‘Flow, un mundo que salvar’: el evangelio del gato

Se estrena en España la fábula ecologista del director letón Gints Zilbalodis, la aventura de un gato que lucha por la supervivencia en un mundo inundado y sin humanos.
‘Flow, un mundo que salvar’: el evangelio del gato
Un fotograma de 'Flow'. Foto: Adso Films.

Un arca de Noé sin Noé o una La vida de Pi en la que el niño Pi somos los espectadores, atrapados en una barca a la deriva en mitad de la nada junto a un grupo de animales en los que proyectamos nuestras propias ansiedades. Flow, un mundo que salvar (2024), dirigida por el animador letón Gints Zilbalodis, es la historia de un gato que se tropieza con un extraño apocalipsis, un mundo en el que han desaparecido los humanos y donde el nivel del mar aumenta de forma espectacular sumergiendo la mayor parte de la superficie terrestre.

La película, que narra cómo el gato tiene que sobrevivir cooperando con otros animales viajando en una barca abandonada, sin diálogos –o con diálogos animalísticos, puesto que el secretario grazna, el perro ladra, el gato maúlla, etc.–, llega a los cines españoles este 24 de enero con la vitola de favorita para el Oscar en la categoría de animación, el Globo de Oro bajo el brazo y la posibilidad del Goya a Mejor Película Europea

Es una historia para público infantil, que incluye hasta guía didáctica adaptada a diferentes niveles de los 6 a los 12 años, presta a torcer el culo de los adultos con su mezcla de obvio mensaje ecologista y fábula cuasi religiosa. O no tan cuasi. Además de la fascinación visual de sus composiciones y la animación detallista de la expresividad de los animales (sin aspirar a una naturalidad completa), la atmósfera de la película atrapa por su cualidad onírica, superponiendo elementos que subrayan su condición de cuento. 

Cuando arranca la acción, el gato vive en un ambiente que no difiere tanto de los bosques bálticos que pueda conocer bien su creador y donde las especies, perros exóticos aparte, corresponden a dicho entorno. Sabemos que tuvo un humano, uno de aspiraciones artísticas y tan amante de su gato que llega a dedicarle varias estatuas, algunas de escala monumental. 

Pero la inundación –sin diluvio, el agua sube de nivel a velocidad y alturas imposibles– subvierte todo: en la barca lo espera una capibara, su primer compañero de viaje será un lémur y el capitán final del viaje un pájaro secretario herido e incapaz de volar. Juntos recorrerán ciudades abandonadas de civilizaciones anacrónicas, mezclando influencias indias o romanas en construcciones humanas cuya altura, calculable nivel del agua mediante, resulta imposible.

El gato, junto a sus compañeros de viaje en 'Flow': un lémur, un perro y un capibara.
El gato, junto a sus compañeros de viaje en Flow: un lémur, un perro y un capibara. Adso Films.

Las capas de Flow son tantas como las de su aparentemente simplona, pero muy compleja técnicamente, animación. El gato sin nombre no deja de comportarse como un gato, aunque aprenda a nadar para alimentarse y a tolerar al perro o sentir al secretario como su aliado. Su comportamiento, como el del resto de la manada, no deja de ser un trampantojo, un espacio para que rellenemos con nuestros prejuicios psicológicos de humano, como la cadena alimentaria imaginaria o aliviadora del trauma de la mencionada La vida de Pi, tanto la novela de Yann Martel de 2001 como la adaptación al cine de Ang Lee en 2012.

Lo que no es opinable es cómo solo la colaboración y el aprendizaje de estos animales nada antropomorfos les permite sobrevivir, unida a la presencia cuasi divina de la ballena, que los materiales promocionales de la propia Flow identifican como el Leviatán. La historia del gato es la de una peregrinación para conocer el secreto de la Gran Inundación, pero en la que nosotros, los espectadores que estamos rellenando los espacios vacíos de la película con nuestros propios miedos, nunca sabremos las respuestas.

El ecosistema desbordado de Flow es el de nuestra crisis climática, con la subida de las aguas como nada sutil señalador y su mezcla de especies y localizaciones para recordarnos la universalidad de la idea. El gato no fue el primer animal que domesticó nuestra especie, sino más bien el primero que decidió cohabitar con nosotros y al que atribuimos cualidades humanas, y por eso nos guía hasta asistir a las últimas bocanadas del Leviatán bíblico (que, según la tradición, el propio Yavhé sometió antes de la misma creación y que solo será liberado el día del fin del mundo) o contemplar la ascensión de una nueva especie sintiente que puede representar el secretario, quizás marcada por el sacrificio mediante el altruismo… y por la soledad no elegida.

Crítica social

También nos deja escenas de inequívoca crítica social. En el tramo final, cuando las aguas desciendan –¿quizás solo provisionalmente, como sugiere la escena poscréditos?–, el gato encontrará a su compañero el lémur, el más antropomórfico de todos los protagonistas, en el fondo de un colosal anfiteatro, rodeado por otros de su especie que se adornan con objetos de origen humano y todos ellos fascinados por sus propias imágenes sobre un espejo roto. 

Que este puede representar fácilmente el narcisismo solipsista de los smartphones, a modo de un black mirror como a los que nos tiene acostumbrados la ciencia-ficción reciente, ni se discute. Lo relevante para nosotros es la decisión final del lémur en rehabilitación de su cleptomanía con trazas de Diógenes, claro.

Como muchas grandes obras, esta se destaca por esa capacidad de adaptación al espectador que la contempla y la ambigüedad necesaria para ello, mientras bajo la superficie, como la ballena, navegan sus mensajes últimos más profundos. Sin embargo, y como ya hemos dicho, el más importante es el que flota sobre los expresivos ojos del gato, la compasión silenciosa de la capibara o la lealtad irreflexiva del perro: la compasión y la cooperación como motores de la historia, de un más allá que nos lleve a seguir existiendo cuando pase el apocalipsis.

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