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‘42/18 – Una sombra de la revolución

Capítulo 18 de la serie de ficción '42. En esta entrega, Alex continúa su investigación en Bogotá, una ciudad llena de vitalidad e impresionantemente adaptada a la crisis climática. Allí, el protagonista conoce a la presidenta del Tratado Mundial sobre el Clima y a un miembro del partido ecomunista, quienes le explican el pasado de América Latina.
‘42/18 – Una sombra de la revolución
Foto: Ilustración de Nuno Saraiva.

Bogotá no se parecía a ningún lugar que hubiera visto antes. Mi rápido paso por Medellín –llegando y entrevistandome con ecomunistas en la misma estación de tren– ya me había impresionado, pero los grandes incendios habían afectado a las montañas y bosques que la rodeaban, y la ciudad había perdido muchos habitantes. No ocurría lo mismo con Bogotá, que ahora era la segunda ciudad más grande de América, con 11 millones de habitantes. Tras atravesar una zona montañosa muy boscosa por la que viajamos durante las oscuras horas de la noche, por la mañana se abrió una llanura y apareció ante nosotros la ciudad, roja y brillante, al fondo de la cual se alzaban grandes montañas verdes cubiertas de nubes. Toda la ciudad oscilaba entre el rojo de los edificios y el verde de las plantas, reflejando el sol de una enorme cantidad de paneles solares en los tejados. Al acercarnos, nos dimos cuenta de que la mayoría de los tejados estaban cubiertos de plantas y árboles. El color y la vitalidad de la ciudad eran impresionantes. Más tarde, me explicaron las enormes ventajas de Bogotá para resistir la crisis climática. Situada entre cordilleras andinas, la ciudad estaba rodeada de humedales y retenciones de agua, incluso zonas de «producción»: los famosos «páramos» de Sumapaz, Chingaza, Guacheneque y Cruz Verde. 

El clima era muy estable e incluso en los peores momentos del año 1.8 y en los años de El Niño nunca se produjeron situaciones letales por el calor. Los mayores riesgos de la ciudad estaban asociados a las inundaciones y a las islas de calor, que podían y han podido reducirse drásticamente en pocos años. Para ello era fundamental la mejora de las viviendas y su adecuado aislamiento, para que fueran seguras y confortables. Quizá por eso la gente era tan amable. Y hermosa. Era un lugar distinto a todos los que había visto en mi viaje. Al llegar a la magnífica estación de La Sabana, me recibe una mujer de unos cincuenta años, morena y de ojos profundos, con un elegante vestido blanco y un bloc de notas en la mano. Me resultaba familiar, pero nunca he sido muy bueno con las caras. En cuanto me vio, se acercó, presentándose:

– Hola, Alex. Me llamo Elizandra Márquez.

– ¿Liz Márquez?

– Sí –sonrió. No la había reconocido, pero estaba claro quién era: Liz Márquez, la presidenta del Tratado Mundial sobre el Clima, quizá una de las mayores celebridades políticas de nuestro tiempo. 

– Es un placer. No sabía que alguien tan importante iba a venir a verme. –Empecé a peinarme el pelo despeinado–. Estoy despeinado, no sé cuántas semanas llevo en trenes y barcos…

– No te preocupes, te presento a Andrés Zerega, del Partido Ecomunista Colombiano. –Un hombre muy moreno, de rasgos finos, ojos negros, vestido con pantalón militar y camisa blanca me tendió la mano. 

– ¡Buenos días, compañero! –me dijo con su famoso acento colombiano. Yo había empezado a abandonar el uso de mi Babel para el español, y sólo ahora empezaba a apreciar las diferencias entre los países. Liz me cogió de la mano.

– Alex, estamos encantados de recibirte y ayudarte en tu investigación. También me alegra decirte que llegué a conocer tanto a tu padre como, sobre todo, a tu madre, que fue indispensable en el Gran Cambio aquí en América. Espero que puedas quedarte con nosotros unos días antes de viajar a Caracas.

