

Etiquetas:
No somos la caricatura antropológica que cotidianamente dibujan muchos medios de comunicación e industrias culturales. No somos la fiera reprimida que se descontrola en cuanto la normalidad se quiebra. No somos ese homo economicus egoísta que se mueve mediante un cálculo permanente de coste beneficio. Somos mucho mejores.
El apagón del pasado lunes 28 de abril supuso a grandes rasgos un enorme ejercicio de civismo, de resignación lúdica y paciente, de profesionalidad y compromiso de quienes trabajan en los servicios públicos. Acariciamos la catástrofe, pero no se consumó.
No saber todavía las causas no nos exime de pensar las consecuencias. Algunas políticas, como garantizar un mayor control público de un sector estratégico o rediseñar la arquitectura de la red eléctrica para profundizar en la transición hacia las renovables; otras económicas como democratizar el modelo; y unas sociales que se han quedado fuera de la conversación, pues esta vez no las hemos necesitado. Me refiero al desarrollo de mecanismos de resiliencia comunitaria con capacidad de intervenir ante este tipo de fenómenos disruptivos.
Más allá de las farolas y las linternas
Ante una situación excepcional sobrevenida, el Estado ha demostrado la robustez de las infraestructuras y una tremenda eficacia a la hora de reiniciar el sistema. Además, la solidez de los servicios públicos que, a pesar de los recortes, se han vuelto a evidenciar como la garantía que mantiene las constantes vitales del cuerpo social en situaciones de emergencia. Yo mismo fui amablemente atendido en urgencias de madrugada por un médico que llevaba 24 horas seguidas en el hospital. Las farolas no tardaron mucho en iluminar el espacio compartido por el conjunto de la población, simbolizando la vocación de universalidad de las políticas públicas.
Los kits domésticos de emergencia con sus transistores a pilas, botiquines, comida en conserva u hornillos han demostrado su utilidad para sobrellevar la cotidianidad en el ámbito privado. Me resisto a llamarlos de supervivencia, pues suena exagerado y apela a un inexistente imaginario de sálvese quien pueda. Una invitación a vernos como modernos Robinsones que intensifican los valores neoliberales: individualismo, competencia, autosuficiencia, y desconfianza hacia el otro y las instituciones. Las linternas han sido tremendamente útiles, iluminando cada hogar particular.
Entre la eficacia del Estado y la elogiada responsabilidad individual, la fugacidad del apagón ha esquivado la importancia de la dimensión comunitaria. No es difícil imaginar que si la situación se hubiese alargado solo un par de días, la sociedad civil hubiera tenido que improvisar nuevamente solidaridades de proximidad, como las redes vecinales de ayuda mutua surgidas durante la pandemia.
Entonces, las redes funcionaron como una política pública desde abajo. La agilidad, la flexibilidad y la capilaridad les permitieron activar recursos, coordinar actores locales y crear mecanismos de intervención participativos de forma temprana, dotando de una mayor capacidad de resiliencia a nuestras sociedades. Este sorprendente ejercicio de autoorganización ciudadana fue un complemento imprescindible a la acción de las administraciones públicas, que tienen tendencia a olvidar cómo ante catástrofes y situaciones excepcionales no resulta factible una respuesta autosuficiente que eluda cooperar activamente con la sociedad civil.
Y la verdad es que, si miramos atrás cinco años después, no se han extraído los aprendizajes necesarios, y se ha avanzado escasamente en desarrollar mecanismos estables de cooperación que permitan maximizar las potencialidades de una interacción virtuosa entre lo público y lo comunitario. Las catástrofes se suceden (pandemia, Filomena, DANA… ) y las administraciones públicas siguen sin tomarse en serio estas cuestiones.
Faros: Resilience Hubs o cómo impulsar kits de supervivencia comunitaria
La luz de un faro brilla en la oscuridad. Alumbra los riesgos, ilumina a quienes lo contemplan y se convierte en un punto de referencia al que acudir cuando hay problemas. Los centros de resiliencia comunitaria son instalaciones diseñadas con el vecindario de los barrios donde se ubican, generalmente zonas empobrecidas y que concentran problemáticas ambientales. Estos equipamientos gestionados participativamente utilizan un espacio físico de confianza, como un centro comunitario, así como la infraestructura circundante (parques, jardines…), para organizar a la comunidad local de forma que pueda anticiparse a la emergencia de crisis sociales o climáticas.
