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Hace unos días, escuchaba un podcast de NPR –la radio pública estadounidense– sobre la destrucción que están causando este año los incendios en Brasil, con tan mala fortuna que la corresponsal aludió específicamente a la gravedad del fuego en zonas habitadas por pueblos indígenas debido a que éstos dependen de la naturaleza para sobrevivir. Esa falacia que se ha adueñado de nuestros resortes cognitivos, consistente en juzgar las biografías humanas –sobre todo, las urbanas– desvinculadas del mundo natural, como si hubiese otro, se manifestaba una vez más invitando indirectamente a la despreocupación de un hipotético hombre civilizado, habitante independiente de la naturaleza, a quien el territorio calcinado, según esta lógica errada, no le afectaría.
Pero resulta que ese sujeto no existe, pues todas y todos respiramos aire que contiene oxígeno para vivir; nos alimentamos con vegetales cultivados en suelo fértil o con animales alimentados a base de esos cultivos –soja, por ejemplo–; y, en general, cualquier paso que demos viene determinado por algún tipo de eso que llaman ‘recurso natural’: energía solar, fósil, etc. La corresponsal tal vez querría haber dicho que tales pueblos ancestrales se suministraban en su día a día de materias primas cercanas, y aquel ejercicio de recolección suponía tanto un sustento como un trabajo.
Nos hemos acostumbrado a concebir vidas y trabajos como entidades externas a una biosfera sin la cual no podríamos haber nacido. Es tan sangrante la aporía, la confusión es tan grande, que continuamos actuando cotidianamente cegados por dicha disociación. En lo que respecta al desempeño de una labor a menudo a cambio de un salario, podríamos estar de acuerdo con el filósofo Jorge Riechmann, quien distingue entre una época de construcción del estado del bienestar caracterizada por la alianza del trabajo y el capital contra la naturaleza, y una etapa neoliberal definida como la ‘guerra del capital contra el trabajo y la naturaleza’.
En la primera, aún quedaban resquicios de derechos laborales, quizás virutas meritocráticas, restos de una socialización a veces sindicalizada. En la segunda, en cambio, eso se va esfumando; pero ambas se alían en torno a un destrozo sistemático de distintos paisajes, ya radique este en el extractivismo minero o petrolero que abastece la batería o el motor de los coches, en la deforestación destinada a producir muebles desmontables con que adornar el salón o en el derroche hídrico que suele conllevar la fabricación de moda rápida.
Es importante destacar que el trabajo no ha desaparecido en la segunda fase; es más, su potencial para la devastación ecológica probablemente se haya incrementado en relación con la anterior, así que la biosfera siempre sale perdiendo. Ahora bien, deberíamos considerar los factores de dicha ‘guerra’ que, quizá por no librarse, la corresponsal en Brasil identificó como dependencia exclusiva de lo natural. Según ese argumentario subyacente, actuar de manera belicosa contra tu propio planeta sería lo que te desconecta de él en el imaginario colectivo.
Pero analicemos los factores de tal conflagración, pequeños síntomas del desvarío mental tristemente popularizado. Por un lado, hallamos los trabajos de mierda, la expresión acuñada por el antropólogo David Graeber para delimitar el siguiente fenómeno: la ristra de empleos, funciones o contratos que, mejor o peor pagados, son inútiles socialmente y, si desparecieran, el mundo no se hundiría. La mayoría de cariz burocrático, esos curritos contribuyen a la debacle climática sin nutrir en nada el bien común y, de acuerdo con Graeber, su propósito apenas cuadra con una suerte de dominación estructural de nuestros cuerpos.
Yo añadiría, además, otro tipo de empleo o subeconomía pensada como efímera, etérea, desmaterializada pero profunda y materialmente dañina. Me refiero, claro está, a la nube –la metáfora vaporosa es elocuente– y derivados. Cada vez más colectivos denuncian la vasta demanda energética de los centros de datos, de los cuales se calcula que ya usan entre el 1% y el 1,5% de la electricidad global, esperándose además un incremento en el gasto energético del 160% conforme se generalice el uso de la Inteligencia Artificial –según The Guardian–.
El despliegue laboral carente de aportación social, unido a la digitalización ubicua que acarrea, para más inri, la expansión del capitalismo de la vigilancia –concepto de la pensadora Shoshana Zuboff– ejercen tal presión contra los ecosistemas que valdría la pena cuestionar el entramado del empleo desde el prisma climático, sin desmerecer reclamaciones asociadas a la retribución económica, la edad de jubilación, etc. Así, el famoso dicho el trabajo mata –presente en un cómic maravilloso– abarcaría espacios superiores a la casa, la oficina o la fábrica, aunque estos lugares también sufriesen las consecuencias.
Habría que preguntarse entonces si en una economía verdaderamente sostenible seríamos capaces de priorizar las destrezas necesarias para que la vida continúe su curso –y no las que actúan en detrimento de esa germinación–; de eliminar empleos deletéreos para con el medio ambiente, nuestros cuerpos y la salud terrestre en general, asegurándonos siempre de que los trabajadores desplazados cuenten con una red de apoyo que les garantice una transición libre de penurias; si podríamos retroceder o ralentizar la omnipresencia cibernética y algorítmica, a la cual –al parecer– nos hemos vuelto adictos; o si sería posible una reducción drástica de la jornada laboral a partir de razonamientos opuestos a los ahora preponderantes.
Es decir: trabajaríamos menos porque somos parte y partícipes de la naturaleza y, dentro de tal simbiosis, no cabe la destrucción del hábitat, esto es, de nosotros mismos, de igual manera que el pájaro construye su nido y no le prende fuego. Para alcanzar tal punto de raciocinio primero habríamos de mirarnos al espejo como seres ecodependientes, imbuidos de una noción holística del yo donde el mismo quede, justamente, difuminado: este libro que leo antaño fue eucalipto; este vestido sobre la piel contiene trazos viscosos de animales muertos; cuando escribo, la luz de la pantalla recuerda a un hoyo en la tierra.
Hemos aprendido a volar como pájaros, a nadar como los peces, pero aún no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos…(Luther King)
A más tecnología, a más inteligencia artificial, más dispersos, más extraviados de nosotros mismos.
Los grandes sabios decían «Simplifica, Conócete, aceptate, supérate», «Sin salir del patio de tu casa puedes conocer el mundo»
Cada año mueren en nuestro país millones de aves cazadas de forma ilegal, envenenadas, como consecuencias de electrocuciones o de colisiones. Todas muertes innecesarias.
Todo lo que conocemos depende de la salud de nuestros ecosistemas y para protegerlos frente a los delitos ambientales necesitamos llegar a las personas más comprometidas.
Años y años robando el agua de Doñana, ejerciendo una violencia extrema sobre un espacio natural único, nuestro pulmón en Europa.
Si han hecho lo que han hecho con un espacio protegido como Doñana, ¿te imaginas lo que pueden llegar a hacer en los espacios naturales donde nadie mira?
Solo gracias al apoyo con el que contamos, somos capaces de llevar los delitos ambientales a los tribunales, de recuperar espacios naturales a punto de agotarse y de devolver a la naturaleza lo que es suyo, creando reservas donde la biodiversidad se regenera y las aves pueden volar y criar seguras. (Seo BirdLife)