‘42/13 – Alambre de espino en la corriente

Capítulo 13 de la serie de ficción '42. En esta entrega, el protagonista comienza las entrevistas de su libro tras su llegada abrupta a Nueva York. Allí, a través de un 'podcast', descubre una historia sobre el norte de Mozambique antes de las guerras santas y las revoluciones que llevaron a la creación de la República de África Oriental.
‘42/13 – Alambre de espino en la corriente
Foto: Ilustraciones de NUNO SARAIVA.

Todos los capítulos de la ficción climática creada por João Camargo y Nuno Saraiva están disponibles aquí.

El hombre que me recibió en el muelle de Nueva Jersey era alto, vestía un uniforme verde del ejército y llevaba las gafas de sol colocadas sobre su espesa mata de pelo rubio. Se llamaba Edward Boston. Me preguntó por el viaje y yo me limité a decirle que, si podía, evitaría repetirlo (ocultándole la realidad sobre el terror del viaje). Me dijo que nos esperaba un almuerzo con miembros del partido en la sede del movimiento ecomunista en Hoboken, tras el cual podría empezar las entrevistas. También me informó de que me alojaría allí. Antes de salir en bicicleta, llamé a Lia. Estaba volviendo de regreso a Lisboa. Había hecho una parada en Barcelona con Ettore.

–¿Ya has llegado? –me preguntó preocupada.

–Sí, por fin.

–No habrá sido tan malo.

Había conseguido hacer unas breves llamadas con Lia antes de salir del mar del Norte, pero luego nos habíamos quedado sin señal.

–Fue terrible. Ya estoy entrando en pánico sólo de pensar en el viaje de vuelta.

–¿Qué ha pasado?

–Hubo muy mal tiempo. Gente cayendo al mar. Llegamos a subirnos al bote salvavidas para abandonar el barco por el mal tiempo.

–¡Oh, no! ¿Se cayó gente? ¿Qué les pasó?

–Creo que murieron, pero a nadie pareció importarle demasiado. Fue horrible. –Lia permaneció en silencio.– Pero al menos no aparecieron los piratas. ¿Cómo está António?

–Alex, ¿estás bien? 

–No. No lo sé. Pero creo que estaré bien. ¿Y António?

–Está bien. Está de buen humor. Tienes que cuidarte. ¿Hay alguien allí con quien puedas hablar? Es importante compartir lo que pasó con otras personas, Alex.

–Lo intentaré. Ahora estoy agotado, necesito descansar.

–Descansa, por favor. Mira, Josephine me dio más material e insistió en que siguiera ayudándote con el libro. He estado hablando mucho con Ettore sobre cuestiones históricas. Puedo enviarte cosas por Internet. ¿Crees que también podría enviarte cosas por correo?

–No creo que sea posible recibir cosas por correo, siempre estaré en movimiento. Podríamos juntar las cosas cuando vuelva.

–De acuerdo. Estoy haciendo una cronología de los acontecimientos importantes y he actualizado los mapas de las organizaciones y cómo se relacionan entre sí, etcétera.

–Eso puede ayudarme mucho en mi investigación. Todo se está volviendo muy confuso.

–Es normal, todavía estás cotejando la información.

–Gracias por tu ayuda. Y por el apoyo. Mira, tengo a un americano esperando para llevarme a la sede del Partido Comunista.

–¿Cómo es Nueva York? ¿Has visto la Estatua de la Libertad?

–No, vinimos a Nueva Jersey, justo al lado. Una decepción.

–Qué lástima. Si necesitas hablar más tarde, llama. António está despierto y voy a darle el pecho. –Muchos besos, mi amor.

–Te quiero mucho, Lia.

–Yo también te quiero.

Edward, el americano rubio y guapo, cogió una bicicleta doble del aparcamiento y puso mis cosas en un carrito de dos ruedas que iba enganchado detrás. Él se sentó delante y yo en el sillín trasero. Encendió el pequeño motor eléctrico y nos pusimos en marcha.

–No tienes que pedalear si no quieres. 

–Gracias.

