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Varias autoras* // Como quien comienza una relación con la única educación de las comedias románticas, somos muchas las que nos estrenamos en el activismo ecologista. Por supuesto, acaba como era de esperar: el tipo (léase el colectivo) se presenta primero como un ente ideal y nos lo creemos, después nos va adentrando en la fase de maltrato, hasta que finalmente logramos agarrar las maletas aprovechando las pocas fuerzas que nos quedan y salimos de ahí como podemos. Por supuesto, con algunas idas y venidas entre medias propias de la confusión del vínculo traumático.
Hace tan sólo unas semanas saltaban dos noticias hermanadas: Santiago Martín Barajas, figura histórica de Ecologistas en Acción, e Iñigo Errejón, portavoz de Sumar, han tenido que apartarse de sus puestos tras publicarse acusaciones de agresiones machistas. Como víctimas y testigos de la apropiación de estos valores de izquierda por parte de señoros cortados por el mismo patriarcado, que el tema vea la luz alegra y revuelve a partes iguales. Que algún líder caiga no significa que se acorte la distancia que nos queda hasta interiorizar y reparar los estragos que causa el machismo estructural en el activismo ecosocial.
El nombre del colectivo ecologista en el que participábamos es indiferente, pues cualquiera puede ser un contenedor de violencia. Es más, muchas activistas llegaban retraumatizadas de otros espacios militantes creyendo que éste sería menos hipócrita, ya que el compromiso con la inclusión y el feminismo forman parte de su ADN. Que va, sencillamente es más perverso. Porque los machos –que son esos hombres que se niegan a dejar de perpetuar el machismo–, según el feminismo avanza, aprenden a ocultarse mejor. A manipular mejor. A usar mejores excusas para silenciarnos. Moldean sus máscaras para no abandonar sus privilegios.
Muchas hacemos activismo ecologista porque, además de defender una causa justa, buscamos la transformación colectiva que tan urgentemente necesitamos. Sin embargo, el macho activista, en adelante “gran héroe verde” (siempre blanco), lo hace para competir con los únicos machos legalmente amparados para ejercer violencia sobre él. Aquellos con más poder. Y es en estos espacios donde el gran héroe verde encuentra la forma de recuperar el estatus de digno competidor que cree merecer. Se adueña de un discurso que en realidad ni entiende ni practica para hallar su valor diferencial: superioridad intelectual y moral.
Dependiendo del grado de psicopatía o empatía de la persona que encarne el ego de gran héroe verde, causará más o menos estragos. Tenemos a los que defienden la causa con discursos impolutos, los heteroprogres de adorable apariencia postcrecentista, anti-colapsista, ecosocialista o greenewdealista según los gustos, o los que se presentan con un pronombre “elle” que no han sufrido, mientras en la intimidad desfogan la agresividad propia de su dominación masculinista. En cualquier caso, bien difícil de desenmascarar.
Tenemos de todo, pero los más peligrosos son los “anti-jerárquicos” con ansias de poder, esos que agarran el micro con lujuria de sí, los que se pavonean por escenarios acompañados de personas coherentes y militantes para usarlas como extensión de su marca personal. Los que firman manifiestos en defensa de agresores y luego defienden a ultranza el feminismo en redes. Señoros que directa o indirectamente viven del activismo y se permiten el lujo de violentar la mano que les da de comer, mientras amedrentan a sus víctimas o a cualquiera que ose visibilizar su verdadera personalidad. Aprovechando sus redes clientelares y su posición de poder.
