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La crisis del agua en Estados Unidos

Contaminada por diversas sustancias y distribuida desigualmente en razón de la clase y la raza, el agua, además, empieza a ser escasa en Estados Unidos.
La crisis del agua en Estados Unidos
Lago Oroville, segundo embalse más grande de California y que está en torno al 35% de su capacidad. Foto: REUTERS/Aude Guerrucci

Abrir el grifo y que salga agua potable es un gesto cotidiano para mucha gente. Por lo general, no nos paramos a pensar de dónde viene ni cuestionamos su calidad porque lo consideramos un derecho adquirido que se ha integrado en nuestras rutinas. De hecho, desde el año 2010, las Naciones Unidas reconocen el derecho universal al agua y al saneamiento, no sólo para beber, sino también para cubrir necesidades básicas como cocinar y cuidar la higiene personal.

En plena pandemia, muchos se han dado cuenta de la importancia de ese bien tan preciado, imprescindible a la hora de cumplir las medidas de protección frente a la COVID-19. No obstante, en Estados Unidos, se calcula que casi un 10% de la población, unos 30 millones de personas, no tiene acceso a agua que cumpla los estándares básicos que la hacen apta para la salud, según la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, en sus siglas en inglés).

Desde Nueva York a West Virginia, pasando por Baltimore, Maryland o Puerto Rico, multitud de ciudadanos beben agua insalubre por distintas razones. Una de ellas es la existencia de una infraestructura ineficiente y anticuada formada por kilómetros de tuberías de plomo altamente contaminantes, un problema que afecta a 10 millones de hogares y que está incluido en la agenda de Biden anunciada el pasado mayo. El presidente se ha comprometido a reemplazarlas si el Congreso aprueba su multimillonario plan de empleo.

Más allá, la contaminación por uranio, arsénico o mercurio se da en zonas donde la minería o la extracción de gas han sido tradicionalmente las industrias dominantes. En ocasiones, la contaminación obedece a la alta presencia de las sustancias perfluoroalquiladas o PFAs, también llamados “forever chemicals” porque no se descomponen fácilmente. Estos compuestos químicos se utilizan en la fabricación de superficies antiadherentes (teflón), envases de comida rápida, productos de limpieza, tejidos resistentes al agua y cosméticos, y varios estudios han concluido que la exposición continuada a ellos puede conllevar efectos nocivos para la salud como el aumento del colesterol, un mayor riesgo de cáncer de hígado y testículos, así como daños en el sistema inmune y en el desarrollo de los nonatos. Aun así, la presencia de PFAs no está incluida en las mediciones de la calidad del agua y la EPA sólo ha publicado algunas recomendaciones generales que no son de obligado cumplimiento. Sí lo son, en teoría, las directrices que controlan su potabilidad; sin embargo, con un servicio completamente privatizado, de cuya gestión se encargan los estados y municipios, resulta prácticamente imposible asegurar que cada localidad cumpla con los estándares apropiados.

De hecho, en marzo de 2021 los resultados de una investigación independiente de The Guardian revelaron la existencia de niveles altos de distintas sustancias contaminantes en varios puntos de instalaciones que suministran agua a 19 millones de personas; entre las 120 muestras tomadas, 118 contenían plomo, un 35% presentaba PFAs y un 8%, arsénico. No está de más recordar que, en un país con un sistema sanitario privado y desigual que actualmente deja sin seguro médico a unos 30 millones de personas, cualquier enfermedad se vuelve una carga económica para los afectados.

Lecciones de Flint

Quizá el caso paradigmático cuando se habla de crisis del agua en Estados Unidos sea Flint. La localidad de Michigan fue víctima en 2014 de una gestión catastrófica donde los representantes locales, con el objetivo de ahorrar costes, cambiaron la fuente de abastecimiento y acabaron envenenando a la población con plomo, un metal especialmente dañino en niños. Entre los testimonios desoladores se encuentra el de Nakiya Waves, quien tuvo dos abortos involuntarios gemelares, y otros increíblemente combativos, como el de Melissa Mays, activista y trabajadora social.

La debacle de Flint se resolvió con un juicio por el que la ciudad está obligada a pagar una indemnización de 650 millones de dólares a un total de 95.000 afectados. A pesar de que las autoridades declararon en 2019 que era seguro beber el agua del grifo, muchos residentes siguen sin consumirla y se enfrentan, además, a otros problemas. Por teléfono, Mays explica la desesperación de los vecinos que saben que sus tuberías aún contienen plomo tras haber analizado muestras en laboratorios privados. Asimismo, asegura que 16.000 personas han sido desahuciadas por no pagar la factura del agua –una deuda que no fue condonada a pesar de su toxicidad–. La última polémica la ha desatado, de nuevo, el ayuntamiento, que ha impuesto como una de las pruebas para demostrar altos niveles de plomo en los huesos y cobrar una mayor indemnización someterse a rayos X, añadiendo los posibles efectos de la radiación a la cadena de patologías previas que ya arrastran algunas personas.