Recorrimos las calles de Nueva Jersey, llenas de gente, bicicletas, monopatines y patinetes eléctricos. El movimiento de la gente era mucho más caótico de lo que había visto en ninguna otra ciudad. Los tejados de los edificios brillaban con el reflejo del sol en los paneles solares, mientras que en la calle, pequeñas farmacias y talleres de reparación salpicaban las anchas aceras donde grupos de jóvenes se reunían en animadas conversaciones, a menudo en torno a pequeños equipos de sonido. Árboles jóvenes y arbustos llenaban el centro de las calles, intercalados con pequeñas fuentes cada 200 metros. En lo que parecía un antiguo centro comercial se levantaba ahora un enorme complejo hospitalario, en cuya fachada, en letras grandes, se podía leer “Hospital de Veteranos”. Debajo, un cartel rezaba “Sin cuotas ni seguros”. 

El cielo se volvió gris y empezó a clarear. A pesar del calor, cayó un aguacero justo encima de nosotros, haciendo que la multitud de las calles se apresurara a buscar refugio. Tenía miedo de que la lluvia estropeara mis libros y mi ordenador. Toqué la espalda de Edward y se detuvo. Señalé el carrito. Me tranquilizó: “¡Es impermeable!”. Era impermeable. Pero mi ropa no lo era y, tras 20 minutos pedaleando por el carril bici, por fin llegamos al edificio, yo ya completamente empapado. Las calles estaban vacías. A pesar de la fuerte lluvia pude apreciar el hermoso edificio que era la sede del movimiento. Parecía bastante antiguo, con letras metálicas que rezaban: MOVIMIENTO ECOMUNISTA –EEUU– DIVISIÓN DE NUEVA YORK. En la planta baja había un enorme escaparate de cristal, bajo el cual se había pintado un mural en el que aparecían ecomunistas y soldados del Ejército Verde cavando la tierra junto a los campesinos. Me pareció un poco anticuado. 

–Deberías subir a tu habitación y cambiarte.

Me señaló una puerta metálica junto al cristal y tecleó un código que la abrió. Cuando entré, había un hombre muy grande y gordo en el pasillo, que me saludó con una amplia sonrisa:

–Hola. Bienvenido, amigo. Soy Karl.

Me abrió la puerta de una de las habitaciones que había a ambos lados del pasillo.

–Te traeré ropa seca.

–Gracias, amigo.

Abrí mi mochila y, efectivamente, todo estaba seco. Saqué mis libros y el nuevo ordenador que me había regalado Gianni. Había Internet. Abrí el correo que me había enviado Lia mientras me quitaba la ropa mojada. Mientras tanto, el hombre, Karl, llamó a la puerta. Llevaba una especie de mono verde, similar a un uniforme del Ejército Verde, pero menos marcial. Era parecido al que él mismo llevaba, aunque el suyo era azul claro.

–Aquí lo tienes.

Me cambié y me senté para empezar a leer lo que Lia me había enviado. En ese momento, Edward llamó a la puerta.

–¿Vienes? –dijo su voz desde fuera–. Hay mucha gente abajo esperando para conocerte.

–Iré, iré.

Las lecturas y el descanso tendrían que esperar. Me puse mi Babel.

En la sala principal había una mesa llena de comida, con varias personas de pie a su alrededor. Edward resopló y todos se volvieron en nuestra dirección. 

–Hola, compañeros. Este es Alex Aguas, el camarada que viene de Portugal en misión para el movimiento. –Estaba un poco confundido pues todos pensaron que era ecomunista.– Él os podrá contar un poco lo que pasa en Europa, pero sobre todo tenéis que ayudarle con la información que necesite.

Uno a uno se acercaron a mí y se presentaron:

–Leticia Gold, energía.

Hizo una leve reverencia con su cabeza pelirroja.

–Diego Patrizio, educación.

Me tendió la mano.

–Lizzi Tyler, moral revolucionaria.

–Ellie Lumpert, justicia.

–Óscar González, calidez.

Eran 12 en total, me saludaron uno a uno, hablando de las distintas áreas de la sociedad en las que participaban los ecomunistas, que eran todas básicamente. Tenían entre 20 y 30 años y algunos vestían monos verdes. Al final, por supuesto, no pude recordar el nombre ni el área de nadie. Tenía un formulario preciso de preguntas que Gianni había introducido en el ordenador. Me ofrecí a hablar con todos después de comer, y todos aceptaron.

