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Mi viaje de Nueva Shanghai a Pekín duró unas 10 horas. Este trayecto, que antes se hacía en los famosos “trenes bala”, ahora se hacía en un tren ferroviario con pasajeros y mercancías. El tren estaba abarrotado de gente, que pasó la mayor parte del tiempo comiendo. Con mi Babel cargada, charlé con la gente, que me contestaba a todo, a menudo riéndose. Mi impresión de que la gente en China era muy seria se fue desmoronando con el viaje, todo el mundo parecía muy amable. Confieso que a veces no me daba cuenta de si se reían de las bromas o de mí, pero todo era muy amistoso… Un anciano se sentó frente a mí y me habló sin parar durante varios minutos.
–Un palillo caminaba por la calle cuando vio pasar a un erizo. El mondadientes gritó con fuerza, corriendo hacia él: ¡Alto, autobús!
Todo el mundo se rió y yo también me reí, para no llamar la atención.
–Un filete de seitán poco hecho y un filete de seitán cocido se encuentran en la calle pero no se saludan. ¿Por qué? –me preguntó el hombre. Me encogí de hombros, sin saber qué decir.
–¡Porque no son de la familia! –gritó en voz alta, con el vagón gritando extasiado por una broma que yo no entendía en absoluto. Pensé que podría ser un problema del Babel, relacionado con las traducciones literales y los diferentes significados de las palabras y los caracteres.
El hombre siguió hablando hasta que finalmente se lo llevaron otros pasajeros que le llamaban “maestro”. Le pregunté a una señora quién era y me explicó que era el responsable de mantener el buen humor en el tren. Había maestros así por todas partes, algunos contando chistes, otros haciendo malabares, bailando, cantando o tocando instrumentos musicales para mejorar el humor de la gente.
Una vez terminada la comida, el vagón se calmó y pude reanudar mis correos electrónicos, los terribles artículos enviados por Lia y también la información de Elizandra.
Llegué a Pekín a las 10 de la noche. El sol empezaba a ponerse. Tomé la terrible decisión de ir directamente a la sede del Movimiento Comunista para poder descansar. Cuando llegué a la sede, tras un ya largo viaje en metro, descubrí con gran sorpresa que estaba cerrada. Era un viejo hotel cercano a la plaza de Tiananmén. Llamé a la puerta durante cinco minutos. ¿Cómo era posible que en un lugar tan grande, con tantas plantas, no hubiera nadie? Me sentía febril y sin fuerzas. ¿Adónde iría?
La temperatura estaba bajando, empecé a notarlo en las piernas. Iba bien equipado de cabeza, torso y brazos, pero los pantalones y los zapatos eran demasiado finos. Me planteé rechazar los pantalones y las botas que me habían ofrecido mis camaradas de Nueva Shanghái. Y entonces empezó a llover… Primero fueron pequeñas gotas, luego un fuerte viento las convirtió en pequeños proyectiles. Las gotas se fueron espesando hasta formar un sonido continuo. Me refugié bajo el toldo de la entrada del viejo hotel, observando en la pared que aún se podían leer las letras arrancadas: «M-E-R-C-U-R-E». La lluvia seguía cayendo sobre mí, empujada por un viento cada vez más fuerte. Entonces empezó a caer granizo. El frío se hizo agonizante y me acurruqué en el suelo, intentando cubrirme las piernas con el equipaje y frotándome las manos para no perder la sensibilidad. La nariz y los ojos húmedos me ardían bajo el viento, el agua se mezclaba con lágrimas y mocos. Mi cabeza empezó a sentirse ligera y mi capacidad para mantener los ojos abiertos iba disminuyendo. Entonces un destello golpeó mi visión. Pensé que era un rayo de tormenta, pero se quedó. Oí gritar a un hombre y luego a otro. El más alto llevaba una antorcha en la mano. Se acercaron a mí, cubiertos con chubasqueros amarillos, y hablaron sin parar. Tenía el Babel entre las maletas y no entendía lo que decían. Gritaban cada vez más fuerte. El más bajo y corpulento empezó a agarrarme las maletas, a lo que yo me resistí. El otro me hizo señas para que fuera con ellos e intenté levantarme, en vano. Los hombres me agarraron por los brazos y no pude resistirme. Señalé en dirección a mis cosas, apoyadas contra la pared, y uno de ellos me sonrió, asintiendo. Me llevaron a un vehículo y me sentaron en un asiento de plástico. El regordete trajo mis maletas y las deslizó a mi lado, mientras el más alto me hablaba rápidamente. Me señalé la boca y dije:
–No hablo mandarín.