– Claro que sí –respondí sin pensarlo. Iba a quedarme, aunque eso significara trabajar en el apretado horario que Gianni me había dado. No sólo podría saber más sobre lo que le había pasado a mi madre, ¡sino que incluso podría hablar con Liz Márquez!

Subimos al flamante metro de Bogotá, una estructura suspendida que cruza la ciudad por encima de los extensos jardines y huertos plantados ahora donde antes había carreteras de ocho carriles llenas de coches, camiones y motos. Dentro del metro había una exposición sobre la ciudad antes de la Gran Transformación, que permitía ver la ciudad hace treinta años en tiempo real a través de las ventanas digitales y compararla con ese momento. Y ¡qué diferencia! La ciudad, que antes parecía hermosa, era ahora una especie de estampa solarpunk, con la perfecta integración de tecnología y naturaleza, llena de gente. El metro paró en el Parque Central, donde estaba la sede del Tratado Mundial sobre el Clima. Era una enorme torre de ladrillo rojo, antigua sede de una compañía de seguros, uno de los últimos rascacielos de la ciudad. Se veían las ruinas de la antigua sede, destruida en un atentado del Muro hace cinco años. Era un edificio cercano, conservado con los daños intactos en recuerdo de la masacre, me explicó Liz. 

bogotaelvis

– Queremos que la gente recuerde lo que fue el Muro, que no hicieron nada bueno en ningún momento, que habrían estado bien en la Edad Media, que representan tanto la violencia religiosa de los Yunques como la violencia criminal del Clan del Golfo.

– ¿Quiénes son?

– En América Latina, el Muro era una coalición de malhechores reaccionarios: Cruzados por Cristo, la Iglesia Universal, los Yunques, Autodefensas Unidas, los Partidos Republicanos, los Escuadrones Bukele, Tren de Aragua, Clan del Golfo, los cárteles de Sinaloa y Cali, el PCC… Y muchos más. Combinaban su programa político ultraconservador, antimujer y anticomunista, con la violencia brutal de las mafias. Era una alianza natural, porque el desmantelamiento del capitalismo llevó al crimen organizado a intentar ocupar espacios vacíos y crear nuevos negocios y nuevos feudos para explotar a la gente. En muchos lugares, antes de que comenzaran las revoluciones ecomunistas, ya formaban parte efectiva del aparato capitalista e incluso del aparato estatal. ¿Entramos? – Asentí con la cabeza y me dirigí con Liz y Andrés a un ascensor que nos llevó a la última planta. Salimos a la terraza.

– Vinimos a ver las vistas.

– Increíble, Liz. — A un lado se veían las montañas, al otro la ciudad, y justo al lado del edificio una especie de coliseo romano–. ¿Qué es?

– Es la antigua plaza de toros. ¿Te puedes creer que hasta que apareció el Covid bovino se seguían celebrando corridas de toros aquí y en otros países? Ahora es sólo un magnífico anfiteatro donde se representan grandes obras de teatro y conciertos internacionales por holograma–. Es más, la ciudad se construyó hasta donde alcanzaba la vista.

– En la ladera de la montaña se ha trabajado mucho –explicó Andrés– para eliminar las especies forestales que ardían tanto y plantar varias franjas de protección y contención del terreno. Un riesgo importante al pie de las sierras eran los corrimientos de tierra cuando había fuertes lluvias. Hasta la fecha, no se ha producido ninguna catástrofe.

De vuelta en el despacho de Liz, donde varios mapas del mundo estaban salpicados de chinchetas y pegatinas, Andrés se ofreció a ocuparse de mis consultas mientras yo me quedaba con el presidente. Acepté. Después de darme una vuelta por el oeste de la ciudad, por los barrios reconstruidos tras las inundaciones de la década pasada –Suba, Kennedy y Fontibón–, Liz me llevó a la sede del partido ecomunista, que estaba en el barrio de Ciudad Bolívar. Esta zona popular de Bogotá solía ser uno de los barrios marginales más asolados por la delincuencia de la ciudad, bajo el control de bandas como los Paisas y los Looney Tunes, pero tras el fallido golpe del 29, una combinación de fuerzas del Ejército Verde y el GAOR expulsó a la estructura criminal de la zona y en un tiempo récord empezó a estabilizar las laderas y a reconstruir el barrio. También se instaló allí la sede ecomunista para impedir el regreso del crimen organizado. Durante años las bandas intentaron volver y sabotearon la construcción del barrio, provocaron incendios en las zonas boscosas, cortaron las conexiones de agua y electricidad, pero el barrio persistió hasta que se rindieron, me explicó Liz. Me asombró mucho el teleférico que pasaba por encima de las casas, y me deslumbró el colorido de todo el barrio. Una vez en la sede, me llevaron a una habitación sencilla para descansar. 