Durante la comida me bombardearon con preguntas sobre los temas más variados: si seguía habiendo un Muro en Europa tras la amnistía, cómo iba la lucha contra la mafia y los cárteles, cómo se había afrontado el calor este verano, cómo iba la guerra contra el Estado Islámico en Oriente Próximo y el Congo. Pocos me preguntaron por Portugal, del que sabían poco. Sólo un latino, Óscar, me preguntó por Lisboa. 

–He oído que, hace unos años, las inundaciones en la ciudad fueron terribles. ¿Cómo están ahora?

–Ahora estamos más en un ciclo de sequías. Teniendo en cuenta el calor que ha hecho en la ciudad, ha ido razonablemente bien. Incluso en cuanto a incendios, tenemos mucha más capacidad para prevenirlos y combatirlos que en el pasado.

–No tienen ningún problema con los bulbos húmedos mortales, ¿verdad? –Le respondí que no.– Eso es estupendo. Pero hábleme del bosque. ¿Hicieron un gran proyecto como la barrera en China?

–Sí, pero principalmente en el campo. En los últimos doce años se han plantado más de un millón de hectáreas con robles y castaños, entre otras especies locales y norteafricanas. Fueron plantados en el antiguo desierto verde y fue una mezcla de eucaliptos con acacias y otros árboles de crecimiento rápido. Es un importante proyecto de sustitución del paisaje. Hasta ahora los incendios han disminuido, pero también tenemos mucha más gente viviendo cerca de las zonas forestales, por lo que están más limpias y hay más vigilancia. Aquí no hay grandes problemas de incendios, ¿verdad?

–Aquí sólo nos llega el humo de otros lugares: de Quebec, en Canadá, y del sur, de Mississippi y Alabama. A veces incluso hay humo del Amazonas. En los meses más cálidos suele haber alarmas por la mala calidad del aire y nos confinamos en nuestras casas. A veces, el humo y la ceniza incluso obstruyen las bombas de calor y los sistemas de refrigeración.

–¿Cuál es la situación del agua y del calor en Nueva York?

–La humedad ha subido mucho, por eso nos están cayendo grandes chaparrones. Afortunadamente, los proyectos para aumentar la infiltración han reducido mucho las inundaciones. No ha muerto nadie en al menos cuatro años. Por otro lado, hemos tenido emergencias por el bulbo húmedo en verano más de una vez, y este año hemos instalado alarmas para eso. Mira, ahí está el gráfico. La gente todavía no se ha acostumbrado a los grados centígrados. A pesar de la nieve de hace unas semanas, en general ya no tenemos inviernos blancos. Para minimizar el efecto isla de calor, estamos reduciendo la altura de los rascacielos, combinándolo con la forestación y el levantamiento del asfalto, pero mucha gente se resiste. 

–¿Se resisten?

–Sí, hay manifestaciones contra el desmantelamiento de las torres, y bloqueos cuando retiramos el asfalto. Suele ser gente de Manhattan. Que además es una de las zonas más concurridas. –Hizo una pausa y me miró.– ¿Cuántos años tienes, Alex?

–Tengo 30, ¿por qué?

–Nada, curiosidad. ¿Y llevas mucho tiempo en el movimiento?

–La verdad es que no. Es decir, hago este trabajo, pero no soy oficialmente miembro de nada. Y hasta hace unos meses sólo participaba en las asambleas de Lisboa.

–Entonces, ¿cómo has acabado aquí? –sonó desconfiado.

–Estoy escribiendo un libro sobre el Gran Cambio y uno de los líderes italianos del movimiento, Gianrocco Fratin, me propuso venir a hacer este trabajo en el continente americano.

–¿Fratin? Es uno de los grandes líderes europeos. A menudo leemos algunas cosas suyas. ¿Cómo es?

–Es muy simpático, inspirador. Y muy implicado. Mi madre también era militante. Marta Garrida. Ella vino aquí.

–No la conozco –dijo sonriendo.

Me volví hacia Edward y le pregunté también por mi madre.

