Catán Energías: el juego de mesa que demuestra que nadie se salva solo

La reflexión sobre la producción energética y las consecuencias medioambientales del desarrollo urbanístico e industrial son la clave de una versión del popular juego de mesa recientemente editada en España. Una tarde de partida nos revela lo fácil que parece ganar acumulando y destruyendo… pero cómo acaba por no ser verdad.
Catán Energías: el juego de mesa que demuestra que nadie se salva solo
«El siglo XXI ha llegado a la isla de Catan. Atrás queda la sociedad agraria fundada por colonos vikingos. Además de los recursos tradicionales, los habitantes de Catan necesitan energía para mantener el crecimiento y la prosperidad de su sociedad». Foto: Devir.

«Veo un pan, que creo que es el sector primario. Las ovejitas con el hilo deben de ser el desarrollo textil. Ladrillos, sector inmobiliario. Luego estas vigas que creo que deben de tener que ver con la construcción de grandes obras públicas», se aventura a adivinar una de nosotras, mirando con atención las cartas primorosamente ordenadas en unas bandejitas negras. «Creo que pueden ser las etapas de la economía, desde la sedentarización hasta distintos niveles de desarrollo». Tiene sentido, a juzgar por lo demás que hay sobre la mesa: grandes fichas de cartón con dibujos de mares, sembrados, canteras y montañas, y un buen set de piezas de madera de colores que recuerdan a las de los juegos de construcción de cuando éramos niñas. Es un frío domingo de invierno, hora del vermú, y cuatro amigos nos hemos juntado para probar Catán Energías (Devir), un spin off del clásico de los juegos de mesa que, según hemos visto, asegura un componente de reflexión climática.

«Catán es el juego con el que empezaron muchos grandes jugones, es con el que aprende todo el mundo», explica otro de entre nosotras, el amigo que más sabe de todo esto. Es él quien nos explica la importancia de ir destroquelando con cuidado todos los elementos del juego y sacando cada pieza de sus envoltorios de papel (no hay plásticos en esta caja). Mientras, leemos con atención un largo manual de instrucciones que comienza por explicar las claves de esta adaptación: «El siglo XXI ha llegado a la isla de Catan. Atrás queda la sociedad agraria fundada por colonos vikingos. Además de los recursos tradicionales, los habitantes de Catán necesitan energía para mantener el crecimiento y la prosperidad de su sociedad».

Avanzamos por las siguientes páginas de indicaciones con una pregunta: ¿será colaborativo? Nos parecería lo lógico para un juego que pretende transmitir una lógica ecologista. Pero no, no lo es. La dinámica que se propone es la misma que en el juego original. Hay tres palabras clave: comerciar, construir y comprar. El objetivo de cada jugadora es expandirse por el mapa de cartón a base de colocar sobre él las fichitas que representan carreteras y poblados, algo que podrá hacer a medida que recoja recursos de las casillas correspondientes en las que se vaya instalando.

Solo que aquí el componente energético y medioambiental de todo eso está presente. Sobre nuestras tablillas de jugador tenemos también unas fichas con rayos. Se trata de las centrales de producción energética. Unas son marrones: energía sucia. Otras, verdes: ya te imaginas. Y en esta modalidad, ganar o perder va a depender en gran medida del balance de ellas que acabe por haber sobre la mesa. También de cuánto haya ido avanzando el cómputo general de contaminación de todo el tablero, un marcador extra por el que avanza rápidamente una especie de dado negro. En sus últimas páginas, el manual se detiene a explicar en detalle las implicaciones de estas cuestiones en el mundo real. «Entendemos que es urgente un cambio en la forma en la que conseguimos nuestra energía», concluye.

Según recogen los colegas del medio estadounidense Grist, esta versión del juego desarrolla una expansión creada por un grupo de fans en 2011. Se llamaba Oil Springs —como el pueblo canadiense en el que se encontró el primer pozo petrolero comercial de América del Norte— y añadía al original una dinámica relacionada con los combustibles fósiles. Benjamin Teuber, hijo del diseñador del primer Catán, Klaus Teuber, cogió el guante, y desarrolló el juego junto a su padre —que falleció hace apenas un año, con lo que esta ha pasado a ser su última creación—. Después de haber recibido críticas por el componente extractivista y colonial del original, adaptaciones como esta parecen tratar de poner a la empresa familiar más al día con el mundo.

Pero no pensemos que se trata de un juego biempensante en el que las moralejas pasen por encima de la diversión. Quizá todo lo contrario. Desde que la partida empieza, queda claro lo fácil que es dejarse llevar por las malas ideas: poner sobre la mesa fichitas de rayo marrones —las centrales sucias— tiene mucho menos coste dentro de la lógica del juego que poner fichitas verdes. Soy la primera que se expande a toda velocidad por el tablero con una táctica de dudosa moral. Pero no la única, la verdad. En realidad, solo una de nosotras sigue una estrategia más prudente, acumulando sus recursos de cartón a ritmo lento para instalar centrales sostenibles en nuestra isla compartida de colores vivos.

La dinámica de juego está llena de guiños bien planteados. Al principio de cada turno se sacan fichas de evento: contaminación, desastres medioambientales, cumbres climáticas o –mi favorito– «aumento de la producción», en el que se me premia precisamente por seguir una estrategia destructiva. Hay también un muñequito gris que se revela lúcido en su ironía: es el ‘inspector de medioambiente’, que paraliza la capacidad de hacer nada a los jugadores presentes en las casillas en las que se sitúa. La partida avanza y nos reímos bastante. Sobre todo cuando empezamos a escucharnos las unas a las otras decir cosas como: «Sube un punto a la contaminación, ya lo sé, pero qué queréis que haga, tengo que crecer».