Después de cenar, llamaron a mi puerta. Era Andrés, y traía las consultas terminadas. Qué alivio, ¡no tener que preocuparme más por eso! Me preguntó si podía entrar. Le dije que sí, y acabamos pasando la noche juntos. 

A la mañana siguiente leí los mensajes de Lia. Pensé que me sentiría mal por lo que había pasado esa noche, pero no. Ni siquiera estaba celosa de que hubiera ido a casa de su ex pareja Mei. Tenía razón, no éramos dueños y no nos pertenecíamos. Me disculpé y hablamos más tarde esa mañana. Decidí no contarle lo de Andrés porque podría pensar que tenía una venganza, cosa que no era cierto. Además, no estaba enamorada de él y pronto me iría de Bogotá. Necesitaba dejar de pensar en lo que le había pasado a ella y a mí como si fuera un monstruo de siete cabezas. 

Al día siguiente paseé por el barrio con Andrés. Nacido y criado en Bogotá, tenía 27 años y militaba en el partido desde los 14: se había afiliado cuando el intento de golpe. Un buen número de evangélicos y católicos progresistas habían empezado a unirse a los ecomunistas y al Nuevo Mundo después de la Gran Hambruna, pero los padres de Andrés, evangélicos, sólo se decidieron cuando oyeron el llamamiento golpista desde los púlpitos de la Iglesia Universal del Reino de Dios. 

Reunieron a toda la familia –Andrés y sus cuatro hermanos– y se afiliaron al partido. Mientras sus padres se dedicaban principalmente a tareas administrativas para el movimiento, Andrés se dedicó a la seguridad, ya que desde muy joven había participado en algunos de los combates del contragolpe que restableció la democracia en Colombia. Paseando por la ciudad, me explicó cómo Bogotá podía hacer frente a tanta gente: disponía de una enorme cantidad de agua, ahora gestionada de forma ejemplar, casi el 70% de todos los alimentos que necesitaba la ciudad se producían dentro de ella, algunos de ellos en hidroponía en los penúltimos pisos, bajo los tejados verdes que cubrían casi toda la ciudad. Había un flamante sistema de tratamiento y reciclaje de aguas residuales y toda la energía se producía en la ciudad. Durante el almuerzo nos reunimos con Elizandra. Andrés nos dejó, volviendo a su trabajo, que sinceramente no me había dado cuenta de cuál era.

– Andrés es una compañía excelente. Me alegro de que estuviera disponible para ayudarte –me dijo, y no me di cuenta si había un segundo significado allí.

– Sí, ha estado genial. Tengo listos todos los informes de Bogotá, lo que ayuda mucho. Es una tarea muy repetitiva. Incluso creo, francamente, que la información que saldrá de estos informes será limitada para hacer grandes evaluaciones.

– Usted sabe que habrá otras evaluaciones que hacer, no se preocupe.

– ¿Es usted del movimiento?

– Oficialmente, no. Pero conozco a mucha gente en el liderazgo. Tengo que hacerlo, ¿no? Mi posición significa que tengo que entender mucho de lo que pasa en el mundo hoy en día y el movimiento ecomunista, en muchos países, es la principal fuerza que hace cumplir el Tratado.

– Pero el Tratado cuenta con el apoyo de otras organizaciones.