Y cuando se nos cae la venda, nos aferramos a la parte de la lucha ecologista por la vida que nos enamoró, esas personas bonitas –hombres incluidos– que tratan de practicar lo que exigen. Y de ahí retomamos fuerzas para evidenciar la violencia interna, denunciando abusos económicos, de poder y una amplia gama de violencias machistas. Y aquí empieza el heavy metal. En un intento de preservar la unidad de la gran familia disfuncional, toda la perversión del colectivo que ha amamantado al gran héroe verde comienza a brotar: “Él es imprescindible para la causa”, “estáis dañando al movimiento”…
Nos llaman histéricas y mentirosas con todos los eufemismos inimaginables. Si mencionamos el nombre del agresor, estamos personalizando, juzgando. Si pedimos que sea un posicionamiento grupal por no querer señalarlo a título individual, nos tachan de cobardes: no damos la cara. Exigiéndonos más pruebas, más explicaciones, más nombres… Hasta llegar al colmo de esta lógica perversa. La misma que hemos visto hace muy poco a la externa, cuando un grupo de mujeres feministas, para justificar el silencio, le da la vuelta al «linchamiento feminista”. Y así nos encontramos, una vez más, con el dedo señalando en la dirección contraria. Protegiendo a los agresores.
Pero tranquilos, en todo espacio hay testimonios y pruebas. Si algún día las víctimas deciden hablar, ahí las llevaremos, junto a nuestras conciencias tranquilas. Por el momento vamos cayendo, una a una, como cadáveres silenciosos ignorados por la gran familia disfuncional del activismo ecosocial. Agotadas. Re-Retraumatizadas. Y estos espacios, como las fases de la luna, repiten ciclos, del lleno al vacío. Sin introspección. En bucle. Y el gran héroe verde, con su inteligencia descorazonada equiparable a la incapacidad reflexiva del ChatGPT, no entiende nada. Se siente traicionado. Y entonces aúlla ¡La gente no quiere actuar! ¡La causa les da igual! ¡Burgueses! ¡Activistas de sofá!
Él, que siempre ocupa la primera línea de acción y la primera fila en la foto, no entiende que la acción y su imagen se sostienen sobre roles de cuidados que él se ha cargado. Él, que se cree tan listo, no comprende que mientras el colectivo es su espacio seguro, lo ha convertido en espacio inseguro para cualquiera que no sea como él. Él, que se cree tan valiente, no ve que él elige cómo, cuándo y dónde exponerse a la violencia policial y judicial, mientras sus víctimas llevan recibiendo la violencia que él ejerce sin fecha de caducidad, desde su nacimiento.
No caigamos en la envenenada promesa de igualdad patriarcal. Esa que nos dice que si somos obedientes y nos convertimos en lo que él espera que seamos, o actuamos como él, podremos pasar del lado oprimido al lado opresor. Donde haremos daño pero nadie nos lo hará. El miedo expresado con violenta cobardía es el lenguaje del macho, la práctica supremacista que todo lo devora es el mundo creado por el macho. El feminismo será antisupremacista o no será más que otro macho enmascarado más.
Una mujer muy sabia nos dijo una vez: “Dejadlos que se maten entre ellos”. Mientras transitamos nuestro duelo, este sabio consejo nos revolotea en la cabeza una y otra vez. Una pregunta, que hace asomar las orejas de la esperanza perdida, lo acompaña: ¿Qué pasaría si todos los cadáveres silenciosos del ecologismo siguiéramos la estela y el agradecimiento inyectados por Cristina Fallarás y demás valientas que están alzando la voz y retomáramos el oxígeno, escapáramos de nuestro solitario sufrimiento y nos juntáramos para hacer mucho ruido?
*Colectivo de activistas que prefiere mantener su anonimato.
#seacabóverde
Más que ruido necesitamos música, que suene bien, y para ello necesitamos acompasar instrumentos diferentes.
Más que nosotras contra ellos, nos necesitamos todes para erosionar el patriarcado y hacer de la sociedad un lugar más libre, seguro y justo. Y creo que sería interesante buscar narrativas y espacios donde haya hueco para el matiz, la discrepancia, huyendo del «con nosotras o contra nosotras», en todos los espacios.
Recordatorio: rechazamos comportamientos y patrones, no personas concretas…