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Kristen R. Ghodsee es profesora de Estudios de Rusia y Europa del Este y miembro del Grupo de Graduados en Antropología de la Universidad de Pensilvania. En los últimos años se ha dedicado a rastrear experimentos relacionados con formas alternativas de convivencia, de compartir nuestras propiedades o de criar a la infancia. Un trabajo que se concreta en su libro Utopías cotidianas. Lo que dos mil años de experimentos pueden enseñarnos sobre vivir bien (Capitán Swing).
Su último libro es una provocadora invitación a desnaturalizar las inercias económicas y culturales que sostienen los sistemas de opresión, apostando por recuperar un impulso utópico anclado en la importancia de las transformaciones en la vida cotidiana. Sostiene que cortocircuitar nuestras inercias culturales y desarrollar formas alternativas de convivir, comer, moverse, vestir, amar… puede provocar transformaciones más duraderas que algunos gestos de activismo público. Aunque no son incompatibles, ¿por qué lo cotidiano debería gozar de esa centralidad?
Escribí este libro en respuesta a la reacción de mi libro anterior, Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo [editado también por Capitán Swing], que se centraba en el papel del Estado a la hora de mejorar la vida de la gente y ponerla por delante de los beneficios económicos. Entonces surgían dos tipos de dudas: ¿qué sucede si los gobiernos caen en manos de líderes autoritarios contrarios a estos enfoques? ¿Y qué protagonismo podemos tener las personas corrientes a la hora de cambiar nuestras vidas?
Para responderlas acudí a la obra de Alexandra Kollontai y sus conversaciones con Lenin, durante los primeros años de la Revolución Rusa, cuando era comisaria de Bienestar Social. Ella insistía en la idea de que si no cambiaban las relaciones en la esfera privada, los cambios en la esfera pública no funcionarían. No le hicieron caso, fue ignorada, pero creo que estaba en lo cierto. Tiene que haber una revolución en el ámbito privado igual que en el ámbito público.
Muchos activistas, mayoritariamente masculinos, son radicales sobre cómo deberíamos reorganizar la sociedad, pero muy conservadores en sus vidas personales. Este libro plantea cómo el capitalismo se apoya en la esfera privada para funcionar. Así que intentar cambiarla implica abordar políticamente cuestiones como la convivencia, los cuidados, la crianza, la familia… y para ello resulta útil dar visibilidad a esos maravillosos ejemplos de comunidades alrededor del mundo que han intentado transformar la vida doméstica.
En el libro reconstruye el hilo invisible que conecta formas alternativas de convivencia y de compartir recursos desde los falansterios a las comunidades religiosas, desde las ecoaldeas a los proyectos de cohousing. Ahí cobra especial importancia la autonomía de las mujeres y la responsabilidad colectiva en las tareas de los cuidados. Estas innovaciones suponían una redistribución de la riqueza, pero especialmente del uso del tiempo. ¿Cómo valora este vínculo entre recursos y tiempo?
El trabajo social y reproductivo se hace de forma no pagada en los hogares y eso nos aboca, como plantea el feminismo, a una crisis, pues avanzamos hacia escenarios donde se va a demandar una creciente cantidad de cuidados (mayores, infancia, enfermos…). Ante esta evidencia hay varias respuestas. La solución conservadora es que las mujeres vuelvan al hogar y hagan este trabajo gratis. En la solución capitalista, vinculada al feminismo liberal, las mujeres deben acudir al mercado, hacer dinero y contratar a alguien más pobre para que haga estas tareas.
La solución socialista plantea socializar el trabajo doméstico a través del Estado y los servicios públicos. Y existe otra solución que pasa por cooperar entre nosotros mismos. Reimaginar nuestros espacios domésticos y comunidades para que sean más inclusivos, permitiendo una mayor responsabilidad colectiva en las tareas de cuidados. Y esto es especialmente importante allí donde no hay un Estado redistributivo.
Estas prácticas comunitarias suponen una redistribución más equitativa de los recursos, pero especialmente del tiempo. En lugar de tener a una mujer en su casa haciendo todo este trabajo, hay muchas personas compartiéndolo, por lo que se reduce la dedicación exigida. Cuando las mujeres ganan autonomía hacemos sociedades realmente más libres, también para los hombres.
Uno de los rasgos compartidos por estos experimentos salvajes que recorre, a lo largo de dos milenios, es la de integrar la familia en unidades de convivencia más amplias y colaborativas. Frente a las epidemias de soledad no deseada y la privatización de la vida, con todos sus sesgos y carencias, el utopismo buscaba fórmulas para hacernos cargo colectivamente de nuestra interdependencia. En la actualidad, ¿dónde encontraríamos las experiencias más inspiradoras?