– Sí, por supuesto. Y lo ideal sería que no necesitará el apoyo de ninguna organización. Pero usted sabe que las nuevas naciones, las ciudades libres, las rutas del futuro, todo esto crea una enorme confusión no sólo en términos de estructura organizativa y a quién tenemos que apoyar y pedir cuentas, sino también quién, por conveniencia o dificultad, empieza a fallar. Y fallar en varios de los términos del Tratado significa millones de muertos, significa comunidades enteras arrasadas, territorios colapsados. Y necesitamos fuerza porque nuestra tarea no ha terminado. Se ha producido el Gran Viraje, es cierto, pero hay muchos lugares en los que ha sido incompleto y también muchos en los que las cosas están empeorando. Estamos especialmente preocupados por la previsión de otro El Niño el año que viene. Tenemos que empezar a enfriar el planeta.

– ¿Y cuáles son los planes para ello?

– Desgraciadamente no hay una fórmula mágica, las tecnologías que podrían funcionar consumen una cantidad absurda de energía y recursos, que en la mayoría de los casos no tenemos. 

– ¿Está hablando de geoingeniería?

– Las propuestas de geoingeniería del Tratado fueron derrotadas por abrumadora mayoría hace más de una década. Eso no quiere decir que cada vez que la temperatura empiece a subir no vuelvan de nuevo con estas propuestas. Pero los intentos a gran escala por parte de los ingenuos gobiernos del llamado «Septiembre Rojo» en Europa a finales de los años 20 fueron una catástrofe, acabaron con lo que quedaba de las cosechas en el valle del Po y en cuanto dejaron de hacerlo la temperatura se disparó a nivel local. 

– ¿Y lo qué ocurrió en Irán?

– La aventura de Irán y Turquía se llevó a cabo desafiando el Tratado, ni siquiera formaban parte de él en aquel momento. Y no avisaron a nadie, simplemente lanzaron aerosoles a la estratosfera para controlar la entrada de energía solar. Inmediatamente bajó la temperatura, pero no de forma localizada, como pretendían. La radiación solar que llegaba al suelo disminuyó un 30% y los cereales de ese año en Ucrania y Rusia básicamente no crecieron. Y luego, cuando los distintos países de alrededor amenazaron con actuar, dejaron de hacerlo y la temperatura global volvió a subir. Las olas de calor de aquel año mataron a cientos de miles de personas. Pffff. Pero mira, quería hablarte de tu madre.

– Sí, por favor. Puedo decirte lo que sé, y sería interesante que me dijeras qué más sabes.

– Sí, claro. Entonces tal vez yo también sepa más. La conocía a ella y a tu padre desde antes de que existiera el movimiento ecomunista, pero no estábamos juntos con regularidad.

– Así que mi madre dejó Portugal justo después del año 1.8. Por lo que sé, entró directamente en la Descarbonária y se fue a Nigeria. No sé qué hizo allí, sí participó en la revolución o no. Pero antes de que acabara la Guerra Civil, ya había salido de Nigeria rumbo a Estados Unidos, donde reclutó equipos de Descarbonária. Después, sé que se unió al Ejército Verde, que formó parte de las primeras rutas del futuro en Centroamérica, que fue herida allí y que después vino a Sudamérica. Y que fue asesinada por el Muro en México hace seis años.

– ¿No la has visto desde que dejó Portugal?

– La vi una vez, estuvo tres días en casa después de siete años fuera. –Sentí que se me amargaba la voz.

– Pobre Alex –Elizandra se acercó a mí y me abrazó. Y lo que podría haber sido sólo un sollozo se convirtió en un llanto. Intenté apartarme pero ella me abrazó con más fuerza–. Déjalo salir.

Y lo hice. Un torrente de lágrimas y sentimientos brotó de mí en ese momento: tristeza, abandono, rabia, orgullo. Quería abrazar a mi madre que había muerto lejos de mí, que había dejado a su familia para ir a salvar a otras familias, para ir a salvar el futuro. ¡Oh mamá, joder! ¿Por qué no me abrazaste la última vez que te vi?

Cuando por fin empecé a calmarme, Liz se apartó, secándome las lágrimas. 

