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Rodrigo Blanca Quesada es sociólogo y miembro de Ecologistas en Acción. Vive en Córdoba, donde los veranos, ya asfixiantes, serán 2 ºC más calurosos en las próximas tres décadas, con picos extremos superiores a los 50ºC, según coinciden las proyecciones científicas.
En el aquí y ahora, la ciudad ya sufre el efecto de isla de calor –fenómeno asociado al hormigón urbano– más intenso de toda Andalucía, según investigadores de la Universidad de Granada, quienes el año pasado utilizaron el programa de monitorización ambiental y cambio climático Copernicus y los satélites Sentinel 3 de la Agencia Espacial Europea (ESA) para realizar el primer estudio de determinación de los puntos urbanos calientes de la región.
Para Rodrigo, hablar y teorizar hoy, en abril de 2024, sobre estos «impactos» es perder un poco el tiempo. «No necesitamos más charlas sobre las consecuencias del cambio climático, necesitamos charlas sobre propuestas y acciones», dice, micrófono en mano, en el Ateneo La Maliciosa, el centro cultural que la organización ecologista tiene en Madrid, mientras expone en la jornada Ciudades y adaptación al cambio climático.
El proyecto del que participa se llama Barrios por el Clima, una iniciativa que desde hace cinco años busca la participación de las vecinas y vecinos de siete barrios de la ciudad y de tres pueblos de la provincia (Baena, Pozoblanco y Puente Genil) para la apropiación de sus espacios de convivencia en la «era de la ebullición», como el secretario general de la ONU, António Guterres, ha definido en varias ocasiones a los tiempos que corren.
Se trata, al cabo, de una herramienta ciudadana para facilitar el desarrollo colectivo y en red de medidas de adaptación al cambio climático en las calles, las casas y los espacios públicos de estas localidades.
Experiencias de peatonalización, jornadas de energía solar, programas de arbolado urbano y la puesta en marcha de la primera fuente renaturalizada de la ciudad –en colaboración con Real Jardín Botánico– son algunas de las acciones que enumera Rodrigo al hablar de los logros del proyecto.
«Hemos construido consenso respecto a la transición ecológica. Hemos dejado atrás el típico consejo de las administraciones de cambiar las bombillas de las casas a 45 grados para realizar transformaciones comunitarias y para reconstruir el tejido social desde la adaptación», se jacta orgulloso.
Las políticas públicas y estas «acciones ciudadanas» explica María Sintes, portavoz de la Oficina Española Cambio Climático, serán cada vez más necesarias para «sobrevivir» a las ciudades en los próximos años. El 55% de la población mundial vive hoy en espacios urbanos. El porcentaje será bastante mayor (68%) en 2030. Tres cuartas partes de las emisiones se generan en las ciudades.
El 70% de los españoles viven en municipios de más de 20.000 habitantes y el 50% de la población se concentra en el 8,8% de la superficie total. «La adaptación urge. Los impactos (olas de calor, aumento de las precipitaciones torrenciales, temporales costeros, etc.) ocurren sobre territorios concretos sin que haya recetas genéricas», aclara esta experta.
Sin medidas de adaptación, los «desplazamientos climáticos», un problema muy incipiente aún en España –no así en otras latitudes– serán frecuentes en las próximas décadas. Un ejemplo: 2,5 millones de personas viven en zonas de riesgo de inundación.
El desafío, concluye, pasa por «aterrizar» la gobernanza (europea y nacional) en las administraciones locales. «La adaptación es local, este concepto es clave. Y es vital para los sectores de la población más expuestos y vulnerables, aquellas personas con menor capacidad de autoprotección», subraya.
En los Países Bajos –cuenta desde Rotterdam Eduardo Marín, biólogo y arquitecto paisajista–, la adaptación ciudadana al cambio climático empieza a ser igual o más importante que su elogiada infraestructura «integral y robusta».
Pone como ejemplo un proyecto del que participó en estos años: un «bosque comestible urbano», una intervención verde de instalación de una arboleda/mercado. «Uno sale a la calle y puede coger una pera o un tomate, todos los árboles tienen algún fruto comestible», explica a través de una videollamada. Las escuelas y los vecinos participaron activamente en todas las fases de la experiencia.
En San Sebastián, los vecinos de un antiguo vivero municipal, una hectárea de pura biodiversidad verde que durante décadas estuvo cerrada a la ciudadanía, lograron evitar que el ayuntamiento lo inundara de hormigón (viviendas de lujo) a través de un proyecto de «regeneración urbana» que «interrelaciona la naturaleza y las relaciones sociales», explica Leire Rodríguez, una de las mentoras.
El Vivero de Ulía –que acoge más de 30 especies de aves, pequeños carboneros, picapinos, petirrojos, o grandes halcones, milanos reales, arrendajos o gavilanes– es desde hace nueve años una experiencia de autogestión vecinal que sirve de refugio ante la turistificación y la expansión de los ladrillos.
Bloques de Transición es otro «caso de éxito» en la adaptación ciudadana a la crisis climática. Nacho García, una de las caras visibles del proyecto, explica que el experimento empieza, de a poco, a crear realidades «más justas y sostenibles» en el barrio Palomeras Bajas, un distrito popular de Madrid habitado por rentas bajas y medias.
La iniciativa, que ya lleva en marcha un año y cuatro meses, tiene a los bloques de viviendas como «la palanca de transformación». Desde una oficina física, toda una referencia vecinal hoy en el barrio, se piensan acciones que permitan, de forma simultánea, ahorrar dinero, mejorar la calidad de vida y reducir los impactos ambientales de las comunidades de propietarios, como por ejemplo la instalación de placas solares.
La prueba piloto, en una bloque de cien viviendas, no estuvo exenta de dificultades. «Hemos tardado seis meses en darnos a conocer, en generar vínculos. Y también nos hemos encontrado con la frase «eso en este bloque es imposible». Pero seguimos dando pasos. Ya hemos contactado con tres colegios y la idea es empezar a generar nuevos proyectos, como un grupo de consumo y de movilidad», celebra Nacho.
La palabra «éxito» se queda chica cuando Carmela Gómez y Tania Martínez-Raposo cuentan cómo de una charla en un bar entre cuatro vecinos tras una manifestación surgió un proyecto que llegó a Espejo Público, el programa de Susanna Griso.
La «Termometrada» –una experiencia colaborativa de ciencia ciudadana con raíces en la plataforma Salvemos Nuestros Parques y con la coordinación técnica de investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM)– involucró el verano pasado a los vecinos de 15 barrios, algunos ya comprometidos en la lucha climática y en el activismo contra la tala de árboles, pero muchos otros novatos en participación ciudadana, para medir la temperatura del aire.
En cada barrio se eligieron tres tipos de espacios para representar las diversas situaciones urbanas: zonas con suelos naturales y sombra, lugares con suelos artificiales y sombra y localizaciones con terrenos artificiales y sin ningún tipo de sombra.
Los voluntarios, que desbordaron a los organizadores, realizaron tres mediciones a lo largo del día: 7:30, 17:00 y a las 00:00. Los resultados arrojaron lo esperado: la mayoría de los barrios de Madrid necesitan nuevos diseños urbanos de parques, jardines y calles, más espacios verdes, más biodiversidad y ninguna tala de árbol, para contrarrestar un efecto de isla de calor que, literalmente, atenta contra la vida de los vecinos.
«Cuatro vecinos construimos agenda, instalamos la problemática en los medios de comunicación y logramos que durante todo el verano en los barrios se hable de árboles y del efecto isla de calor», explica Carmela. Un aprendizaje colectivo: «Menos protesta, más acción y más agenda».