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Netflix se ha lanzado a adaptar clásicos de la literatura que se consideraban inadaptables al audiovisual. Que si El problema de los tres cuerpos –que ya tenía una versión china bastante más fiel al original, pero en fin–, que si Pedro Páramo. Y ahora Cien años de soledad, recién aterrizada en la plataforma de la gran N roja en su primera tanda de ocho episodios. El clásico de Gabriel García Márquez, una obra seminal para la literatura latinoamericana en particular y en español en general, fundamental en la educación ética y emocional de un par de generaciones.
Vaya, un embolado de narices.
En otros lugares se han analizado más y mejor las semejanzas y diferencias entre novela y serie. No hace falta darles demasiadas vueltas: es imposible una traslación literal. La versión audiovisual pelea constantemente con su derrota, pues es imposible transmitir la sensación de mezcla entre narración oral e historia telúrica, que surge escupida de las mismas entrañas de los cimientos de Macondo –y de América, y del mundo– como si fuese el oro que José Arcadio Buendía pretendía desenterrar usando imanes.
Solo el arranque –que ya revelaba el primer teaser–, uniendo la lectura de Aureliano Babilonia de la historia de su familia con el fusilamiento del coronel Aureliano Buendía y la célebre frase el hielo, consigue rozarlo. Pero nada, es un parpadeo, porque la lógica de las ficciones seriadas actuales, los corsés que no admite que tiene, y más en la plataforma por defecto –ya no ‘vemos la tele’, ahora ‘vemos Netflix’– exigen explicarlo todo clarito. Y así es imposible.
Lo más interesante del planteamiento ‘empresarial’ de Cien años de soledad, la serie, es la pareja de directores. De un lado, el argentino Álex García López, un realizador todoterreno industrial que lo mismo te firma episodios de The Acolyte para Disney+ que las adaptaciones a imagen real del anime Cowboy Bebop –eso sí que fue blasfemia–, The Witcher o personajes Marvel. Del otro, Laura Mora, una de las cineastas colombianas más prestigiosas como autora de la actualidad, ganadora de la Concha de Oro de San Sebastián en 2021 con Los reyes del mundo y que en su curriculum tiene varios Premios Macondo, los Óscar cafeteros.
A ella le toca el capítulo más político de todos, el 6, titulado simplemente El coronel Aureliano Buendía, que trata la transición del mencionado de artesano y tímido hombre de letras a héroe liberal y líder rebelde. Parecería el más político, y el más poético, pero el siguiente, el 7, firmado por García López, Arcadio y el paraíso liberal, nos regala un giro con algunas escenas añadidas respecto al libro.
La principal es tener a Aureliano perdido en la ciénaga donde sus padres, cuando cruzaron las montañas para fundar Macondo, se perdieron andando en círculos, renunciando a llegar algún día hasta el mar. El coronel se tropieza con el espectro de una versión joven de su padre (y eso que esté aún vive), que lo reconoce y lo abraza como si aún fuese un niño, pero también con la premonición del cuerpo de Amaranta Úrsula, su sobrina bisnieta, entrevisto en las escenas iniciales de la serie y que morirá dando a luz al último Aureliano, el niño con cola de cerdo que pondrá fin a la dinastía.
Es de suponer que en la segunda parte de la novela llegaremos a ver las explotaciones bananeras y el pueblo rodeados de alambre de gallinero que ya vivirán los sobrino-nietos del coronel, pero el tono de lucha contra la naturaleza, de pueblo al que engulle la selva y al mismo tiempo es casi vomitado por ella, ya está ahí, luchando por salir. La evolución de Macondo es la de la civilización, con el Estado presentándose sin ser requerido en forma de corregidor, pero también la de unos Buendía intentando rechazar su propia condición de intermediarios entre el aquí racional y ese algo, inasible, que hay más allá. Aunque la serie se empeñe en que alguno de ellos hable el idioma de los wayús (o guajiros, para usted y para mí, españoles colonialistas).
La cuestión con el realismo mágico es que presenta como ordinarias, o al menos contingentes, cuestiones que escapan de lo explicable racionalmente, pero que guardan una lógica en sí misma. Esta narración insiste en ser épica, cuando necesita, precisamente, lo contrario. Ese cuentacuentos telúrico que nos lo cuenta desde el fondo de la Tierra no se dedica, en el fondo, a otra cosa que exponer lo que simplemente son las cosas normales de su pueblo. El que pone lo extraordinario es el espectador o el lector, es quien sale y entra. Aquí la norma del tono no alcanza ese equilibrio. No asume que es un cuento.
En ese sentido, Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda, está más cerca del tono que podría tener una adaptación menos fiel en la letra pero mucho más en la música. También las historia de Palomar, otro pueblo ficticio de algún país de América Latina puesto en viñetas a lo largo de décadas por Beto Hernández, que además muestra a sus personajes leyendo con fruición a García Márquez. Incluso la animada Encanto, que superheroiza a los Buendía en los Madrigal y exotiza tan a lo loco que uno casi se marea.
En Cien años de soledad se cuela a veces esa mirada pensada para unos espectadores que consideran lo blanco y anglosajón la norma, incluso aunque sean paisanos del que sale en la pantalla. A veces en las explicaciones innecesarias sobre la lógica mágica de los personajes, otras caracterizando a Aureliano Buendía como una suerte de Emiliano Zapata idealizado, aunque su creador siempre señalase que está basado en Rafael Uribe Uribe.
Cuidado: es una adaptación académica, pero no estúpida o sin sentido. Al contrario, está muy pensada, a veces demasiado, sin darse cuenta que mejora cuando se deja llevar y utiliza el lenguaje cinematográfico para remedar la sensación de río que nos arrastra que lograba la voz impresa de García Márquez.
La serie podría haberse quedado a vivir en un plano secuencia del primer episodio, donde nos pasea por el primer Macondo, un pueblito de “veinte casas de barro y caña brava” donde todo el mundo cría a los niños en comunidad y José Arcadio hijo se pasea en cueros colándose entre animales domésticos y las piernas de los adultos. Un momento el que la voz en off (¿de Aureliano Babilonia desde el futuro, leyendo a un Melquiades cifrado en sánscrito?) cita la otra célebre frase, la de que el mundo era tan nuevo que algunas cosas no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo, en lectura poco sutil de la infancia del hombre, no la del mundo, que existe aunque no esté bautizado, como nos recordará la fiebre del insomnio.
Y que finaliza con la imagen también nada ambigua del enjaulamiento de los pájaros, el empeño de José Arcadio Buendía padre en domesticar una naturaleza exuberante, salvaje e incontrolable, que acabará por reclamarlos de vuelto a sus vísceras, junto al oro que los imanes nunca podrán sacar.