–Era una líder del Ejército Verde.

–¿Cuándo estuvo? 

–Creo que estuvo aquí al final de la Guerra Civil y en los años siguientes.

–Que yo sepa, entonces no había Ejército Verde aquí. Pero sólo llevo cuatro años en el movimiento.

Una vez terminado el almuerzo, la gente recogió sus platos y empecé a hacer entrevistas. Todas eran relativamente parecidas, pero aun así tardaba unos 20 minutos en rellenar cada formulario. Me llevó toda la tarde. Los últimos ya estaban bastante aburridos y se quejaron a Edward; él les respondió que tenían que pasar por ese trámite hoy. Cuando por fin terminamos, más de tres horas después, mientras el último de ellos se marchaba, Edward reapareció trayéndome un plato de comida.

–¿Has terminado todos los informes?

–Sí, por suerte. –Estaba muy cansado.

–Mañana tienes el día libre, pero el plan es coger el tren a Minneapolis pasado mañana por la mañana. Ya te he enviado la información sobre el transporte y cosas interesantes sobre la ciudad a través de NYNET.

–Bien, voy a comprobar la habitación entonces. –Me llevo el plato y el ordenador. –Llevaré la comida a la habitación. ¿Nos vemos mañana?

–Estaré aquí por la mañana. Si necesitas algo, puedes pedírselo a Karl, que debería estar por el pasillo o en tu habitación, que pone «Care» en la puerta. Buenas noches.

–Buenas noches, Edward.

Cuando entré en la habitación, me tumbé, agotado. Cerré los ojos durante unos minutos. Cerré los ojos durante unos minutos y no pude evitar pensar en los terrores del viaje en barco, en los hombres ahogándose. Luego me senté y cogí el informe sobre el viaje de mi madre de Honduras a California. Leí unas líneas, pero estaba demasiado cansado. Abrí el ordenador y volví a los mensajes de Lia.

La lista de organizaciones de las que habíamos hablado estaba más completa, y ahora había un esquema de los vínculos de las organizaciones entre sí. No sólo estaban los estrechos vínculos entre los e-comunistas y el Tratado Mundial, sino también los del Muro y la mafia. Otro archivo que me envió era un podcast de un libro sobre Mozambique, de donde era mi abuela paterna. Abrí el documento y lo reproduje mientras comía. Era un libro escrito por Ali Macuácua, titulado Riptide Barbed Wire, una historia sobre el norte de Mozambique antes de las guerras santas y las revoluciones que llevaron a la creación de la República de África Oriental.

I

El día empezó nublado y gris. Ibo había sido un lugar tan soleado desde que llegamos hace unos meses que hoy parecía un sueño. Rassaba sabía que el día iba a ser de locos. Tenía que recoger sus pocas pertenencias, la ropa de los niños, los juguetes de Ali y las medicinas antes de marcharse. TiAlice les había invitado a quedarse en su casa con su familia, ya que las tiendas blancas de los refugiados no podían resistir la tormenta. Aun así, no había nadie para cerrar las tiendas y vigilarlas. Con suerte, algo podría sobrevivir. O tal vez la tormenta no fuera tan mala después de todo. Tal vez después de la tormenta el administrador podría encontrar una casa para ellos, como había prometido el día en que ella y su hermano habían desembarcado. O tal vez hubiera una forma de volver a tierra firme. Entre sueño y vigilia, Rassaba intentó reunir un poco de energía para pasar el día. Los niños estaban un poco más aletargados, despiertos pero tumbados en lugar de gritar y saltar. 

Se habían vuelto cada vez más así desde que perdieron a sus padres. Assante, el más joven, que había empezado a hablar cuando tenía un año, había dejado de hacerlo. Al menos la semana anterior había vuelto a sonreír. Entreabrió los ojos y Raissa, la segunda mayor, la miraba, con ambas manos bajo la barbilla, sonriendo. No había más que posponerlo, era hora de levantarse.

