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¡Reconquista tu tiempo! Un manifiesto

La manera en la que vivimos el tiempo no es unívoca. Tiene que ver con circunstancias históricas, modos de organización social y decisiones políticas. Y por eso mismo, puede cambiarse. Jenny Odell explora en este nuevo ensayo otras temporalidades posibles, que son también otro modo de relacionarse con el planeta y el entorno.
¡Reconquista tu tiempo! Un manifiesto
En este nuevo ensayo, la autora de 'Cómo no hacer nada' explora la vivencia del tiempo en las sociedades capitalistas en contraste con el tiempo geológico y el tiempo ecológico. Foto: jennyodell.com

Este texto es un avance editorial de ‘¡Reconquista tu tiempo! Vivimos con el reloj equivocado y nos está destruyendo. Un manifiesto‘ (Ariel, 2024; traducido por María Serrano Giménez), de Jenny Odell.

En lo peor de la temporada de incendios de 2020, el 9 de septiembre, me despertó un resplandor de color óxido que venía de detrás de las persianas. No tardé en descubrir que se trataba de una combinación de la niebla con el humo procedente de los incendios próximos, algunos de los cuales se habían desatado una semana antes durante una infausta noche de relámpagos secos. Por lo que pude leer, la energía que estaban captando los paneles solares era de un 0 por ciento. Durante todo el resto del día, tanto las noticias como las redes sociales fueron puro porno apocalíptico, un timeline totalmente naranja: la loma de Bernal Hill, naranja; la Pirámide Transamérica, naranja; el puerto de Oakland, naranja. Según dónde y cuándo estés leyendo esto, puede que un suceso así no te parezca una anomalía, pero en aquel momento nos parecía algo sin precedentes.

A las nueve de la mañana, el día seguía estando tan oscuro que tuve que encender las luces de la cocina. Sin pensarlo, como un automatismo en busca de consuelo, me puse a freír ajo para hacer una versión vegetariana del tapsilog, un desayuno filipino, y me quedé mirando cómo se secaba sobre el papel de cocina. El cielo se puso todavía más oscuro, como un reloj que fuera marcha atrás, y en mi cuerpo animal anidó la sensación de que algo estaba terriblemente mal. Rick Prelinger, un amigo que codirige la Biblioteca Prelinger, tuiteó: «Mañana cancelada». Pero, aunque la mañana estuviera cancelada, no así la jornada laboral. Al otro lado de la calle, las luces de la casa de mi vecina estaban encendidas; ella ya estaba trabajando, ya metida en Zoom. Por mi parte, yo tenía que preparar algunas cosas para una clase y que calificar algunos trabajos. Al sentarme ante mi ordenador portátil para ponerme a trabajar, me entró tal sensación de humillación por el contraste entre mis pedestres tareas y lo macabro del entorno que no fui capaz de decidir si prefería tener las persianas abiertas o cerradas.

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Al final de aquel día sin transiciones, Joe y yo salimos a dar nuestro habitual paseo pandémico, alejándonos de nuestro edificio de apartamentos hacia una zona de viviendas unifamiliares. Por primera vez, pudimos ver el interior de aquellas casas por las que solíamos pasar porque, en todas, las luces estaban encendidas. En su exterior, el aire era de un frío invernal, vacío e inodoro; el humo estaba aún demasiado alto en la atmósfera como para afectar al Índice de Calidad del Aire. Era como un reflejo del estado de mi mente: inquietantemente plácida, adormecida. Pero esa misma noche tuve un sueño en el que iba al dentista y lo que sea que me estuviera haciendo me dolía tanto que empezaba a llorar y, después, a gritar. El dolor físico del sueño era completamente real y abrumador. El dentista me preguntaba qué me pasaba y yo le contestaba: «¡Me estabas haciendo tanto daño que he gritado!».

