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Por Beatriz Felipe Pérez, Mònica Guiteras Blaya y Miguel Fernández Astudillo (Enginyeria Sense Fronteres)
Las recientes inundaciones en el norte de Europa y China, junto con los incendios en Estados Unidos y las temperaturas extremas que se están alcanzando este verano en Canadá, nos recuerdan que el cambio climático está aquí. Sus impactos son perceptibles en todos los rincones del planeta, aunque no todas las regiones, ni todas las personas, los sufrimos de igual manera. El cambio climático, que actúa como multiplicador de las desigualdades existentes, tiene peores repercusiones para las personas y poblaciones más vulnerabilizadas. Además, representa una amenaza para la paz internacional.
Aunque no existe un consenso claro sobre la relación directa entre cambio climático y conflictividad, diferentes estudios señalan que la crisis climática sí está influyendo en el desarrollo de conflictos armados y de otro tipo, ya que, en combinación con otros factores políticos, sociales y económicos, puede ser un factor multiplicador de amenazas que pongan en riesgo la paz y la garantía de los derechos humanos a diferentes escalas.
La complejidad de los vínculos entre medio ambiente, cambio climático y conflictividad se materializa de diversas maneras. Por ejemplo, en Cabo Delgado, en Mozambique, la extracción de recursos naturales (agrícolas y combustibles fósiles, entre otros) ha potenciado graves conflictos armados. El modelo extractivista actual no es muy diferente al de épocas coloniales. Los productos que el capitalismo global demanda, desde gas natural a biocombustibles, se obtienen de países como Mozambique. De forma sistemática, las empresas se apropian de estos recursos, marginando y despojando del territorio a las poblaciones locales.
La crisis climática y los conflictos también tienen importantes impactos de género. En contextos de conflictos armados, los efectos de la crisis climática, sumados a la destrucción provocada por la violencia, pueden derivar en un notable incremento de las desigualdades de género y en un deterioro considerable de las condiciones de vida, especialmente en mujeres y niñas, así como en la población LGTBIQ+. Las cargas en términos de cuidados y sostenimiento de la vida aumentan y, al mismo tiempo, las desigualdades se incrementan y se manifiestan en aspectos como mayores niveles de violencia, déficits nutricionales para las mujeres e incremento de las dificultades para acceder a los sistemas de salud y de educación.
Otra de las consecuencias de la crisis climática y la conflictividad se relaciona con la movilidad humana. Tanto directa como indirectamente, los impactos de la crisis climática influyen en la movilidad de las personas. De hecho, de acuerdo con datos del Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos, los desastres (vinculados o no con la crisis climática) indujeron tres veces más desplazamientos internos en 2020 que los conflictos: 9,8 millones de nuevos desplazamientos asociados a conflictos y violencia y 30,7 a desastres.
Una forma de movilidad climática asociada muchas veces a una gran conflictividad es la reubicación de las comunidades más afectadas. En Brasil, por ejemplo, en la isla de Cardoso, en el estado de São Paulo, la comunidad de Enseada da Baleia se vio afectada durante mucho tiempo por la erosión causada por la fuerza destructiva del mar. Para hacer frente a las amenazas crecientes, la comunidad decidió reubicarse. Sin embargo, las soluciones que les ofrecieron las autoridades fueron rechazadas, ya que consideraban que afectarían gravemente a su estilo de vida, sus relaciones, sus tradiciones y su sistema de organización sociopolítica. Desde 2010, la comunidad se había venido organizando de acuerdo con un sistema feminista de economía solidaria, que, junto con la movilización colectiva para alcanzar un objetivo común basado en la ayuda mutua y gratuita y el acompañamiento de organizaciones como la Red Sudamericana para las Migraciones Ambientales (RESAMA), fue esencial en el proceso de reubicación.
Los líderes políticos han priorizado las ganancias corporativas por encima del bien común, exacerbando las vulnerabilidades climáticas y reforzando las injusticias sociales, económicas y de género. Además, en demasiadas ocasiones intentan hacer frente a la emergencia climática mediante enfoques inadecuados y poco holísticos, abordándola como un problema aislado que debe ser “resuelto” mediante soluciones técnicas insostenibles. Por ahora, estos mismos gobiernos están luchando ante la crisis climática cambiando las fuentes o la matriz energética a una de base renovable pero sin transformar el modelo extractivista de raíz, por lo que se siguen expoliando y militarizando territorios en pro de la seguridad energética de unos pocos.
En Brasil, por ejemplo, el Movimiento de Afectados por Represas (MAB, por sus siglas en portugués) viene luchando desde hace más de 30 años ante los impactos de las represas hidroeléctricas, que en este país son sinónimo de expolio y desplazamiento forzado. La construcción de estas represas obedece a modelos energéticos supuestamente más verdes y con menores emisiones de gases de efecto invernadero pero, en realidad, son fruto de un modelo autoritario liderado por las grandes multinacionales que da lugar a graves afectaciones para la Amazonia, sus ecosistemas y las personas que la habitan. Se benefician, principalmente, las élites gubernamentales y las de la industria extractiva y minera, mientras que el racismo energético hace que la mayoría de las personas sea excluida de los beneficios de este supuesto desarrollo.
Otro ejemplo de conflictos ocasionados por la implantación de supuestas políticas energéticas verdes se encuentra en México, donde la defensa del territorio ante la construcción de parques eólicos con capital transnacional español y francés ha desencadenado violencia y agresiones hacia la comunidad zapoteca de Unión Hidalgo, en Oaxaca. Como reclaman desde ProDESC, la falta de consulta previa, libre e informada para la implementación de estos megaproyectos, junto con la ausencia de políticas para proteger a las personas defensoras, incrementa el riesgo al que se enfrentan estas poblaciones vulnerabilizadas.
En definitiva, la transformación hacia una sociedad global más justa, basada en modelos energéticos renovables, a la vez que democráticos y distribuidos, necesita de gobiernos que prioricen la justicia climática. Además, no se puede hacer frente al cambio climático sin cuestionar el paradigma capitalista, patriarcal y colonial en el que vivimos, por lo que los ecofeminismos y los movimientos antirracistas son esenciales a la hora de definir políticas que de verdad pongan freno a la crisis climática y permitan la construcción de paz.
Este texto recopila algunos de los aspectos más relevantes abordados en las Jornadas internacionales ‘Alta Tensión’, sobre emergencia climática y conflictividad, organizadas por Enginyeria Sense Fronteres el pasado mes de junio de 2021. Se puedes acceder a las grabaciones de las ponencias aquí.