Cuando abrió la tienda, se dio cuenta de que todo el mundo parecía tener prisa. El barro era espeso y estaba lleno de pisadas y zapatillas. Despertó a Ali con un beso cariñoso y le dijo que fuera a hacer pis. «¡Pero si está lloviendo!», replicó, malhumorado, mientras se dirigía a la calle. Rassaba extendió su capulana sobre la estera de paja del suelo y empezó a abrir una a una las pequeñas bolsas de plástico: dos barras de pan, arroz cocido, plátanos, coco y azúcar. Repartió la comida entre los niños más pequeños, reservando el arroz y algunos paquetitos de curry para más tarde. Ella sólo comió un trocito de pan y un plátano. Esperaba que las mujeres mayores pudieran darles más comida. Probablemente también había grandes sacos de arroz almacenados en el puesto administrativo.

Cerró las bolsas con los restos de comida y la capulana azul y amarilla con la cara de Josina Machel, y se la entregó a Raissa. Puso el resto de sus pertenencias en una bolsa grande de arroz blanco del PAM. 

Mientras Assante y Ali jugaban con un coche de madera y alambre, imitando sonidos de motor, Rassaba pidió a los niños que esperaran mientras ella iba a ver el mar. Aunque siempre había vivido cerca de él, nunca se había sentido muy cómoda cerca del agua. 

Sólo tenía que caminar unos metros para llegar a la playa y ver el océano Índico. Normalmente era azul verdoso, pero hoy era gris y blanco. Diferentes olas convergían y chocaban entre sí, produciendo apagadas explosiones. Se quedó allí, en medio de los barcos anclados en la arena, mirando lo que parecía madera a la deriva yendo y viniendo. Al cabo de unos instantes, se dio cuenta de que era un perro marrón que nadaba hacia la orilla. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano, ya que siempre era empujado hacia el fondo del mar. Desapareció unos instantes para resurgir unos metros más cerca de tierra, pero una ola le golpeó en la cabeza y fue arrastrado de nuevo bajo las olas. El hocico negro y empapado apareció en medio de las aguas blancas, con objetos flotando a su lado –cuerdas, bolsas de plástico, algas, restos de redes de pesca– y aulló débilmente, siendo empujado de nuevo hacia la playa. Rassaba contempló la escena durante unos minutos, viendo cómo el perro luchaba por mantenerse a flote y llegar a tierra, mientras se alejaba cada vez más de las blancas arenas. Finalmente, ya no pudo ver nada y empezó a lloviznar.

Volvió a la tienda y convocó a todos. Los cuatro –Rassaba, Raissa, Ali y Assante– se pusieron en marcha en dirección a la ciudad de hormigón, con las chanclas aplaudiendo al levantarse del suelo embarrado. Empezaron a caminar bajo la lluvia por el viejo pavimento de Ibo. 

TiAlice hablaba mwani, a diferencia de la mayoría de los ibos que Rassaba había conocido. Había mucha gente de Macomia e incluso algunas personas que Rassaba conocía de Mocimboa. Se había convertido en un lugar de encuentro habitual, sobre todo para los refugiados más jóvenes. TiAlice era curandera, aunque algunos la llamaban hechicera, y distribuía pescado seco al grupo de veinteañeros que se reunía en su porche y bajo los árboles de la calle frente a su casa. El grupo no quería que otros se unieran, pero la hija de Alice seguía trayendo a más gente y repartiendo plátanos a los demás vecinos de la calle que pasaban por allí de camino al campamento y de vuelta.

Ese día, cuando los cuatro llegaron a la puerta de su casa, llovía y no había nadie fuera. Rassaba llamó a la puerta y la anciana curandera le abrió con una amplia sonrisa, a la que le faltaban algunos dientes de los lados. «Bienvenidos, niños, quitaos los zapatos y secaos». Había un pequeño hornillo calentando la cocina, donde alguien estaba cocinando cacahuetes. Los chicos se quitaron las camisetas (uno del FC Barcelona, el otro del Bayern de Múnich) y se secaron en una capulana a cuadros que TiAlice les había prestado. 