El hombre encendió una luz y empezó a buscar en una caja transparente. Detrás de mí, las voces gritaban:
–¡Guanmen!
–¡Gun shangmen!
El hombre alto sacó un aparato de la caja y gritó a los que estaban detrás de mí:
–¡Zhukou! Zhukou.
Se puso el aparato al cuello y salió una traducción al inglés.
–¡Cállate! Cerraré la puerta, no te preocupes –dijo mientras se acercaba el auricular al oído –. ¿Inglés?
–Portugués –le contesté.
–Correcto. Señor, somos de la Comisión de Calor de Pekín. Estamos patrullando hoy debido al frío. ¿Tiene un lugar para dormir, señor?
–Quería quedarme en la sede del movimiento e-comunista…
Señalé en dirección a la calle mientras cerraba la puerta.
–Uh. Creo que ésta ya no es su sede, se han trasladado a otro lugar.
Cerré los ojos. El hombre me puso la mano en la frente.
–Está enfermo. ¿Ha estado en contacto con ganado vacuno o porcino?
–No lo creo…
En ese momento perdí el conocimiento.
Me desperté más tarde, en una hermosa habitación pintada en colores pastel. Una señora vestida de blanco y con una máscara en la boca se me acercó. Llevaba un aparato parecido a mi Babel:
– Buenos días. Soy Ai Jun Jie.
–¿Dónde estoy?
–Está en el centro médico Weida, en Weiduolia.
–¿Centro médico?
–Sí, fue rescatado de la calle por un equipo de atención y presentaba síntomas de una posible enfermedad infecciosa. Le hemos realizado varias pruebas y puedo decirle que tiene la tensión alta, está bajo de peso, tiene parásitos intestinales, el seno desviado, hongos en pies y uñas, clamidiosis y el principio de un soplo cardíaco. Aún no hemos podido aclarar todos sus síntomas, pero ya hemos iniciado tratamientos para varios de estos problemas desde que llegó.
–¿Desde que llegué?
–Llevas cuatro días con nosotros.
–¿Cuatro días? –Mi sorpresa fue enorme, para mí no había pasado ni uno–. ¿Dónde están mis cosas?
–Hemos comprobado sus pertenencias y están en el armario. –Señaló un pequeño armario blanco que había detrás de ella–. Lamento informarle de que no podrá abandonar el centro hasta que se aclare su diagnóstico. Mañana esperamos los resultados, pero ya puedo tranquilizarle en un aspecto: no tiene COVID ni MersCovid. Pero su fiebre persistente nos preocupa. ¿Cuántos días hace que entró en China?
–¿Pero puedo tener acceso a mis cosas?
–Sí, está todo en el armario. ¿Cuántos días lleva en China y de dónde viene?
–¿He estado aquí seis días? Son diez días.
–¿De dónde procede?
–Vine de Chile y llegué a Shanghái.
–¿Cómo ha llegado hasta aquí?
–En avión.
–¿Cómo? ¿En avión?
–En una aeronave médica para el transporte de pacientes.
–¿De qué estaba enfermo? ¿Cómo llegó a Pekín?
–No estaba enfermo, sólo disfrutaba del ascensor. Llegué a Pekín en tren.
Anotó todo lo que dije en un portapapeles electrónico.
–¿Y los enfermos también acudieron a Pekín?
–No, se quedaron en un hospital en Nueva Shanghái, un hospital internacional. Tomé un tren hasta aquí.