El humo descendió hasta nuestro nivel al día siguiente, como un pago de alquiler vencido. El Índice de Calidad del Aire subió hasta 200 y después lo sobrepasó; la gente se quejaba de dolor de cabeza, tos, picor en la garganta y en los ojos. Era difícil distinguir la fatiga física de la emocional. El cielo se puso blanco; los árboles de las calles cercanas desaparecieron como si los hubieran borrado. Se acabaron los paseos. Seguí teniendo pesadillas, pero ahora tenían que ver con las llamas: estaba atrapada en un atasco intentando escapar del fuego; estaba en un sendero con un grupo de gente, huyendo del fuego; veía a unas personas pescando en un estanque, pero en lugar de peces sacaban a gente que se había ahogado intentando escapar del fuego. En estos sueños siempre había un muro (un muro de fuego o un muro de humo) que se iba acercando y se movía con una determinación aterradora e imparcial, como esa barrita de reproducción en la línea de tiempo de un vídeo.

Los sueños sobre incendios empezaron a mezclarse con los sueños sobre mi propia muerte, que se habían intensificado durante la pandemia. En mi diario escribí lo siguiente:

El futuro ha desaparecido. Me gustaría decir que por el horizonte, pero no hay ningún horizonte, solo esta neblina humosa. Nunca he tenido de forma más nítida la sensación de que cada año va a ser peor, de que cada minuto es un minuto más cerca de la catástrofe, de pérdidas irrecuperables. Es como lo que se siente acerca del propio cuerpo que envejece, pero aplicado a todas las cosas del mundo, y sin tener siquiera el consuelo de saber que después de que tú te hayas ido todo volverá a florecer: es como si todo se estuviera acabando de verdad.

No dejo de pensar en mi niñez y en que crecí sin saber ni que existían los incendios forestales; pienso en cómo consideraba que vivía en una «época normal», y ahora tengo la sensación de que todo mi pasado se estaba deslizando sobre la superficie de un papel plegado. Y justo ahora estamos pasando por el pliegue, y todo lo que venga después ya solo tendrá que ver con la supervivencia. Todo será distinto de formas que no puedo ni imaginarme, y hay muchas razones para pensar que todo será bastante peor, y creo que el profundo terror que todo ello inspira es el terror que alimenta mis sueños. No solo de morir, sino de sufrir.

Al volver a leer esto en medio de otra pesadillesca temporada de incendios que ha empezado mucho antes de lo habitual, puedo reconocer y empatizar con mi propio sentimiento. Pero ahora también he empezado a entender esas pesadillas como una internalización del declinismo, esa creencia de que una sociedad que en tiempos era estable se encamina hacia una fatalidad inevitable e irreversible. Muy distinto de cualquier tipo de evaluación lúcida (y desconsolada) de nuestra situación, el declinismo es, muy probablemente, una de las formas de cálculo lineal y determinista del tiempo más peligrosas que pueda haber. Al fin y al cabo, una cosa es tener conciencia de las pérdidas pasadas y futuras que se derivan de los sucesos ocurridos y otra es considerar verdaderamente que la historia y el futuro avanzan con la misma sombría amoralidad que esa barrita de reproducción del vídeo, sin impulso de nada más que de sí misma. Esta perspectiva, en tanto que deja de reconocer la agencia de los actores humanos y no humanos, invisibiliza las luchas y la contingencia, y deriva en nihilismo, nostalgia y, en última instancia, parálisis.

El declinismo es un pariente cercano de la nostalgia, y los objetos de la nostalgia son habitualmente atemporales y carentes de viveza. Un ejemplo: digamos que rompes con alguien y muchos años después te encuentras sintiendo nostalgia por aquella relación. ¿Quién es la figura que aparece en ese sueño melancólico? Seguramente, no sea tu expareja tal como es hoy —suponiendo que siga estando presente en tu vida—, ya que habrá seguido envejeciendo y evolucionando. Más bien, será una versión congelada e idealizada de esa persona, como un holograma que sobrevive dentro del presente y a pesar de él. Es más, podría decirse que hay relaciones que se acaban porque, en primer lugar, los miembros de la pareja dejan de verse dentro del tiempo: una de las partes sustituye a la otra, viva y en transformación, por una imagen estática en la que no caben  las sorpresas, tan solo una presencia reconfortante. Y, como aprendimos con el musgo, pensar que amas y aprecias algo o a alguien no es, desafortunadamente, garantía de que puedas asignarle una realidad propia ni de que lo conozcas en lo más mínimo.