Se sentaron en la cocina mientras otros llegaban a lo largo de la mañana. Rassaba conocía a toda la gente de allí. La mayoría había llegado del continente después de que Al Shabab atacara sus aldeas. Los cuatro hermanos, ahora al cuidado de su hermana mayor, habían perdido a sus padres a manos de los terroristas y la policía. Las terribles historias que tenían que contar sobre decapitaciones, violaciones, asesinatos, huidas y oscuros escondites las compartían con muchas de las otras personas que estaban allí. Habían llegado a sentirse reconfortados por esta herencia común de horror, dolor y pérdida, por el compañerismo de compartir la miseria del desplazamiento. 

A menudo lloraban abrazados, ella y las madres que habían perdido a sus hijos e hijas, los adolescentes y niños que ahora estaban solos en el mundo, o que simplemente habían sido separados de sus padres y no sabían nada de las familias que habían dejado. TiAlice se convirtió en un lugar común y una persona común para esta asamblea de tristeza, a la que iluminaba con su amabilidad, sus sopas calientes y sus canciones. Era vieja, pero nadie podía decir cuántos años tenía. Su hija debía de tener unos cincuenta años, y nunca vieron más hijos ni nietos, lo cual era muy extraño, pero quizá no para una hechicera. Dijo que ahora era de Ibo, que había sido su hogar durante muchos años, pero que su casa había florecido con la llegada de los refugiados. Aquella mañana, nadie recordaba las tragedias recientes. Todos estaban preocupados por el futuro, no por el pasado.

A las 11 de la mañana, llegaron las últimas personas: un hombre fuerte y muy moreno entró con la hija de TiAlice. Tendría unos 20 años, más que ella, y sonrió a todos a su paso. Le preguntó a Rassaba, en swahili, si podía sentarse a su lado y ella asintió con la cabeza. Rassaba estaba sentada con Assante en su regazo. El hombre, que se presentó como Ismail, estaba empapado y les contó que afuera estaba lloviendo a cántaros, con un río donde hace una hora había una calle. El viento silbaba a través del tejado de zinc y las ventanas tapiadas. Tia les dio a todos media barra de pan y unos cacahuetes y todos los mordisqueaban. Dos hombres mayores cerraron la puerta con clavos y un martillo. A mediodía, en la casa había treinta y una personas y dos perros. De vez en cuando, otras personas llamaban y gritaban fuera, pidiendo entrar, pero Tia no decía nada y nadie intervenía en su favor.

Los niños cantaban a voz en grito mientras TiAlice y su hija consolaban a la gente y repartían agua. Había una habitación al fondo con una letrina en el suelo, protegida de la vista sólo por una vieja cortina de colores a modo de puerta. El techo de la cocina y los salones, apenas iluminados por simples lámparas, empezó a gotear. Primero pequeñas gotas, luego gruesas, y finalmente un goteo constante de agua corría por las paredes y llegaba hasta los cables eléctricos que conducían a las lámparas. Finalmente, la electricidad de la casa hizo un cortocircuito con el estallido de una de las bombillas. Rassaba ni siquiera sabía cómo la casa de la tía tenía electricidad, ya que no había visto ningún generador en el exterior. La casa estaba ahora a oscuras, con unos pocos hilos de luz que entraban por las rendijas de las ventanas y el techo. Raíssa y Ali, que hasta entonces habían estado cantando medio divertidos medio asustados, se sentaron junto a Rassaba, se cogieron de las manos y lloraron. Assante mantenía los ojos cerrados mientras ella le tarareaba canciones de cuna al oído. Pasaron las horas.

El ruido del exterior era tan fuerte que parecía que la gente gritaba y golpeaba para entrar. La letrina pronto se desbordó y varios centímetros de agua fétida empezaron a subir a su alrededor. Rassaba sintió claramente el roce del pelaje mojado contra sus piernas y, a su lado, Raíssa se estremeció cuando una rata intentó trepar por su pierna. Todo el mundo estaba ya de pie, excepto Alice, que tenía un taburete de madera para sentarse y fumaba un cigarrillo Chesterfield al revés, con el filtro sobresaliendo. El sonido se hizo tan fuerte que la mayoría se tapó los oídos. Los niños lloraban ahora, pero no se oía nada más que el viento y la lluvia del ciclón Kenneth.