– Lo siento mucho. ¿Estás mejor? –Sonreí, aún con lágrimas en la cara.

– Sí, gracias.

– Tanta gente ha perdido a familiares y amigos en las últimas décadas, unos por catástrofes, otros por hambrunas, otros por detener al monstruo que se alzaba sobre nosotros. Espero que sepas lo indispensable que era tu madre para el movimiento, al menos aquí en Sudamérica. Pero sabes que ella no era la primera fila, odiaba ser una figura pública, era la maestra de los cuadros revolucionarios, una mujer de teoría y acción, una gran estratega y una defensora intransigente de la superación de la monstruosidad capitalista. Ella formó muchos de los cuadros revolucionarios que hicieron la Revolución Brasileña e incluso aquí en Colombia. Y por lo que sé, también tuvo excelentes contactos con las asambleas indígenas. Si hubiera sido menos tímida, habría sido recordada como un nuevo Che Guevara, pero siempre prefirió quedarse atrás, ayudando a otros a dirigir el futuro.

– ¿Estuvo entonces vinculada a la Revolución Brasileña?

– Sí, desde luego. Estaba en Brasil en aquella época con el Ejército Verde, no puedo decirle exactamente lo que hizo sobre el terreno, no sé si formó parte de la Lanza Climática, pero formó parte del consejo que preparó la revolución. Sé que se quedó después, tanto en la reforma agraria como en la lucha contra los pirómanos y el PCC.

– ¿EL PCC?

– El Partido del Comando Capital, uno de los mayores grupos de delincuencia organizada del mundo. Después de las revoluciones, y sobre todo cuando se formó el Muro, hubo una reorientación del movimiento para frenar a los grupos criminales que intentaban reiniciar el capitalismo con una violencia extrema. Tu madre pertenecía a la dirección del Ejército Verde y después de salir de Brasil se implicó en estas tareas.

– Por lo que sé, tuvo experiencias terribles con criminales en América Central.

– Todo el mundo las tiene.

– ¿Y sabes algo de su muerte?

– No se nada.

– Todavía fue a Brasil, ¿no?

– Sí. Deberías averiguar más sobre ella allí. Estoy seguro de que más gente puede decirle lo que hizo específicamente. Sé que es muy celebrada por varios líderes.

Seguimos hablando de la situación en América Latina, con las nuevas naciones indígenas creadas por la Federación Internacional Indígena y el frecuente resurgimiento, en diversas formas, del crimen organizado.


Noticias: El Clan del Golfo ocupa la región de Barranquilla en Colombia

La organización criminal conocida como el Clan del Golfo sigue desafiando al gobierno de Bogotá al declarar zona autónoma el distrito de Barranquilla. Después de que el grupo criminal fuera expulsado de varios territorios en la última década, y de que se extinguiera la versión latinoamericana del Muro, el reciente anuncio tomó por sorpresa a los dirigentes colombianos. Vera Albudazor, miembro del Consejo Bolivariano Ecomunista, anuncia que «el Ejército Verde está elaborando planes para acabar de una vez por todas con la presencia de esta banda en la región», mientras que Víctor Galán, de Mundo Nuevo, sostiene que «debe haber una negociación con los grupos criminales, deben dejar las armas y disolverse, y para ello debe haber una contrapartida, que ya está garantizada por la legislación de descarcelación, aplicada actualmente en la mayoría de los países del continente americano, a excepción de Texas, Mississippi, Arkansas y Tennessee». El Clan del Golfo acumuló experiencia durante los años anteriores a la Gran Transformación, operando en un momento dado como una verdadera multinacional de la logística, administrando regiones de Colombia, regulando el tráfico de drogas, contrabando y personas, recaudando impuestos y gestionando, entre otras cosas, el transporte y la energía de varias pequeñas ciudades.