Ese ha sido mi caso con «el medio ambiente» durante gran parte de mi vida. Cuando era pequeña, mi familia hizo algunos viajes por carretera hacia el norte, a través de las aparentemente impenetrables cadenas montañosas de Santa Rosa y Klamath. Desde el asiento de atrás del coche, recorriendo la autopista 101, veía cientos de kilómetros de secuoyas y abetos de Douglas. Admirando aquella densidad ininterrumpida, yo creía que estaba contemplando unos bosques inmemoriales. (Las niñas pequeñas también pueden ponerse nostálgicas.) A los treinta y tantos tampoco había progresado mucho más allá de «árboles = bien; incendios = mal». Aún no sabía que California y, de hecho, gran parte del mundo se encontraban en pleno déficit de incendios. No tenía ni idea de hasta qué punto la ecología local ha evolucionado conjuntamente con los incendios periódicos, ni en qué medida los pueblos indígenas de todo el mundo han utilizado el fuego, ni cómo o cuándo se habían prohibido esas prácticas. En otras palabras, creía que lo que estaba viendo era historia natural, no historia política o historia cultural, como si, para empezar, ambas cosas pudieran separarse.

(…)

Hay muchas cosas en este momento histórico que pueden parecer irremediablemente complicadas, pero algunas son claras y simples. Cada vez que veo que el futuro se va desperdiciando a base de fríos cálculos; cuando alguien dice que la cuestión es ecológica y económica pero no moral ni política; cada vez que un planteamiento tecnocrático oculta y perpetúa la arrogancia de siglos pasados; cuando los seres colonizados y cosificados no comparecen como demandantes; cuando los que se benefician no se presentan como defensa; cada vez que empiezo a perder de vista el horizonte y me olvido de por qué está ahí ese humo, tengo el mismo debate en mi cabeza. «Es un tema complicado», dice un lado. «En realidad no», dice el otro.

La alternativa a decir «es lo que hay» es precisamente la idea de que esto nunca ha sido lo que hay. Los árboles que vi de pequeña no eran atemporales. Yo crecí en una falsa meseta que interpreté como el infinito, como los bosques surgidos de la supresión de las quemas y la cuestión de si la tierra era un quién o un qué. Y hasta que no tuve conocimiento de informaciones alternativas, lo único que pude percibir era la pérdida de aquello que me resultaba familiar y reconfortante. Ahora me esfuerzo por aflojar mi percepción. Mirar hacia el futuro es mirar a nuestro alrededor; mirar a nuestro alrededor es mirar la historia: no hacia el apocalipsis que se avecina, sino hacia el apocalipsis pasado, el apocalipsis que aún está ocurriendo. Washuta señala que la palabra griega apokalypsis significa algo así como «a través de lo oculto» y escribe que «el apocalipsis tiene muy poco que ver con el fin del mundo y mucho que ver con una visión capaz de ver lo oculto, de desmantelar la pantalla». Asimismo, la poeta y filósofa feminista francesa Hélène Cixous escribió que «necesitamos perder el mundo, perder un mundo y descubrir que hay más de un mundo y que el mundo no es lo que pensamos que es». El significado actual de «apocalipsis» procede de la época moderna; en inglés medio significaba simplemente «visión», «revelación» o incluso «alucinación».