Cuando el agua les llegó a las rodillas, Ismail empezó a gritar y se volvió hacia TiAlice, señalando hacia arriba. Rassaba comprendió: debían intentar encontrar un lugar más alto donde quedarse. Rassaba pensó en el lugar donde habían dormido aquella noche, muy por debajo del barrio de cemento, y en todas las tiendas que se habían instalado allí. Ahora debían de estar completamente sumergidas, igual que todos los que se habían quedado, ignorando las advertencias. TiAlice hizo un gesto para que todos se calmaran, levantando con las manos algunos de sus muebles flotantes. El sonido seguía aumentando y no se oía nada más. Era como estar en medio de ondas de choque ininterrumpidas. La gente se miraba y gritaba, pero no se oía nada, lo que les obligó a recurrir a señales, apenas visibles en la oscuridad.

De repente, la cocina se iluminó un poco. La luz procedía de la habitación contigua. Todos miraron hacia allí, donde el tejado de zinc empezaba a levantarse, dejando pasar la luz, el viento y la lluvia. Los niños se aferraron a Rassaba y ella, a su vez, al brazo de Ismail. Ahora les llovía mucho en la cara. Y entonces ocurrió.

La pared de adobe donde estaba la puerta de entrada se derrumbó de repente hacia fuera, arrastrando partes del suelo con ella. Una joven fue arrastrada hacia el suelo de tierra. Si no hubiera sido porque un grupo de manos la agarró y tiró de ella, habría desaparecido en el pesado torrente de barro que fluía ruidosamente hacia el exterior. Todo el mundo retrocedió hacia donde había estado el muro. El techo tembló y la gente se cubrió la cabeza. Pero en lugar de derrumbarse, simplemente desapareció en el aire, haciendo que todos en las cuatro habitaciones de la casa entrecerraran los ojos debido al destello de luz que entró en toda la casa. La pared de la cocina empezó a desmoronarse de arriba abajo, ladrillo a ladrillo, mientras Ismail señalaba desesperadamente hacia arriba. TiAlice también les hizo señas para que subieran por la calle de atrás, señalando la puerta de la cocina. Corrió hacia las demás habitaciones, cubriéndose la cara para protegerse de los escombros que volaban por la casa. Escapar de la casa era urgente y la gente empezó a arrancar las tablas de madera que protegían la puerta.

Rassaba cogió a Assante y Ali, con Raissa a su lado, y los siguió hasta la puerta. Quería coger sus cosas, pero Raissa no las había cogido y ahora era imposible encontrarlas. Cargando con el peso de sus dos hermanos pequeños y siendo sostenida por su hermana al salir, Rassaba pensó que no podría caminar mucho tiempo con todo el mundo pesándole. 

Había perdido de vista a TiAlice y a su hija. La calle principal era un auténtico río de agua fangosa y objetos, y la velocidad de la corriente amenazaba con arrastrar a cualquiera que osara aventurarse en ella. Así que empezaron a caminar por calles más pequeñas, con algunas personas subidas a los porches más altos. A la intemperie, pudo ver que todas las palmeras habían caído, la mayoría de las casas habían perdido sus paredes y muchas carecían de tejado. En el cielo volaban todo tipo de objetos, pero sobre todo hojas de palmera y tejas, en todas direcciones. Mientras caminaban por el callejón que Rassaba creía que era el que Tia había indicado antes de salir, un ladrillo rojo cayó justo sobre la espalda de Raíssa, que a su vez cayó al agua turbia. Rassaba, con dos niños en el regazo, se arrodilló junto a su hermana pequeña, gritándole que se levantara. Sus lágrimas se mezclaron con la intensa lluvia mientras Rassaba luchaba por levantarse, cubierta de barro y con la espalda sangrando. Rassaba dejó a Ali en el suelo y le dijo que le sujetara la pierna mientras ella ayudaba a Raissa a levantarse y caminar. Ahora caminaban descalzos por un río de escombros que les llegaba a la cintura. Sintió que algo le golpeaba la pierna y le desgarraba la piel bajo el agua. Estaba seguro de que no sobrevivirían.