Esa tarde, Liz me llevó a visitar el gran lago de Bogotá y luego los humedales cercanos a la ciudad, los «páramos», ecosistemas ribereños latinoamericanos que han sido protegidos para aumentar su capacidad de retención de agua y también porque son gigantescos sumideros de carbono, tan importantes para bajar la concentración de carbono en la atmósfera y la temperatura. Bastaba con recorrer unos kilómetros en dirección a las montañas y ya no se veía ni se oía la ciudad, tal era la densidad de la selva, preamazónica allí. Liz me explicó que durante años la temperatura de Bogotá había bajado a causa de los incendios forestales que asolaban la Amazonia, que teñían el cielo de amarillo y hacían llover gris durante semanas.

Esa noche, ya en la sede del movimiento, esperé a que Andrés volviera a llamar a mi puerta, pero no lo hizo. Mantuve una conversación telefónica con Gianni (sin mencionar a Lia y Ettore, ¿lo sabía?) en la que cuestioné la repetición de las pesquisas ciudad tras ciudad, y él insistió en la necesidad de esa extensa documentación. Me dijo que podía tardar un poco más, pero que en ese caso tendría que coordinarme con el movimiento ecomunista a nivel regional para comunicarles cuándo llegaría. Por último, me preguntó cómo iba mi «Historia de la Gran Transformación», como él la llamaba, y le insistí en que las consultas me estaban ocupando tiempo de investigación, energía y lectura. Me pidió que intentara que las secciones locales del movimiento organizaran las encuestas por mí, pero que en ese caso tendría que darle información sobre mi opinión de lo que ocurría en el movimiento en cada uno de los lugares, lo que acabaría suponiendo tanto o más trabajo que las encuestas estandarizadas.

Al día siguiente, Liz llamó a la puerta de mi habitación temprano, aunque yo ya estaba despierto. Iba a viajar urgentemente por una gran inundación catastrófica que había comenzado dos días antes en Paraguay. Se ofreció a llevarme a Manaos. Y una vez más, sin consultar a Gianni y a pesar de nuestra conversación de la noche anterior, acepté. Me saltaría las dos paradas en Venezuela, pero intentaría rápidamente que Liz me diera alguna información. Andrés vino a despedirse, pero lo hizo muy rápido. Confieso que me sentí un poco dolida. Pero el viaje continuó. Me arreglé y me reuní con Liz.

– ¿Cómo vamos?

– Hay un helicóptero eléctrico para estas emergencias. 

Sobrevolamos los Andes mientras Elizandra me hablaba del movimiento ecomunista en Venezuela, bastante débil en un país aún traumatizado por la violenta independencia del Zulia y la fuerza del Tren de Aragua, un grupo criminal que intentó una y otra vez atentar contra el poder en Caracas. Cuando empezamos a cruzar el Amazonas, se hizo visible, hasta donde alcanzaba la vista, la enorme extensión de la zona quemada, con pequeños incendios ardiendo en diversos lugares, normalmente rodeados de equipos de bomberos zapadores. Estábamos fuera de la temporada de incendios, pero seguía ardiendo. La devastación era enorme, el resultado de décadas de quemas y de incendios provocados, a menudo por razones políticas, pero que afectaban a todo el continente, a todo el mundo.

Amazonia

Por fin, cientos de kilómetros después de sobrevolar aquella devastación de zonas quemadas salpicadas por zonas milagrosamente todavía verdes, empecé a ver las largas hileras de árboles jóvenes que se replantaban, siguiendo el relieve y destacando entre el gris y el negro. Y entonces, por fin, apareció el Amazonas. Era enorme. Tenía mucha agua por todas partes, varios tonos de verde entremezclados con marrón claro. Y el río Amazonas, de color marrón amarillento, serpenteaba entre las masas de árboles. Qué maravilla. Y no se acababa nunca. Nadie hubiera imaginado que más de la mitad del Amazonas había desaparecido en los últimos 30 años.

