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Es tiempo de manzanas. Se acerca el final del verano en el hemisferio norte, los frutos han madurado y hace semanas que la recolección está en marcha. De las grandes plantaciones del valle del Ebro a los manzanos de sidra de Asturias y Galicia, los agricultores observan expectantes el resultado del esfuerzo de todo un año. Parece que 2022 no traerá una cosecha abundante en España, la sequía ha causado estragos. Y eso que las raíces del manzano han buceado hasta lo más hondo de la tierra en busca de algo que beber.
Los manzanos no son árboles de raíces especialmente profundas. Aun así, aunque la mayoría se extiende en los primeros 50 centímetros de suelo, algunas llegan hasta los seis metros de profundidad. En realidad, para estas especies frutales, como para casi todos los árboles y plantas, la mayor parte de la vida tiene lugar bajo tierra. De media, la copa de un árbol representa alrededor del 30% de su volumen total. El resto son raíces que comparten espacio con minerales, materia orgánica, millones de microorganismos diferentes, agua y aire.
Aunque mientras caminamos sobre él no solamos prestarle mucha atención, el suelo está vivo. Se calcula que en una cucharadita de tierra viven entre 100 y 1000 millones de microorganismos. El suelo es el hogar de una cuarta parte de la biodiversidad terrestre y nuestra principal fuente de materias primas. De su salud dependen nuestros alimentos, nuestra madera y las fibras con las que fabricamos nuestros tejidos, entre otras muchas cosas. En las últimas décadas lo hemos ido llevando al límite, aunque no hemos sido la primera especie en hacerlo en la historia del planeta.
Los dinosaurios que exprimen el suelo
La Tierra no siempre ha estado cubierta de tierra. El suelo que recubre la parte superficial de la corteza terrestre es un conjunto de elementos biológicamente activos y ha ido generándose a lo largo de millones de años, a través de la desintegración de las rocas y los minerales y de la acumulación de los residuos que miles de millones de seres vivos han ido depositando en él. El suelo, además, está hueco, solo que a una escala que los seres humanos no podemos percibir.
De acuerdo con la FAO, solo la mitad del volumen del suelo está constituido por materiales sólidos (45% minerales y 5% materia orgánica). El resto es espacio poroso formado por macroporos y microporos donde el agua, los nutrientes y el aire pueden circular o quedarse retenidos. Los macroporos no retienen agua y son responsables del drenaje y la aireación del suelo, y forman el espacio donde se forman las raíces. Mientras, los microporos retienen el agua que acabarán consumiendo las plantas.
El suelo, además, no tiene una estructura permanente y es sensible a las presiones que le llegan desde la superficie. Los animales y los vehículos que recorren la tierra hacen que este se vaya compactando. Cuanto más pesados, más se comprime todo. En los casos más extremos, se deterioran las propiedades del propio suelo y se pierde fertilidad y capacidad productiva. Es decir, el suelo llega a compactarse tanto que los seres vivos que lo habitan, incluidas las plantas, lo tienen más difícil. Ha habido al menos dos momentos en la historia en los que esto ha sucedido: el Mesozoico y la actualidad.
“Basándonos en lo que sabemos sobre compactación, suponemos que los dinosaurios compactaron el suelo de forma similar a como hacen hoy los grandes vehículos agrícolas. Puede que hayan inducido un estrés incluso mayor en el suelo y es probable que los grandes herbívoros se desplazasen por caminos compactados o parcialmente sumergidos en agua, por eso el cuello largo sería una ventaja para alcanzar la comida”, explica Thomas Keller, de la Universidad de Uppsala, en Suecia.
Aunque lo parezca, Keller no es paleontólogo, sino investigador del departamento de suelo y medioambiente de la facultad de ciencias agrícolas. Junto a Dani Or, del Instituto Tecnológico de Zúrich, en Suiza, acaba de publicar un artículo en el que señala que el uso de maquinaria pesada para arar y cultivar los campos está comprometiendo la viabilidad del suelo tal como lo conocemos y su capacidad para seguir sustentando alimentos en el futuro. El aplastamiento del suelo puede ser similar al que causaron en su día los dinosaurios, aunque la extensión afectada es mucho mayor.