Sin embargo, el sonido empezó a desvanecerse rápidamente hasta casi el silencio y la lluvia cesó por completo. Ahora podía oír claramente a todo el mundo, incluida ella misma, llorando y gritando en la distancia. Un grupo de personas, encabezadas por Ismail, se acercó a ellas, hablando inusualmente alto, una costumbre de horas antes. Se echó a Ali a la espalda y cogió a las niñas de la mano, llevándolas calle arriba hasta el fuerte.

Apenas habían entrado en el fuerte cuando comenzó de nuevo el sonido atronador, con la furia del ciclón de vuelta y los objetos alzando el vuelo una vez más. Sin embargo, el viejo edificio no vaciló. A pesar de la lluvia torrencial y el fuerte viento, Rassaba no creía que fuera a inundarse, y los sacos de arena llenaban las entradas más vulnerables. Perros, gatos y ratas correteaban por allí, pero Rassaba se permitió sentirse más segura. Pidió a Ismail que le ayudara a encontrar un lugar para ella y sus hermanos y para que alguien atendiera sus heridas. Tenía un corte largo y sangrante en la pierna izquierda, Raissa tenía un agujero en la espalda y todos, excepto Assante, tenían cortes y magulladuras en los pies. Ismail le dijo que sería difícil conseguir ayuda médica pronto, señalando a un grupo de camillas en el suelo junto a ellos, donde al menos cinco personas sangraban profusamente, rodeadas por dos mujeres vestidas de profesionales de la salud, y dos niños muertos. Les acercó vendas y una botella de agua y les cubrió las heridas. Raissa lloró cuando intentó limpiarle la herida, que sangraba profusamente. Los chicos dormían en una colchoneta en el suelo entre un coro de gemidos. El nuevo cabeza de familia tenía la boca completamente seca. Las hermanas se cogieron de la mano y Raissa preguntó: «¿Qué día es hoy?».

Era el 25 de abril de 2019. A las cuatro de la tarde, lo peor del ciclón Kenneth, el más fuerte que ha azotado África continental hasta el momento, había llegado y pasado por encima de Ibo, en dirección al continente, donde devastaría Macomia y Quissanga, además de golpear Pemba, Mocimboa da Praia, Palma y toda la costa de la provincia mozambiqueña de Cabo Delgado. Kenneth azotó Cabo Delgado en plena estación seca. El calor en el Canal de Mozambique (el océano entre la costa de Mozambique y la isla de Madagascar) era lo suficientemente alto como para que Kenneth se intensificara de tormenta de categoría 1 a tormenta de categoría 4 en un solo día. La velocidad del viento alcanzó los 215 kilómetros por hora. Más del 90% de las casas de Ibo quedaron destruidas. Rassaba cumplió 13 años ese día.

La provincia más septentrional de Mozambique, Cabo Delgado, ha sufrido la devastación de muchas de sus ciudades y pueblos, pero ninguna tanto como Ibo, una isla paradisíaca en el océano Índico conocida por sus edificios históricos del siglo XV, que mezclan estilos africano, árabe y colonial. La isla está justo en medio del Parque Nacional de las Quirimbas, una de las regiones con mayor biodiversidad del mundo, donde antaño existieron tiburones, ballenas, delfines, tortugas, mantarrayas, elefantes, leones, hipopótamos, leopardos, búfalos, kudus, elands, perros salvajes africanos, hienas y todos los peces y aves coralinas que se pueda imaginar. 

En pocos años, millones de personas serían asesinadas y desplazadas en una guerra entre el Estado Islámico, el ejército mozambiqueño, mercenarios rusos del Grupo Wagner y el ejército ruandés. Durante este periodo, la costa de Maputo a Palma sería devastada por más de una docena de ciclones, a veces más de uno al año. El califato de Aden Ayro se erigiría durante este periodo, apoderándose los franceses totalmente de las prospecciones petrolíferas en el Rovuma, de la explotación de diamantes, rubíes y madera en tierra firme e imponiendo una devastación total en las zonas forestales, contribuyendo así a la desaparición de millones de animales, entre ellos todos los leones, leopardos y perros salvajes africanos. La batalla por reconquistar el califato, formado por partes del norte de Mozambique y el sur de Tanzania, lanzaría la creación de la República de África Oriental, declarada en el Año del León, año en que desapareció el último león africano.

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