–¿Con cuántas personas ha estado en contacto desde que entró en China?
–Con docenas, tal vez cien.
–¿Como quién?
–Pasé la noche en la sede del movimiento comunista de Nueva Shanghái. Allí había un grupo de antiguos revolucionarios que estaban de celebración. Y en el tren había docenas de personas en mi vagón. Un animador, otras personas…
–¿El nuevo tren Shanghai-Pekín? ¿Hace cuatro días? ¿A qué hora?
–Llegué a última hora de la tarde.
–¿Y cuál es nombre?
–Alex. Alex Águas.
–¿Chileno?
–No, soy portugués.
–¿Vive en Chile?
–No. En Portugal.
–De acuerdo. Necesitaré más información sobre cómo llegó de Portugal a Chile.
–¿Para qué?
–Así podremos tener toda la información en caso de que estés infectado.
–¿Pero no ha confirmado ya que no tengo ningún COVID?
–Sí, eso es cierto. Pero hay nuevas enfermedades que pueden ser muy problemáticas. Desafortunadamente, no puede salir de su habitación hasta que estemos seguros de su diagnóstico.
–¿Y cuándo será eso?
–Tan pronto como podamos. Haremos todo lo posible para que sea rápido, por el bien de todos.
Salió y se abrió una pequeña ventana rectangular en la puerta, donde había una bandeja con comida.
Me levanté y recogí la bandeja. Dentro de la habitación también había un pequeño cuarto de baño con ducha. Aunque tenía mis cosas, me sentía como un prisionero.
Día tras día, la enfermera volvía y me decía que habían descartado una enfermedad u otra. Todos los días me hacía preguntas sobre mis viajes, preguntas que yo respondía a regañadientes, hasta que simplemente dejé de hacerlo. ¿Qué tenía que ver ella con mis viajes y mis entrevistas? Venían otras personas a traerme medicinas, ungüentos y comida (normalmente bastante buena). Aunque me sentía como un prisionero, me trataban bien. Conseguí recuperar mi peso y poco a poco fui ganando energía. Mientras, repasaba mis documentos. Hablé con Elizandra, que insistió en que buscara a Jieling y Biyu Zheng, y en que me dirigiera a Filipinas para entrevistar a Dewi Rahmawati, un transportista de personas. Al cabo de ocho días volvimos a hablar. Se dio cuenta de que seguía en el centro médico y me dijo que tenía que encontrar la manera de salir de allí. Aquella tarde, cuando la enfermera entró para repetirme que aún no había diagnóstico, estaba dispuesto a abandonar mi actitud pasiva.
–Me parece que simplemente quiere que me quede aquí y pierda el tiempo, Ai Jun Jie.
–No, Sr. Waters. Le mantenemos aquí por su seguridad y la del pueblo chino.
–Pero ya no tengo fiebre, no tengo ningún síntoma. Llevo aquí dieciocho días. Quiero irme hoy mismo.
Señalé mis maletas, ya hechas.
–Prometo que en los próximos dos días ultimaremos todas las pistas.
–Eso mismo oí el primer día que estuve aquí.
–Lo siento, Sr. Waters. Le aseguro que es verdad.
Me dio la espalda y se dirigió a la puerta, que siempre estaba cerrada, excepto cuando entraba alguien. Cuando abrió la puerta, yo ya tenía las maletas a la espalda, empujando para salir con él. Dos hombres con mascarillas me agarraron y me metieron dentro de la habitación mientras la enfermera se recomponía. Fuera, con la puerta ya cerrada, me gritó.
–Compórtese, Sr. Waters.
Me senté en la cama, frustrado. Mi plan era débil, pero pensé que al menos podría salir al pasillo. Si había hombres delante de mi puerta, no había duda: estaba atrapado. Saqué el teléfono y busqué la tarjeta de Deng Ming, que tenía guardada. Cuando el hombre contestó, le conté lo que pasaba y me tranquilizó: «Veré lo que puedo hacer», dijo, intentando tranquilizarme… y fracasando. Pasé aquella noche en blanco, desesperado por lo que pudiera ocurrirme a continuación.