– Por fin conseguimos ampliar la zona. De hecho, para ser realistas, finalmente estamos logrando detener el área quemada. Pero hay incendios todos los años, es muy difícil –me explicó Liz–. Hace unas décadas, recuerdo haberlo oído cuando estaba en Europa, se decía la idiotez de que había que forestar todo para absorber carbono y que eso solucionaría la crisis climática. Como si el aumento de las temperaturas no fuera a aumentar los incendios y a perder todo lo que habían absorbido los bosques en crecimiento. En fin. Intentamos ampliar los bosques cuando es posible, pero tienen que ser los bosques adecuados, en el terreno adecuado, tienen que tener agua y no convertirse en un peligro para otros árboles más viejos. Así que ya ves, otro problema. 

– En Portugal ha habido una gran reforestación y sustitución de eucaliptos, cientos de miles de hectáreas.

– Sí, conozco el proceso. Tengo que confesar que era muy escéptico sobre la propuesta. Pero hasta ahora va bien. Tiene la diferencia de tener gente allí, en el bosque, ¿no? Y la ventaja de que es una zona pequeña.

– Ya hemos cruzado un área varias veces el tamaño de Portugal sólo en este viaje, ¿no?

– Es verdad.

– Liz, ¿mi mamá no estaba en Colombia?

– No lo sé. Sabes que no soy colombiana, soy de Chile. Creo que tu mamá se estaba recuperando en algún país de aquí cuando ocurrieron los golpes en Brasil y Colombia. Los golpes empezaron con manifestaciones contra el aborto y los pecados LGBT, en «defensa de la familia», como decían ellos. Culpaban de las hambrunas y las inundaciones a lo que llamaban traiciones a las leyes de Dios. Les quedaba la historia de las sectas de los Niños profetas. La gran fuerza detrás del Muro en América Latina fueron los evangélicos, pero rápidamente fueron apoyados por milicias y liberales, que respondieron a todo con más saqueos, más ataques a la naturaleza, más destrucción. En Colombia, la respuesta fue rápida y hubo grandes movilizaciones de la izquierda durante semanas. Duraron tanto y fueron tan fuertes que el gobierno surgido del golpe fue incapaz de gobernar. Las fuerzas armadas no les obedecieron. Cuando una alianza de campesinos, el Ejército Verde e incluso paramilitares se unió al proceso, los golpistas huyeron a Panamá.

– ¿Y en Brasil?

– En Brasil el golpe duró más y llevó a la revolución.

– ¿Dónde estabas tú en ese momento, Liz?

– ¿Yo? Estaba en Argentina terminando la exploración de gas en Vaca Muerta. Ya estaba negociando para cerrar los pozos. Yo, como tantos otros, estaba asegurándome de que el Tratado no retrocediera y de que detuviéramos las emisiones en sus puntos de origen. A veces esto provocaba conflictos. No fue hasta años más tarde, y muchos pozos cerrados después, cuando me eligieron presidente del Tratado.

– Cada uno tiene sus tareas, ¿no?

El piloto, un hombre rubio de unos cincuenta años, de piel arrugada y ojos claros, que había permanecido en silencio todo el viaje, nos avisó: íbamos a aterrizar unos minutos. Cuando aterrizamos en el helipuerto, nos esperaban dos chicas jóvenes.

– Son tus camaradas, Alex. Tenemos que seguir.

– Gracias por traerme. ¿Te volveré a ver?

– Nunca se sabe, Alex. Nunca se sabe. Me gustaría. Sabes, creo que estás haciendo algo que realmente necesitamos. Y tal vez seas la persona indicada para organizarlo a gran escala.

– ¿Hacer qué?

– Traer de vuelta el periodismo.

– ¿OK…?

Liz se me acercó y me abrazó. Me susurró al oído que ya era hora de que me uniera al movimiento, que ya no estaba fuera. Se despidió con un beso en la mejilla.

Cuando el helicóptero despegó, yo ya caminaba con las dos mujeres que habían venido a recogerme –Sueli y Ana– hacia un edificio cercano. Era una antigua fábrica, la sede del movimiento en Manaos. Me llevaron a una sala donde había un retrato de mi madre junto a un gran mural sobre la Revolución brasileña. 

– Bienvenido, Alex Águas. Conocemos bien la historia de tu madre, una de las sombras de la revolución –dijo Sueli, muy seria.

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