desangrado. Imagino que sufrieron un dolor terrible. Presenté un informe. Todo está documentado, fotografiado y filmado.
ES: ¿Quién fue el responsable?
MG: Interrogué a todos los detenidos y me dijeron que eran mercenarios a sueldo de mafias de Ciudad Juárez. Que los habían mandado a hacerlo.
ES: ¿Y qué hicieron ustedes?
MG: El batallón regresó a la caravana con la gente y yo dirigí un pelotón a Uriangato, buscando a los secuestradores que habían escapado.
ES: ¿Y qué pasó?
MG: Logramos encontrar a algunos lugareños, pero la mayoría ya había escapado.
ES: ¿Qué pasó con los elementos que lograron encontrar?
MG: Cuando los encontramos, intentaron escapar y los abatimos.
Joder. Mi madre no se andaba con chiquitas. Creo que todos los que vivieron esos tiempos tenían que ser duros o perder. Las barbaridades que presenció debieron endurecerla. ¿Cómo seguir siendo idealista en una situación así? ¿Cómo mantener a la humanidad en pie? ¿Cómo se lucha por el futuro cuando lo que se ve hacer a la gente es tan malo, tan inhumano, tan antihumano?
Varios territorios por los que viajamos después de México y las nuevas repúblicas de Oaxaca y Chiapas –Guatemala, El Salvador, Nicaragua– se habían visto gravemente afectados por las olas de calor y las tormentas de finales de los años veinte y principios de los treinta, sobre todo Guatemala y Honduras. Aunque se habían recuperado, habían perdido casi la mitad de su población, principalmente debido a la migración hacia el norte y el sur. El Salvador también había sufrido la dictadura de Bukele y sus bandas, derrocada en la revolución de 2032. A diferencia de Europa, había muy pocas ciudades libres en Centroamérica y Sudamérica. Finalmente nos detuvimos en la frontera entre Panamá y Colombia, en el famoso “Tapón del Darién”, un lugar terrible donde murieron miles de personas en una batalla que duró años entre el crimen organizado y la Ruta del Futuro por el control de la migración.
Noticia: El infierno del Darién
Este año, cientos de personas volvieron a morir en la selva de Darién, bajo el lodo de los pantanos, las mordeduras de las serpientes, las enfermedades de los mosquitos, el fuego de los narcos y los milicianos de Cristo. Darién fue elegido por la alianza de varias bandas de toda América para detener el proyecto de las Rutas del Futuro en el continente americano. Al igual que el año pasado, la alianza criminal se enfrentó al Ejército Verde y a las fuerzas del Tratado Climático Mundial antes de que llegaran al lugar los migrantes centroamericanos organizados en la Ruta del Futuro. La Ruta, diseñada para crear viajes organizados y seguros para los migrantes procedentes de las zonas más afectadas por los desastres climáticos, ha conseguido reducir drásticamente las mortíferas marchas forzadas del crimen organizado que, con el colapso del tráfico internacional de drogas, se ha volcado en el tráfico de personas y la esclavitud como su principal negocio.