Si bien otras ciudades no han alcanzado las cotas de pesadilla de las que Flint aún no ha salido, el enclave de Michigan apunta a una serie de desigualdades estructurales que sufren muchas comunidades: un racismo medioambiental que, unido a la pobreza, cada día suma nuevas víctimas.

A una hora de Flint, cuya población es un 54% negra, se encuentra Detroit, donde la cifra llega casi al 80%. En la que fuera la capital automovilística del país y aún sede de la emblemática General Motors, miles de personas han sufrido cortes de agua, perdiendo en ocasiones sus hogares como consecuencia del impago de los recibos. La misma historia se repite en Baltimore, otra urbe de mayoría negra cuya factura del agua se ha duplicado en la última década.

La tendencia es nacional, pero en ciudades de población no blanca golpeadas por la deslocalización de la manufactura, la subsiguiente pérdida de habitantes y el declive económico, las dificultades para obtener acceso a agua salubre, o directamente al suministro, se multiplican. Como afirma un informe de la organización Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales (NRDC, en sus siglas en inglés), los municipios con un alto porcentaje de residentes no blancos tienen un 40% más de probabilidad de que el agua de sus casas no cumpla los requisitos de calidad fijados por la EPA.

Esta forma de discriminación no sólo afecta a los afroamericanos, puesto que las violaciones de los estándares federales también se asocian a la lengua hablada en la vivienda, resultando en la exclusión de las comunidades inmigrantes, especialmente las latinas. Igual que ocurre con la esperanza de vida, el acceso a la educación o a la sanidad, el racismo determina qué derechos corresponden a según qué grupos, aunque se trate de algo tan esencial como calmar la sed sin riesgo de contraer enfermedades.

La sequía constante

Junto a la carestía y la contaminación del agua, Estados Unidos se enfrenta a otro obstáculo no menos relevante: su escasez. A nadie le ha pillado por sorpresa que el gobernador de California, Gavin Newsom, hiciese oficial hace poco que 41 de los 58 condados de la región se encuentran en alerta por sequía, una lacra que lleva décadas amenazando a este estado pero que, últimamente, se ha agravado por causa del cambio climático. De hecho, algunos condados californianos han declarado cortes de agua obligatorios; es el caso de Santa Clara, que ha impuesto restricciones que afectan a 2 millones de personas.

El aumento de las temperaturas y el descenso en las precipitaciones no sólo han provocado una emergencia hídrica en tierras californianas, sino que mantienen en vilo a la mayor parte del oeste norteamericano, que depende del caudal del río Colorado para el desarrollo de múltiples sectores económicos, como la agricultura, y también el consumo individual. Recientemente, el gobierno anunció sus proyecciones para la región, que incluían posibles cortes de agua en Arizona, Colorado, Nevada, Nuevo México, Utah y Wyoming.

Con los pantanos y cuencas fluviales bajo mínimos, los salmones criados en piscifactorías ya no podrán ser devueltos a los ríos para que naden hasta el océano Pacífico: este año los están transportando en camión, un gesto que contribuye a incrementar el calentamiento global.

Por último, a las consecuencias naturales de un clima más cálido se suman las prácticas predatorias de empresas como Nestlé, líder en ventas de agua embotellada. La misma compañía que, mientras los habitantes de Flint estaban siendo envenenados con plomo, pagaba apenas 200 dólares por extraer su materia prima de los Grandes Lagos, ha sido acusada de desecar arroyos en el bosque californiano de San Bernardino, apropiándose de 25 veces más agua de la que le correspondía según los permisos vigentes. Aquí radica quizá una de las paradojas más tristes del problema: cuánta gente no habrá recurrido a sus botellas para paliar la falta de agua potable en sus casa.

Mientras tanto, no sólo sigue en vigor esta gran carencia, sobre todo en las comunidades que continúan luchando contra una precariedad y un racismo intolerables, sino que se amplifica en cuanto que crea una catástrofe medioambiental añadida como es la abundancia de residuos plásticos. Otra prueba más del desastre acumulativo que es el cambio climático, cuyas múltiples aristas apuntan, si no hacemos nada por evitarlo, a un futuro nada halagüeño.

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