El mundo está llegando a su fin, pero ¿qué mundo? Piensa que muchos mundos han acabado ya, y otros muchos mundos han nacido y están por nacer. Piensa que no hay nada en ninguno de ellos que esté dado a priori. Solo como un experimento mental, imagina que en realidad no has nacido al final de los tiempos, sino en el momento exacto; que podrías llegar a ser, como escribe el poeta Chen Chen, «una estación del planeta / de las tormentas de tamaño planetario». Alucina un escenario y alucínate en él. Y, entonces, cuéntame qué ves.

¿Y qué hacemos mientras tanto con este en el que siguen sucediendo las pesadillas? El futuro no está escrito, pero la pérdida que ya ocurrió sí existe, la pérdida que está ocurriendo ahora existe y existe también esa parte de la pérdida que ya está provocada. Mientras escribía este capítulo, he tenido momentos en los que me parecía estar bebiendo veneno, o, quizás más exactamente, permitiendo que varias toneladas de rocas de las San Gabriel atravesaran la pequeña casa de mi yo. Y no siempre he tenido claro que las paredes fueran a aguantar.

Un duelo a esta escala puede matar a cualquiera que haga el proceso en soledad, si no físicamente, sí de otras formas. Esta es solo una más de las maldiciones del Homo economicus aislado: lo que hacen los consumidores no es abrazarse y llorar sino comprar productos ecológicos. La idea de que nos han despojado de «todo recuerdo de un pasado en el que los seres humanos tuvieron otras formas de organizarse» hay que hacerla extensiva también a nuestra vida emocional: tus problemas son únicamente algo personal y patológico, y sus soluciones están circunscritas a tus propias elecciones vitales y a un par de títulos de autoayuda. Me acuerdo de que, en una cena que tuvimos justo antes de la pandemia del covid-19, les conté a dos buenas amigas que creía que a lo mejor estaba deprimida. Por la forma en que lo dije, cualquiera pensaría que estaba hablando de una extremidad rota, una deficiencia de nutrientes o incluso de un defecto personal, y no de la congoja y el descorazonamiento de una persona que existe en un mundo. «Bueno, Jenny —me dijo una de ellas—, es que hay muchas cosas por las que estar deprimida.» La otra simplemente me abrazó.

El presente no puede ni debe afrontarse en soledad. El duelo puede enseñarnos también nuevas formas de subjetividad. Pienso en una especie de duplicidad, un mutualismo que tiene el poder de contemplar como testigo y de no dar la espalda. En mi caso, lo que consigue tirar de mí desde un día hasta el siguiente siempre ha sido otro cuerpo, ya sea el de un amigo, una bandada de pájaros en un arbusto o la ladera este de mi montaña preferida. Me aproximo a ellos, extraigo de ellos un algo que no reside del todo en mí. En una reseña de Cómo no hacer nada decían que había «empleado el irritante término “cuerpos” cuando estaba claro que tenía que estar refiriéndome a personas o seres humanos». Pero no me estoy refiriendo a «personas» ni a «seres humanos». Me refiero a «cuerpos»: cuerpos dobles, cuerpos triples, alianzas y amalgamas que puedan balancear y soportar el peso, sostener las paredes. Este momento exige que sepamos hacer piña, una piña apretada con el mundo. No es momento de darle la espalda al océano.

En septiembre de 2020, la mayoría de mis pesadillas acababan conmigo contemplando el avance del fuego. Pero hubo una excepción notable: en una de ellas, yo iba corriendo hacia un desconocido que tenía un perro y le pedía que me ayudara. Él me agarraba la mano y salíamos corriendo como alma que lleva el diablo hacia el aparcamiento de un supermercado. El fuego nos rodeaba y nos quedábamos allí mirándolo juntos. El mundo se había acabado, pero el sueño no. «¿Y ahora qué?», pregunté.

Jenny Odell es artista, escritora y docente en la Universidad de Stanford. Su anterior ensayo, ‘Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención‘ (Ariel, 2021),  desgrana las trampas de una cultura basada en la productividad y el rendimiento.

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