La solución para un suelo sin espacio
El peso de un camión cargado de manzanas varía mucho. De los 3000 kilos de los vehículos más pequeños para distancias cortas hasta las 20 toneladas o más en los grandes camiones. Una cosechadora de trigo, como las que se usan en la mayoría de campos de Castilla, supera también las 20 toneladas (y las 30 una vez cargada de cereal). A mediados del siglo pasado, cuando las primeras máquinas de la revolución verde empezaron a recorrer los campos de Estados Unidos, una cosechadora no superaba las cuatro toneladas. Los inmensos diplodocus que habitaban el planeta hace 150 millones de años, pesaban alrededor de las 20.
“Debido a la compactación, el suelo se vuelve más denso y se reduce el espacio poroso. No solo se reduce el volumen de los poros, sino que los poros también están menos conectados”, añade Keller. “En consecuencia, se reduce la conductividad para el agua o el aire y la capacidad de difusión de oxígeno hacia el interior del suelo y de dióxido de carbono hacia fuera. Estos cambios alterarán a su vez la composición y función de las comunidades microbianas y aumentarán la resistencia mecánica para que crezcan las raíces. Todos estos factores influyen negativamente en el crecimiento de los cultivos”.
Es decir, comprometen la productividad de alimentos y limitan la capacidad de los suelos de almacenar carbono. “Cuando perdemos productividad debido a la compactación, necesitamos más superficie de tierra para compensarla o aumentar los insumos para aumentar los rendimientos, como, por ejemplo, mediante fertilizantes químicos”, subraya el investigador. “Ninguna de estas son buenas opciones”. ¿Cuáles son, entonces, las soluciones disponibles?
De acuerdo con el investigador, un suelo compactado necesita varias décadas para recuperarse de forma natural. Además, es difícil descompactarlo de forma artificial (mediante la labranza profunda, por ejemplo), y se corre también el riesgo de debilitar la estructura y la composición de la tierra. “Al final, siempre es mejor prevenir la compactación que intentar solucionarla después”, explica Keller.
Entre las soluciones preventivas, el investigador menciona la posibilidad de cambiar los grandes tractores por grupos de máquinas más pequeñas y automatizadas, repartir el peso de la maquinaria entre más ruedas (aunque se aumente el área afectada, se reduce la presión) o confinar el tráfico de vehículos pesados a zonas fijas, manteniendo el resto de los campos intactos. Crear caminos como los que en su día recorrieron los grandes dinosaurios herbívoros, y salvar el resto.
Está, también, la opción de abandonar gradualmente las prácticas industriales en la agricultura, aunque el camino es mucho más complejo. La industrialización agrícola ha logrado reducir los precios de los alimentos y aumentar la productividad de los campos a niveles nunca antes vistos. Pero lo ha logrado, en gran parte, gracias a externalizar costes ambientales como la contaminación del suelo y de los acuíferos por exceso de nutrientes, alterar el ciclo del agua y del nitrógeno y, también, compactar la tierra hasta dejarla sin aire.
«LA INDUSTRIALIZACIÓN AGRÍCOLA ha externalizado costes ambientales como la contaminación del suelo y de los acuíferos por exceso de nutrientes, alterar el ciclo del agua y del nitrógeno y, también, compactar la tierra hasta dejarla sin aire».
Y lo más importante: la industrialización de la agricultura no se puede comparar a los sanos alimentos que cultiva el agricultor de subsistencia, el que sigue cultivando de modo tradicional.
La industrialización agrícola, como todas las máquinas y en todos los ámbitos , ha dejado sin trabajo a decenas de millones de personas.
El mundo ha quedado en manos de máquinas y robots y el ser humano, la clase trabajadora, sobramos, ya no nos necesitan.
Mejor sería que todos trabajáramos y no hubiera tantas máquinas, mucho más gratificante que una máquina, es el trato directo entre las personas. Las máquinas nos han deshumanizado, nos han aislado, nos han hecho más individualistas y egoistas.
HA COMENZADO LA MEDIA VEDA.
Durante la temporada estival y coincidiendo con el mes de agosto comienza la caza de media veda: una práctica cinegética con la que mueren miles de aves cada año, muchas de ellas migratorias o sin haber terminado el periodo reproductor.
Algunas de las especies que se permite cazar están en grave declive, como la codorniz común, incluida en la categoría «En Peligro» del Libro Rojo de las Aves de España. Las especies amenazadas ya encuentran dificultades por la pérdida de hábitat, los incendios forestales y muchas otras causas a las que se suma la caza de media veda, por este motivo pedimos a las Comunidades Autónomas que no autoricen esta práctica para especies amenazadas o que presentan declive poblacional, y que no permitan la caza en espacios calcinados recientemente por el fuego.