Por la mañana, Ai entró en mi habitación, ya sin máscara. En medio de la tensión, pude darme cuenta por primera vez de lo hermosa que era, con unos labios carnosos y una nariz fina pero marcada, que junto con sus ojos castaños claro formaban un conjunto magnífico. Pero también era decidida, incluso cruel.
–Buenos días, Alex. –Sonrió–. Hemos terminado nuestras investigaciones. Puede marcharse. –Recogí tímidamente mis cosas–. Siento que hayamos tardado más de lo esperado. Si podemos ayudarle en algo más en su viaje, por favor pida ayuda en la entrada del centro médico.
–Gracias.
Me entregó unas botas y unos pantalones azul oscuro, que acepté. Le tendí la mano y ella me la estrechó, juntando los pies en un estilo casi militar. Me entregó un papel en el que se leía: «Universidad de Pekín, Facultad de Ciencias Climáticas, Departamento de Calor». ¿Era ésta la información que me llevaría a Jieling Zheng o a Biyu Zheng? Sólo había una forma de averiguarlo.
Fui andando a la universidad, cruzando las verdes calles de la ciudad. El centro médico no estaba lejos del cuartel general del movimiento comunista. Crucé la plaza de Tiananmen y bordeé la Ciudad Prohibida. Podía ver los lagos, ya no protegidos por los viejos muros rojos donde se había vivido la tensión de la Revolución de los Jóvenes. El derribo de aquellos muros había sido uno de los actos del nuevo Comité Central. Ahora, cientos de personas se sentaban a las orillas del lago y, si no fuera por el frío, imaginé que también mucha gente se bañaría en aquellas aguas. Miles de bicicletas circulaban en todas direcciones. Los carriles verdes para peatones eran la principal zona segura para mí.
Cuando llegué al Departamento de Calor, fui a recepción y pedí información sobre la consulta del doctor Zheng.
–¿Qué doctor Zheng?
–¿Hay más de un doctor Zheng?
–Hay tres médicos, Zheng.
Tragué saliva y me arriesgué.
–No es Biyu, es Jieling.
–Sí, doctora Jieling. Está arriba, oficina 12. ¿A quién debo anunciar?
–Alex Águas.
–¿De dónde procede?
–El movimiento comunista.
Se tocó la oreja y empezó a hablar. Oí lo que decía, traducido por mi Babel: “Un tal Han ha venido a verle, comisaria. Waters. Dice que es comunista”. Tras unos instantes en silencio, se volvió hacia mí.
-La doctora no está disponible hoy, señor.
–¿Cuándo puedo hablar con ella?
–No estoy seguro, tal vez debería volver otro día.
–Llevo varios días detenido y necesito hablar urgentemente con la doctora Jieling Zheng.
–No puedo resolver su problema, señor.
Decidí no insistir en ese momento y esperar una oportunidad cerca de la entrada. Le di las gracias y salí. Si no hubiera tenido tanta prisa al entrar, habría podido ver las fotos de todos los profesores. Jieling Zheng estaba en la primera fila. Tenía unos 50 años, era morena y delgada. Pensé que podría reconocerla en la calle si la esperaba. Estuve allí varias horas, mirando a los profesores y a los alumnos que iban y venían. Yo destacaba con mi mono azul y mi gorra amarilla, tan diferentes de los colores dominantes allí, el amarillo y el rojo.
Al final de la tarde, al darme cuenta de que mi estrategia no iba a funcionar, volví a entrar. Me rodeó una multitud de jóvenes que subían las escaleras del departamento. Algunos me miraron de reojo, pero la mayoría me ignoró mientras pasábamos por delante del mostrador de recepción, yo perdido entre la multitud. Cuando entraron por las puertas de un auditorio, me separé de ellos y subí las escaleras, hasta llegar a los despachos que buscaba. Y allí estaba el 12. Llamé a la puerta y, sin esperar respuesta, abrí.
