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Soy lectora habitual de poesía. Lo que me cautiva de este género es su capacidad para hacer ver algo donde antes no veíamos nada, o veíamos solo la rutinaria sucesión de las cosas que no nos hablan. Su habilidad para desvelar de pronto una capa de la realidad que siempre había estado ahí, y que de pronto parece teñirse de una luz inescapable. Últimamente, muchos de los libros que más me acercan a esa vivencia, sin embargo, no son necesariamente los de poemas, sino algunos del tipo de este, El nacimiento de la tierra. Cómo nuestro planeta cobró vida (Penguin Random House, 2024), de Ferris Jabr.
Pero lo que encuentro en ellos no es esa clase de poesía que tiene su agarre en la imaginación, sino esa otra que nos atrapa por el aprendizaje de algo asombroso. Es precisamente el asombro, estoy convencida, uno de los caminos que puede conducir a una toma de conciencia de lo extraordinario del mundo que nos rodea, y, con ello, de la inmensa responsabilidad de cuidarlo. El asombro que propone este libro es, de hecho, radical: la hipótesis de que la vida pudiera ser algo más de lo que normalmente entendemos por ese término.
Lo estaba leyendo durante unos días en los que me había ido de excursión al monte con unas amigas. Y, según íbamos caminando, no podía evitar, de vez en cuando, quedarme mirando a las rocas sobre las que avanzábamos y decirles: «Chicas, ¿sabéis que ahí abajo, muy abajo, hay seres vivos? ¿Seres microscópicos que, en lugar de oxígeno, respiran roca?».
La vida como una fuerza geológica fundamental
El cuestionamiento de lo que entendemos por vida al que me refería empieza por ahí, y Jabr lo plantea como posibilidad desde las primeras páginas del libro: «Nunca ha habido una medida objetiva ni una definición de la vida precisa y aceptada de manera universal, solo una larga lista de cualidades que presumiblemente distinguen lo animado de lo inanimado. Sin embargo, una división tan clara resulta fútil. Los cristales replican con fidelidad sus estructuras altamente organizadas a medida que crecen, pero la mayoría de la gente no piensa en ellos como vivos. Por el contrario, algunos organismos, como las artemias y esos microanimales con pinta de ositos de goma llamados tardígrados, pueden entrar en un periodo de inactividad extrema durante el cual dejan de comer, de crecer y de cambiar en cualquier sentido durante años, pero siguen considerándose criaturas vivas».
Desde ahí, El nacimiento de la tierra nos lleva de la mano en un largo viaje. Hacia dentro de la tierra o lo hondo del mar, hacia arriba del aire también: a los lugares extremos donde las criaturas que existen no se parecen demasiado a las que conocemos. Y también en el tiempo: un viaje al antaño lejanísimo en el que este planeta empezó a desarrollar eso que hemos aprendido que es lo que lo hace distinto al resto. «La vida no es algo que ocurrió en la Tierra, sino algo que le ocurrió a la Tierra», afirma, citando al astrobiólogo David Grinspoon.
Desde ese enfoque, la apuesta de Jabr pasa por explorar cómo apareció la vida, pero también cómo se ha ido modificando y recreándose a sí misma. Y, de paso, al planeta. Su mirada esclarece las maneras en las que ese ecosistema grande que es la Tierra entera se ha ido transformando por la acción de hasta la más pequeña de sus criaturas, en un círculo ecológico que incorpora lo que ocurre a varias escalas. A sus ojos, el planeta entero estaría vivo, en cierto sentido: en el de estar sujeto a constantes transformaciones en interacción y afectación mutua entre multitud de seres que lo están.
El libro tiene una estructura muy clara. Tres partes, divididas a su vez en otras tres. Las grandes, sendos ámbitos: ‘Roca‘, ‘Agua‘ y ‘Aire‘. Dentro de ellas, otras tantas subdivisiones que ponen el foco en lo que han hecho y hacen sobre esos elementos tres tipos de criaturas: las microscópicas, las que vemos a simple vista y tenemos costumbre de atender, y por último, nosotras, las personas. Jabr nos invita a mirar el impacto a nivel geológico, ambiental y biológico de todos los seres, desde los microbios hasta los castores, pasando por las algas o el césped de un torpe jardín que estemos intentando cultivar en la parte de atrás de casa.