Estoy pensando mucho en eso ahora, y creo que la clave es la manera en que las personas comunes en el mundo están consolidando relaciones con sus amistades y creando comunidades. En todo el mundo jóvenes, mujeres viudas u hombres mayores están dando pasos para convivir juntos. No pensamos en su radicalidad, pero se están formando constelaciones humanas muy profundas que no se basan en vínculos sanguíneos. Y esto es especialmente importante entre la comunidad queer, donde la gente busca una «familia elegida» para construir relaciones basadas en la amistad y el apoyo mutuo que no pasan necesariamente por la familia nuclear.
Un ejemplo inspirador serían las ecoaldeas. Muchas de ellas están en Europa. La gente se muda allí, al campo, por razones ambientales, y busca fórmulas conjuntas de reducir su impacto ecológico sobre el planeta. Otro ejemplo son las comunidades religiosas, obviadas por las personas de izquierda al asociarse a posicionamientos conservadores. Históricamente es muy relevante el rol de las comunidades religiosas que, por una razón u otra, conviven colectivamente junto a personas extranjeras, cuidan de la infancia abandonada o acogen a jóvenes de orfanatos. Y eso llega hasta hoy, donde distintas confesiones religiosas tienen comunidades orientadas al cuidado y el acogimiento de personas en problemas.
A lo largo de la historia siempre hay grupos de personas que deciden vivir juntas en comunidad, criar a sus hijos en común y compartir sus recursos. No importa si es por razones seculares, si son anarquistas, feministas o budistas, es el mismo patrón básico. Y ese patrón es transcultural y transhistórico, persiste a lo largo del tiempo, muestra que todos podríamos vivir de otra manera si decidimos hacerlo. Se encuentra en estas comunidades utópicas, pero luego hay un montón de experiencias intermedias, como los proyectos de cohousing.
«Tenemos el desafío de redefinir lo que significa disfrutar una vida buena en el Antropoceno»
Una de las críticas más corrientes a este tipo de iniciativas es que mayoritariamente son de grupos sociales acomodados, por lo que sus propuestas se ven con distancia. Y eso contrasta con los elevadísimos niveles de bienestar personal que muestran quienes habitan estas comunidades intencionales, debido a vivir de forma más coherente, con personas afines y dinámicas cooperativas, con refuerzos positivos… . ¿Cómo podría evitarse que se conviertan en burbujas aisladas y aumentaran su replicabilidad? ¿Resulta democratizable la utopía?
Efectivamente, algunos estudios científicos evidencian cómo la gente que vive en estas comunidades se posiciona en niveles más elevados de bienestar personal. No es sorprendente, pues la gente que vive en comunidades intencionales o cohousings lo ha elegido así, por lo que describen niveles más altos de felicidad, índices más bajos de soledad no deseada y un uso más satisfactorio de su tiempo. Además, en estos proyectos suelen disponer de reglas y mecanismos para lidiar con conflictos de una manera que las familias no tienen necesariamente. Y, por último, estos proyectos son especialmente beneficiosos para las personas tímidas, pues socializan mejor en espacios intermedios y controlados, siendo plenamente conscientes de ello.
En relación a las burbujas, la clave sería el federalismo, del que el cooperativismo dispone de muchos ejemplos exitosos. Estos proyectos deben ser de una escala humana pero pueden interconectarse, de forma que la gente pueda moverse entre ellos y a través de ellos. Hoy, todos tenemos una familia, pero éstas existen en un barrio más amplio, en una comunidad, en una sociedad. Y tenemos nuestra base, que es nuestra familia, y luego disponemos de diferentes niveles de comunicación política con la sociedad más amplia. Y creo que eso podría ser válido para nuestras familias extensas, nuestras familias cooperativas, nuestras familias escogidas.
Valores alternativos como la austeridad, la propiedad común y las comunidades de iguales se ensayaron por comunidades religiosas acusadas de heréticas. Posteriormente fueron secularizados por el utopismo y banalizados por buena parte de la historiografía. Y sin embargo, sus aportes forman parte de los avances en distintos campos del conocimiento (urbanismo, educación, diseño…) además de ser fuente de inspiración para algunas de las políticas públicas más transformadoras. ¿Sigue el utopismo funcionando como un repositorio para el diseño de políticas públicas?
Tenemos cuatro grandes crisis en el mundo. La primera es la climática, la segunda es la desigualdad, la tercera es la epidemia de soledad no deseada en lugares como Estados Unidos o el Reino Unido, y la cuarta es la de los cuidados. Las comunidades utópicas existentes se hacen cargo simultáneamente de estas cuatro problemáticas. Vivir conjuntamente es mucho más eficiente en términos de ahorro económico y de reducir impactos; previene la soledad; permite reducir y afrontar en mejores condiciones la desigualdad y socializa las tareas de los cuidados.