Con cara de sorpresa, Jieling Zheng (no había duda sobre su rostro) se volvió hacia mí.
–¿Qué haces aquí? Hoy no recibo a nadie. ¿Eres estudiante?
–No, me llamo Alex Águas, he venido a hablar con usted.
Me miró enfadada y descolgó el teléfono.
–Llamaré a seguridad.
–No. Espere. Estoy aquí para hablarle de mi madre, Marta Garrida.
–Seguridad, tengo a un hombre aquí, molestándome…
–He venido a hablar de Alas de Mariposa.
Sus ojos se abrieron aún más.
–Venga rápido, por favor.
–Elizandra Márquez me envió.
De repente se calmó.
–Olvídalo, fue un malentendido. Sé quién es el camarada.
–Doctora Jieling, soy Alex Águas.
Le tendí la mano y ella respondió de mala gana.
–Comisaria Zheng. ¿Cómo sabías dónde encontrarme?
Decidí mentir.
–Busqué hasta encontrar información sobre usted. –Detrás estaba el cuadro que Deng Ming me había enseñado en Nueva Shanghai–. Eres una importante revolucionaria del movimiento de las Juventudes Marxistas, formaste parte de las Alas de Mariposa y eres una de las fundadoras del comunismo ecológico. –Solté todo aquello señalando el cuadro–. Al final terminé en la Facultad y en el Departamento.
Solté lo poco que sabía de ella del tirón para intentar convencerla de que sabía mucho más de lo que realmente sabía.
–¿Por qué no viniste a verme al centro de calor?
–Pensé que sería más probable encontrarla aquí.
–De acuerdo. Tengo que irme en cinco minutos. Haz tus preguntas.
Se quedó de pie mientras ordenaba papeles, mirándome sin comprender.
–Quería preguntarle si podría ayudarme a encontrar a Biyu Zheng.
–Hace muchos años que no sé nada de ella –respondió secamente.
–Soy el hijo de Marta Garrida, del Ejército Verde.
–Aquí sólo tenemos al Ejército Rojo.
–Formaba parte de las Alas de Mariposa, igual que la Comisaria.
–Yo no… –vaciló.
–¿No formaba parte la comisaria Zheng del primer grupo de Alas de Mariposa?
Enderezó la espalda, mirándome directamente a la cara.
–¿Quién le ha dado esta información?
–Gianrocco Fatin.
–¿Te dijo Gianni que estuvimos en el primer Alas de Mariposa?
–Sí.
–¿Por qué?
–Me estaba ayudando a averiguar qué le pasó a mi madre.
–¿Lo has averiguado?
–Fue asesinada en 2036, en México.
–Sí, una tragedia –dijo, sin convicción.
–¿Sabe lo que pasó?
–Sé lo que se rumoreaba en los círculos del partido e-comunista: el cártel de Sinaloa la mató.
–¿Eres comunista? ¿Y la he reconocido?
–Por reputación, y una o dos veces puede que nos hayamos cruzado en alguna reunión. Y sí, fui comunista durante muchos años.
–Usted estaba entre los fundadores de Alas de Mariposa.
–Eso fue hace mucho tiempo, toda una vida.
–¿Puede hablarme de la fundación de las Alas?
–Era como cualquier otra fundación. Alguien me invitó a una reunión. Yo era una joven marxista exiliada en Malasia. Alguien me dijo a la cara exactamente lo que pensaba.
–¿En qué estabas pensando?
–Que era necesario llevar a cabo una revolución e-comunista a escala global, que era necesario desmantelar la industria fósil, los imperios, detener la catástrofe global y salvar a la humanidad. Y que todas estas cosas no eran fenómenos independientes, sino una única tarea.
–¿Quién la invitó?
–Sukumar y Gianni.
–¿Y cómo funcionaban las Alas?
–Mira, Alex, tengo que irme.
–Por favor, deme un poco más de tiempo. ¿Puede hablarme de la Revolución aquí en China?
-¿Qué quiere saber?
–¿Qué pasa ahora con la revolución?