Además de una oferta de talleres y actividades orientadas a mejorar la cohesión social y las habilidades ecosociales de los habitantes, esta infraestructura debe tener la capacidad de proporcionar refugio temporal, disponer de suministro autónomo de electricidad y comunicaciones, acceso a agua, alimentos o suministros médicos básicos. No son espacios desde los que gestionar emergencias o catástrofes, pero se conciben como espacios que permiten movilizar a la sociedad y coordinar respuestas a nivel local cuando estas acontecen.
El primer Resilience Hub surgió en 2016 en la ciudad de Baltimore, en Estados Unidos, cuando Kristin Baja era Planificadora de Resiliencia Climática, y se encontró con una profunda desconfianza hacia el Gobierno local por parte de las comunidades más empobrecidas. Estas suelen tener infraestructuras sociales más deterioradas (edificios, servicios públicos y zonas verdes) y sus barrios suelen ser los últimos en atenderse ante situaciones de emergencia.
En las reuniones, los representantes vecinales demandaban ayuda para modernizar los edificios existentes, mejorar los servicios y los programas públicos, así como aumentar la autonomía de los tejidos comunitarios. Y diseñaron la idea de los Resilience Hubs como nodos de organización estable en el tiempo para anticiparse a las catástrofes ecosociales y con potencialidad para intervenir en ellas.
- Vida cotidiana: se encargan de diseñar y aplicar estrategias que aborden las causas profundas de la vulnerabilidad y ayuden a la comunidad a prosperar, fortaleciendo los lazos comunitarios antes de una perturbación.
- Emergencia: se convierten en punto de referencia para reunirse, evaluar el impacto, compartir historias, reunir información, acceder a recursos y liderar la respuesta social.
- Recuperación: espacio de información y acceso a recursos, que también puede compartirse con servicios públicos u organizaciones de apoyo.
Esta exitosa iniciativa se ha ido replicando en distintos barrios de muchas ciudades hasta convertirse en una política pública de alcance federal que agrupa a más de 252 iniciativas. Estas son concebidas como medidas de reequilibrio territorial en términos de justicia social y ambiental, combinando la arquitectura y las infraestructuras resilientes (energía, comunicación, alimentación…) con una resiliencia más social. Las administraciones públicas se comprometen a garantizar que se dispone del personal y los recursos necesarios para el funcionamiento estructural, la comunidad y las asociaciones colaboran activamente de la gestión del equipamiento para garantizar un correcto arraigo territorial.
De la desconfianza hacia la complicidad comunitaria
Siempre que hay un desastre, el automatismo institucional es llamar a que la ciudadanía se recluya en sus hogares, se desentienda y deje hacer a las autoridades. Por temor al desorden, el «pánico de las élites» tiende muchas veces a priorizar el control y la desconfianza hacia las sociedades a las que gobiernan. La gente y las organizaciones sociales molestan, son percibidas como ineficaces y su protagonismo debe reducirse al mínimo posible.
Históricamente, el Estado ha desempeñado múltiples funciones de protección social, pero parece que ante los desafíos del siglo XXI no va a poder garantizar esta cobertura sin contar con la complicidad de la ciudadanía. Ante las situaciones excepcionales, que se van a volver cada vez más recurrentes, no hay posibilidad de monopolizar las respuestas solidarias y cooperativas. Lo más inteligente es desarrollar marcos de colaboración estables y transparentes entre las administraciones y los tejidos sociales, guiados por la ausencia de ánimo de lucro y los principios de justicia, equidad, universalidad y sostenibilidad que históricamente han vehiculado la defensa de lo común.
Rebecca Solnit dice hermosamente que solo vemos hasta donde llega la limitada luz de nuestra linterna, pero con ella podemos cruzar la noche entera. De cara al próximo apagón, necesitaremos linternas, pero también faros. Y estos hay que construirlos en tiempos de normalidad, desactivando la desconfianza recíproca entre administraciones y tejidos vecinales, construyendo una noción expandida de lo público, recomponiendo los vínculos sociales, generando habilidades y conocimientos entre la ciudadanía. Nuestros kits de supervivencia serán comunitarios o no serán.