Kraven y otros cazadores cazados: el hombre que quiere ser como las bestias

El estreno de 'Kraven, the hunter' (2024), de J.C. Chandor, sirve para repasar una genealogía cinematográfica de cazadores de humanos que buscan equipararse a sus presas para no sentirse débiles, desde los referentes del folletín clásico hasta Jean-Claude Van Damme o la españolísima 'La caza' (1966), de Carlos Saura.
Kraven y otros cazadores cazados: el hombre que quiere ser como las bestias
'Kraven, the hunter'. Foto: Sony Pictures.

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Kraven, the hunter (2024), de J.C. Chandor, llegó el pasado fin de semana a los cines españoles como el enésimo intento de Sony de rentabilizar la franquicia de Spiderman explotando a sus villanos, ya que Marvel los tiene pillados con el personaje principal. La jugada, casi siempre, consiste en intentar convertir al ‘malo’ del tebeo en antihéroe, de una u otra manera, dándole un origen trágico o convirtiéndolo en el ‘bueno’ de su propia historia de origen.

En el caso de Kraven, el cazador, originalmente era un tópico con patas extraído por Stan Lee de una referencia literaria. Para el caso, Sergei Kravinoff es la versión para un mundo superheroico de Sergei Zaroff, antagonista del cuento El juego más peligroso, publicado en 1924 por Richard Connell. 

En aquel, un cazador norteamericano sufre un accidente durante un viaje en barco y es rescatado por Zaroff en su isla privada. Este le explica que, aburrido de cazar leopardos de las nieves en el Tíbet, se mudó al Caribe para convertir en sus piezas a los pobres tipos que, como él, hubiesen tenido la desgracia de naufragar en la zona. 

Si os suena el argumento es porque se ha adaptado cientos de veces al cine, de una forma u otra. En el cómic The Amazing Spider-Man de los 60, el pobre Peter Parker se convertía en objetivo de Kravinoff. En 1993 el que se enfrenta a una manada de ricos aburridos que cazan indigentes es el mismísimo Jean-Claude Van Damme, en Blanco Humano, de John Woo. 

La versión más reciente, The Hunt (2020; en español, La Caza), de Craig Zobel, añade una reflexión sobre el mal uso de las redes sociales y las teorías de la conspiración. En Kraven, the hunter hay una secuencia en la que el protagonista es ‘cazado’ en el bosque siberiano por los secuaces de sus antagonistas.

Lo que más nos interesa es cómo en esta versión cinematográfica de Kravinoff se convierte en una especie de héroe conservacionista, un cazador que ‘caza’ a furtivos que matan por deporte o codicia, no por supervivencia, y que obtiene sus capacidades superiores –como el del tebeo, no caza con armas, sino a manos desnudas– al mezclarse su sangre con la de un león y un suero mágico vagamente vudú. Una locura, sí, pero lo importante es que este Kraven caza humanos, humanos malos, que ‘se lo merecen’: tanto mafiosos como furtivos.

De hecho, su arco –un poco tópico, de futuro villano que se enfrenta a un padre autoritario– implica una de esas fábulas de Hollywood en las que se gana al juego de la masculinidad no presentándose al concurso. En lo que a nosotros respecta, ganándose el respeto del león legendario al que Nikolai Kravinoff desea convertir en su pieza más preciada. Matar al león es convertirse en su igual y superarlo, pero Sergei consigue algo más: el león se convierte en él, mezclan sus sangres, precisamente porque ni siquiera intenta dispararle. Es más alfa que su padre, más duro y peligroso, porque no quiso serlo. La cuadratura del círculo.

No obstante, lo de igualarse al león para ‘superar’ la humanidad es una filia muy de la cultura europea –en un sentido amplio que incluye a EEUU– desde la época del colonialismo en adelante. Saltándonos los relatos sobre safaris de Hemingway, podríamos hablar de Los demonios de la noche (1996), de Stephen Hopkins, que une todos los elementos psicóticos del colonialismo más clásicos posibles en un momento en el que, sobre el papel, tendrían que estar superados.

Val Kilmer y Michael Douglas interpretan, respectivamente, a un ingeniero militar y un cazador experto con la misma misión: conseguir que se construya un puente ferroviario sobre río Tsavo, en el norte de Kenia, en pleno colonialismo británico. Pero un león (luego se descubre que una pareja) se dedica a boicotear la obra devorando a los obreros nativos. No tiene desperdicio: domesticación de la naturaleza, el progreso en forma de medio de transporte que la atraviesa como un arma blanca, los dos hombres blancos con el mayor haciendo de mentor del más joven (que acaba la película siendo padre) convirtiéndose en iguales a los reyes de la selva…

La mayoría de estas ficciones de hombres muy hombres cazándose entre sí o a fantasías hipermasculinas a las que antromorfizan para serlo aún más no ocultan, además, su carácter aristocrático. Si acaso cuando el protagonista del relato de Connell (que en parte era una parodia de las ‘historias de safari’ muy de moda en la época) vence al noble ruso Zaroff (que en alguna adaptación al cine de los 40 se convierte en alemán exnazi) no es para reivindicar la igualdad natural entre las personas ni ninguna cursilada así. Lo que equipara es al self-made-man capitalista gringo con el rancio abolengo decadente europeo. No se eliminan superioridades, se cambia a quién se considera superior. Quién es el más macho.

Hay versiones y versiones, por supuesto. La española Bajo la piel del lobo (2017), de Samu Fuentes, presenta a un protagonista que caza por supervivencia, respetando su entorno y aislado del mundo por voluntad propia, no muy lejos del Dersu Uzala (1975), de Akira Kurosawa. Las reciamente ibérica Tasio (1984), de Montxo Armendariz, y Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, muestran a cazadores rurales por supervivencia que lo practican como una forma de libertad. Pero no hablamos de ese tipo de caza. Para Kraven no serían competencia, porque un león les da igual. Es caza ‘de pobres’.

También en España tuvimos nuestra versión particular de todo eso de la cosa aristocrática aspiracional de la mano de La caza (1966), de Carlos Saura, que habla de la Guerra Civil sin mencionarla a través de las relaciones entre cuatro hombres, o tres hombres y un chico (el único que sobrevive, por algo será) que practican la caza como una forma de estatus. La reciente La Espera (2023), de F. Javier Gutiérrez, ambientada en la misma época, relaciona las monterías con el mismo arribismo y corrupción, condenando a un personaje que pasa de la convivencia inocente con su entorno de los Azarías o Tasio a ponerse al servicio de los poderosos.

Pero todo se puede subvertir, como este Kraven conservacionista del cine. En la argentina Al acecho (2019), de Francisco D’Eufemia, es un guarda forestal que rescata zorros de trampas y es tierno y cuidador el que acaba ‘cazando’ a los furtivos. De vuelta a la península, el director Pedro Aguilera prepara un remake de La caza, Días de caza, que protagonizarán solo mujeres (y no cualquiera: Carmen Machi, Blanca Portillo y Rossy DePalma). 

En la miniserie para Netflix Alguien tiene que morir (2020), el director mexicano Manolo Caro presenta una de esas monterías aristocráticas y la coloca alrededor de un personaje de origen extranjero y obrero, al que todos los demás desean y que amenaza el orden franquista a nivel político y también sexual. Los personajes encarnación de ese fascismo eterno revelarán su debilidad al ser incapaces de ejecutarlo, de cazar al hombre, como tampoco han cazado nunca a un león. Revelando, al final, la impostura. El humano es el único animal que mata sin tener hambre y que intenta imponerse aunque no esté amenazado. Es, por tanto, el más débil de la jungla.

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