Tras algo más de una hora de expansión imparable, la estrategia agresiva del principio revela sus fisuras. Pronto tenemos prácticamente todo el tablero cubierto con las piezas grises que revelan degradación medioambiental y casi ninguna casilla es capaz de producir recursos. Empieza a resultar imposible hacer nada: los turnos son más aburridos cuando te has pasado de frenada. Intento, tramposillamente, negociar con mi vecina de mesa dándole algunas de mis fichas de rayo amarillo —indicadoras de la producción energética—a cambio de que retire manchas grises de mis zonas del tablero. No sabemos si el largo manual de instrucciones lo permite, pero desde luego en el mundo real pasa: «Acabas de inventar los mercados de emisiones», señala mi amiga.

En cuanto a ella, hace un rato que ha cambiado de estrategia. Después de un crecimiento tan irresponsable como el mío, ha empezado a limpiar su tablero cambiando centrales marrones por verdes. Pero su transición energética está llegando demasiado tarde. El contador global de contaminación del juego hace tiempo que alcanzó el máximo, y estamos a punto de llegar a una de las situaciones que indica el final de la partida: que se acaben las fichitas de la que hemos llamado «bolsa de catástrofes», tras jugar sobre el tablero todas las inundaciones, olas de contaminación, vertidos y demás familia.

Es, efectivamente, lo que va a pasar: agotamos la posibilidad de seguir jugando sin que nadie llegue a obtener los diez puntos con los que se gana la partida. El manual de instrucciones es claro: hemos destruido la isla de Catán con nuestras malas prácticas. En este caso, no gana quien más haya acumulado, sino quien tenga un diferencial mayor de centrales verdes sobre el tablero. «Una victoria moral», bromeamos. Nuestra amiga, la que optó por esa vía —y de la que, en nuestro recién adquirido carácter predador y capitalista, nos llevábamos riendo toda la tarde—, tiene ocasión de responder con orgullo: «¿Veis? Nadie gana solo». «Es verdad», corrobora el amigo experto. «Hace falta al menos alguien moralmente digno para que la partida pueda continuar».

Para entonces ya está cayendo la noche. Recogemos los vasos de vermú que se han ido rodeando poco a poco de platillos con almuerzo y con merienda, y guardamos cada componente con cuidado en la caja comentando entre chascarrillos la jugada. No sé si creernos del todo, pero en ese momento parecemos convencidas de que, la próxima vez, todas seguiremos otra estrategia. Porque lo bueno del Catán es que hay ocasión de aprender de los errores y jugar una nueva partida. En la vida real, ya sabemos, no ocurre lo mismo.

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  1. Cruces rojas en los cientos de árboles amenazados por el proyecto GS360 del Celta
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    En la zona afectada por el complejo comercial también se colocaron grandes pancartas denunciando las graves afectaciones que su construcción provocaría a los manantiales.
    En el campo gallego, cientos de miles de familias tienen agua en sus hogares gracias a las comunidades vecinas. Estas comunidades proporcionan un suministro sostenible de agua de alta calidad de los manantiales que se recargan con la lluvia que se acumula en las montañas. Pero en Mos, el agua traída por los vecinos se ve amenazada por la construcción del complejo comercial y deportivo GS 360. que la sociedad deportiva RC Celta pretende llevar a cabo en la sierra comunal de Mos.
    Con la señalización de cientos de árboles con una cruz roja, la Comunidad de Montes de Tameiga, las comunidades hídricas afectadas, más Ecologistas en Acción quieren advertir que la deforestación y urbanización de medio millón de metros cuadrados de terreno forestal especialmente protegido conducirá inevitablemente a la contaminación y a los manantiales secos que abastecen de agua a miles de hogares. El asfaltado del monte reduce drásticamente la recarga de los manantiales por el agua de lluvia y poco de lo que llegará arrastrará partículas o líquidos contaminantes de las zonas urbanizadas.
    Una contaminación que denuncian ya es una realidad cuando la actual superficie de la ciudad deportiva ya construida es sólo una pequeña parte del complejo comercial y deportivo GS360. Recuerdan que las actuales instalaciones de la ciudad deportiva tienen un expediente abierto de la Confederación Hidrográfica del Miño-Sil por vertidos ilegales.
    También señalan que la deforestación que supone este proyecto provocará un gran vacío en el cinturón verde que proporciona oxígeno a la comarca de Vigo. Por un lado, se reducirá la captura de CO2 por la poda masiva de miles de árboles, y por otro, se incrementarán las emisiones de gases de efecto invernadero al ubicar algunas instalaciones en una montaña alejada del núcleo urbano y provocar el desplazamiento de quienes quieran acceder al complejo, ya que carece de servicio de transporte colectivo.
    «La afluencia de 10.000 vehículos diarios anunciada en el proyecto multiplicará el tráfico en la red de carreteras secundarias de la zona. Toda esta zona rural se verá afectada, imposibilitando que el barrio desarrolle su vida normal y reduciendo su calidad de vida», denuncia en su comunicado la portavoz del abastecimiento de agua de Casal-Tameiga.
    Señalan que los propietarios del Celta no tienen credibilidad cuando hablan de un proyecto social y sostenible, ya que en la pequeña parte que han construido destruyeron, para llevarlo a cabo, un yacimiento de la Edad del Bronce y las instalaciones actuales han abierto un expediente par verter aguas residuales sobre las fuentes de agua.
    “La tradición gallega de gestión comunitaria de la montaña y del agua es en sí misma una figura de protección medioambiental. Por eso es tan importante preservarlo, y por eso es tan atacado por quienes quieren convertir todo nuestro país en una zona de matadero”, subraya Elena Álvarez, ingeniera forestal y portavoz de Ecologistas en Acción.

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