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El presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, anunció la introducción de un cambio en la Constitución nacional que garantice la defensa del medioambiente. Lo hizo durante la Convención Ciudadana por el Clima, en la que se reunió con 150 representantes de la sociedad civil y de organizaciones ecologistas. La medida, tachada de maniobra puramente simbólica por sus críticos, deberá ser aprobada primero en la Asamblea Nacional, después pasará por el filtro del Senado y, finalmente, será sometida a referéndum.
Esta reforma constitucional no afectará al preámbulo de la Carta Magna, que se centra en los valores fundamentales de la República y en los derechos humanos (haciendo referencia expresa a los textos de 1789 y 1958). El cambio propuesto por la Convención es añadir una tercera frase al Artículo 1º con la siguiente fórmula: “La República garantiza la preservación de la biodiversidad, del medioambiente y lucha contra el desajuste climático”.
Aunque a priori parece una propuesta bastante razonable, el camino administrativo para que esta reforma llegue a buen término es largo y tortuoso. En primer lugar, tiene que contar con una mayoría en las dos Cámaras que debería incluir a los partidos de la derecha, lo que no es sencillo. La buena marcha de la economía es el primero de sus objetivos; después se abordará el tema del clima. El propio Macron, máximo representante de lo que los modernos analistas políticos llaman “centrismo radical”, se anda con pies de plomo a la hora de abordar el tema. ¿La razón? Los estragos económicos provocados por la COVID-19. “Algunos sectores han sido totalmente aplastados por esta crisis y no podemos hacer como si no hubiera ocurrido”, afirmó el presidente en la Convención.
Su torrencial verbosidad (equidistante en el fondo y churrigueresca en la forma) se hizo viral hace un par de días cuando un fragmento de su entrevista con Le Grand Continent se compartió masivamente en las redes sociales.
La traducción podría ser: hay que actuar contra el calentamiento global, sí, pero sin pasarse. Y que no paguen siempre los mismos, las clases medias y bajas.
Su repentina preocupación por los sectores más golpeados por la Gran Recesión de 2008 y por la crisis de la COVID no sorprende a sus críticos, acostumbrados ya a los vaivenes del “centrismo radical”. Los militantes de izquierda llaman a Macron “el presidente de los ultrarricos”, y esa es una etiqueta demasiado pesada para despegársela con dos frases. O tres. O cuatro.
Lo que Macron quiere decir de forma velada, tanto en la citada entrevista como en su intervención en la Convención Ciudadana por el Clima, es que no se contempla, de ninguna manera, una estrategia de decrecimiento económico, quizás la única forma, según especialistas, de suavizar los peores efectos del cambio climático. ¿A qué responde entonces su afán por cambiar la Constitución?
Y todo esto, ¿para qué?
Varios constitucionalistas han señalado que la modificación propuesta no aportará grandes cambios, ya que el llamado “principio de precaución” ya existe en la Constitución a través de la Carta del Medioambiente de 2005. Este principio afirma que cuando exista el riesgo de un daño grave al medioambiente, incluso si ese riesgo fuera aún incierto según los conocimientos científicos del momento, las autoridades públicas deberán aplicar el citado “principio de precaución” y adoptar “medidas provisionales y proporcionadas para impedir que se produzca ese daño”.
Así pues, no faltan voces críticas que señalan que esta propuesta no es más que otro ejercicio de elocuencia pomposa, un nuevo golpe de efecto de un presidente que alterna las palabras bonitas con llamadas al realismo y a la responsabilidad financiera de la población. Su ministro de Economía, Bruno Le Maire, lo dejó bien claro en otra reunión de la Convención Ciudadana por el Clima, el pasado mes de junio: no se subirá el precio de los billetes de avión. ¿Y el precio de los billetes de tren? ¿Se bajará al menos eso? Tampoco.
Las reformas propuestas por los miembros de la Convención (prohibición a la construcción de almacenes de Amazon, renovación global de las viviendas, regulación de la publicidad, el fin de los coches contaminantes para 2025…) fueron cepilladas, recortadas, maquilladas y adaptadas por el equipo de Macron. “Nuestras medidas son como un árbol. Cuando se lo presentamos era bello y frondoso… ¡pero usted le está cortando todas las ramas! No va a dejar más que el tronco”, le espetó uno de los asistentes. “¿Es usted clima-cínico o clima-escéptico?”, intervino otro. El presidente, por su parte, repitió en varias ocasiones que la ecología debía ser “aceptable por los franceses”, que no se les podía obligar a hacer más sacrificios. “Hay que convencerlos”, señaló, pero debe salir de ellos. El comportamiento individual (como ya apuntaba en el vídeo de la entrevista) es la clave.
El caso es que, según las encuestas, los franceses y las francesas son más ecologistas de lo que cree Macron. De hecho, los sondeos muestran un desfase evidente entre la percepción popular sobre, por ejemplo, la relación entre la COVID-19 y el cambio climático, y la que tienen los diputados de la Asamblea Nacional. Según un estudio de la Agencia de Transición Ecológica, el 72% de los diputados se inclina por “relanzar la economía por todos los medios para volver a una actividad normal lo antes posible”. La población no coincide con sus representantes políticos: el 57% prefiere “reorientar la economía en profundidad apoyando exclusivamente las actividades que preserven el medioambiente, la salud y la cohesión social”.
La batalla ideológica (otra más) está servida.