El papel desproporcionado de la especie humana
Es así como nos vamos deslizando sin casi darnos cuenta de la reverencial fascinación por lo que han sido capaces de modificar a lo largo de millones y millones de años las bacterias o el plancton, hasta el no menos ojiplático espanto de lo que los humanos hemos podido desequilibrar en solo unos pocos siglos. Porque sí: este ensayo deja claro que, desde que inventamos el arado hasta que lo llenamos todo de plásticos, los seres humanos hemos tenido una incidencia completamente desproporcionada respecto al resto de habitantes del planeta.
Aunque tampoco en lo que respecta a esta torpe especie nuestra hay solo historias de destrucción. También hay bonitos ejemplos de personas que toman conciencia, aprenden y operan un cambio. Gente que coge de pronto un colador de cocina y analiza el agua de un charco hasta su última gota, o personas que se dejan las rodillas gateando por una cueva para llevarse a casa varias muestras de un microbio que excreta metal.
En general, los hallazgos en los que más se detiene Jabr son los que tienen que ver con reparar en elementos que, según las hipótesis de quienes los trabajan, podrían contribuir a revertir los efectos de la crisis climática. Tenemos así, por ejemplo, a Sergey Zimov, empeñado en devolver al Ártico la biodiversidad que tenía en tiempos de la megafauna, Convencido de que todo puede comenzar por asentar allí poblaciones de grandes herbívoros, ha llevado a la estepa a veinticinco caballos de Yakutia, una raza siberiana especialmente grande, capaz de alimentarse de pasto congelado. O a Lorraine Sadler, que peina el fondo de la bahía de California investigando los bosques subacuáticos de kelp, un tipo gigante de alga que podría ser capaz de capturar inmensas cantidades del carbono cuyo exceso es un factor importante en la crisis climática.
Toda una dimensión del mundo que había pasado por alto
«Había toda una dimensión del mundo que prácticamente había pasado por alto: el mismo suelo bajo sus pies». Había leído eso esa misma mañana, en el capítulo que habla sobre Asmeret Asefaw Berhe, una bióloga eritrea a la que esa revelación le cambió el rumbo de la vida. Por eso andaba por la sierra de Madrid prestando muchísima atención a mis pasos, más consciente de lo habitual de que caminar sobre una especie de milagro de tiempo, interacciones y misterios. «Chicas, ¿sabéis que una sola cucharadita de la tierra que estamos pisando contiene una población mucho mayor que el número de humanos vivos en la actualidad?»
Termino el libro sabiendo un montón de cosas de las que no tenía ni idea sobre este asombroso mundo. Sé que hay una bacteria con forma de baguete que vive a oscuras y temperaturas incluso por encima de los 60 ºC y obtiene su energía de la descomposición del uranio. Sé que si no fuera por el plancton, el mar no tendría arena, espuma ni olor en el aire; y sé también que hay partes de ese plancton que «parecen candelabros, cestos de mimbre o dulces de azúcar hilado. Otros parecen las aspas de un molino de viento, rodajas de cítricos o fuegos artificiales congelados en pleno estallido». Sé que hay también sorpresas inquietantes, como nuevos tipos de roca causadas por la fusión de minerales con el plástico procedente de residuos, y una gran probabilidad de que los fósiles que se encuentren en el futuro los relieves que tengan sean en forma de bolígrafos o de cedés.
Y no sé, no sé si será un exceso de confianza en el asombro motivado por mi querencia por lo poético. Pero sí que tiendo a pensar que darnos cuenta de esas cosas, algo tiene que hacernos cambiar en nuestro modo de estar en este mundo. Como algas modificando el aire, como microbios cambiando, poco a poco, la textura de la roca.