Al hablar de esto, pienso en la crianza y en cómo la vida bajo el capitalismo es muy difícil para las mujeres. Especialmente entre las mujeres jóvenes que se plantean tener hijos, por las exigencias sociales, las condiciones de precariedad o el cuestionamiento moral de si tiene sentido hacerlo en un contexto de crisis ecosocial. Siempre suelo decirles: «¿Y si tenemos hijos pero lo hacemos de una forma diferente?».
Y es que el modelo dominante es aspiracional, mucha gente joven toma decisiones que no les hacen felices para contentar a terceros. Tenemos el desafío de redefinir lo que significa disfrutar una vida buena en el Antropoceno. Hay una crisis sistémica ante la que podemos tomar pequeñas decisiones, como vivir juntas y compartir recursos, lo que en el imaginario actual puede asociarse a ser un perdedor o un outsider. Estas formas de vida son una manera de activismo y de hacer política, y si proliferan pueden crear una increíble presión sobre el sistema. Las comunidades utópicas nos muestran un camino y nos invitan a hacer algo con nuestras vidas, algo con la potencialidad de cambiar el mundo.
«La esperanza es una emoción y una capacidad cognitiva que debemos ejercitar y cultivar»
En el libro aparecen constantemente referencias a la autosuficiencia, la descentralización, la autonomía, la cooperación… Rasgos relevantes a la hora de pensar las cuestiones climáticas y ecológicas. ¿Qué valor tienen estos experimentos en un contexto de crisis ecosocial?
Experimentos intermedios como el del cohousing nos muestran que podemos reducir nuestra huella ecológica compartiendo espacios domésticos. Y de manera más radical, encontramos las ecoaldeas que están construyendo ejemplos de asentamientos humanos sostenibles, a partir de la permacultura. Y lo hacen pensando en cómo será la vida después del capitalismo. Algo que casi nadie está haciendo.
Una de mis ecoaldeas favoritas está en San Galo, en Suiza, donde están reconstruyendo un monasterio benedictino del siglo XIX usando recursos locales, recuperando oficios tradicionales (carpintería, canteros…) y usando las técnicas medievales. Al preguntarles, contestan que han abandonado empleos bien pagados porque quieren estar más conectados a su trabajo, pero también sostienen que ante la crisis alguien debe conocer estas técnicas y preservar las habilidades para construir de esta manera. Son como los preppers, pero en positivo.
Están recuperando saberes tradicionales e inventando formas realmente interesantes de usar tecnología moderna, como los ordenadores solares. Aunque su visión del mundo puede ser muy apocalíptica, están generando innovaciones que pueden beneficiar al conjunto de la sociedad, están soñando con el futuro, mientras los demás estamos atrapados en el presente.
Por último, hace referencia a Ernst Bloch y la necesidad de ejercer un «optimismo militante», y le da mucha importancia a las narrativas. El próximo 14 de marzo participa en La Casa Encendida en un ciclo sobre estas cuestiones. ¿Por qué es necesario construir escenarios de futuros esperanzadores, que no sean fantasiosos o ingenuos, pero que resulten deseables?
Resulta absolutamente conveniente recordar el trabajo de Mark Fisher y el realismo capitalista, donde se impone la idea de que no hay alternativa y eso nos inmoviliza en el presente. Es una visión que nos desempodera, nos enoja y facilita la resignación. Los niveles de ansiedad y depresión entre la juventud tienen que ver con esta desesperanza hacia el futuro.
El capitalismo naturaliza su existencia, quiere hacernos creer que siempre ha existido y que siempre va a existir. Y que no hay manera posible de cambiarlo, porque si lo intentas terminas construyendo una distopía. Así pues, el optimismo militante nos permite entrar en contacto con el futuro, sentir que tenemos la capacidad de intervenir en la historia, que no está escrita y es contingente; nos permite imaginar alternativas al presente, nos invita a soñar con ecotopías. Mediante este ejercicio, recuperamos la capacidad de preguntarnos «¿qué pasaría si hiciéramos esto?». Y eso nos da esperanza. La esperanza es una emoción y una capacidad cognitiva que debemos ejercitar y cultivar. Globalmente hay una gran recesión de la esperanza y es importante de cara a disputar el futuro.
Por último, frente al aburrimiento y la tristeza, los activismos tendrían que ser divertidos y disfrutarse de alguna manera. Y eso es algo que está presente en estas comunidades, donde predomina más la idea de disfrutar la fiesta, el sexo, la poesía, la música en una especie de falansterio que una aburrida y rígida vida monacal en un monasterio. Las visiones utópicas devuelven la alegría a la política.