–¿A qué te refieres?
–¿Qué problemas hay ahora? Con las triadas.
–De acuerdo, siéntate –me dijo mientras se sentaba.
–Imagino que sabrás que antes de la revolución el Comité Central utilizaba diversas triadas para reprimir a los manifestantes, incluidos nosotros, y como fuerza bruta en diversos campos de la acción política y económica.
–Sí, eso lo sé.
–Formamos una alianza con algunas triadas para deponer al Comité Central sin producir un baño de sangre. Y defendimos esta alianza frente a otros movimientos e-comunistas, que la denunciaron. En aquel momento, en nuestra opinión, era lo correcto. Sin embargo, poco después de la revolución empezaron a ocupar diversos espacios en la sociedad china. Ya tenían redes de esclavitud en toda Asia, y empezaron a tenerlas también en China. Varias de las fábricas chinas estaban dirigidas por criminales autorizados por el antiguo comité central. Tenían imperios de criptomonedas. Controlaban grandes trayectos de la Ruta de la Seda. Producían y distribuían drogas sintéticas por todo el país y otros lugares. Ante los cambios que el nuevo comité central introdujo para acabar con el capitalismo de Estado y descarbonizar radicalmente la economía, el conflicto fue casi total. En ese momento formaron una alianza con las fuerzas armadas para reanudar el conflicto en el Mar de China.
–¿Cómo se resolvió este conflicto?
–Con lo que llamamos shandianzhan.
–¿Qué significa?
–Ataque rápido. Basándonos en la experiencia del movimiento comunista en Europa, atacamos a la yugular: las comunicaciones. En tres semanas atacamos y aniquilamos la mayor parte de la infraestructura de comunicaciones de las triadas: destruimos sus centros de llamadas y de datos, cortamos los cables terrestres y submarinos, cerramos los puertos y aeropuertos que controlaban. Al mismo tiempo, desmantelamos sus fuentes de energía. Detuvimos al mando de nuestra Marina y desviamos los barcos que intentaban reanudar el conflicto en el Mar de China para ocupar el Estrecho de Malaca junto con comunistas malayos y filipinos. Hundimos los barcos de las triadas y precipitamos revoluciones en Malasia, Filipinas y Singapur. El pánico se apoderó de ellos y aprovechamos para atacarlos directamente, deteniendo y ejecutando a varios dirigentes de las principales triadas.
–¿Funcionó?
–Hemos desmantelado casi toda su infraestructura. Pero, por supuesto, no hemos acabado con ellos para siempre.
–¿Cómo acabó el conflicto del Mar de China?
–Retiramos inmediatamente nuestra flota de la zona y presentamos nuestra visión del Tratado de los Mares: gestión compartida de todos los océanos más allá de las 20 millas, fin de las zonas económicas exclusivas, una marina internacional con los objetivos de proteger contra los piratas y conservar los recursos marinos, y prohibición de la explotación de los fondos marinos.
–¿Y fue bien recibido?
–En aquella época, nuestro país era el mayor interesado en la explotación y la mayor amenaza para sus vecinos. Estábamos en medio de una ola revolucionaria muy optimista en Asia. El Tratado fue aprobado por más de 50 países y ahora vigila los océanos Índico y Pacífico.
–¿Qué hicieron con los miembros restantes de la triada?
–Ofrecimos un acuerdo a más de un millón de miembros de las triadas para que abandonaran sus actividades, se trasladaran e integraran en el algoritmo laboral. La gran mayoría aceptó.
–¿Y los que no?
–La Alianza Celestial. Intentaron reconstruir su estructura criminal, pero no les permitimos volver. En respuesta, llevaron a cabo el mayor ataque de la historia de la humanidad. Volaron la presa de las Tres Gargantas, lo que provocó la muerte de más de 40 millones de personas.
–¿40 millones?
–Sí, una catástrofe sin parangón. Desde entonces, los perseguimos sin piedad. Acabamos con la Alianza Celestial. –Suspiró–. Y ahora, de verdad, debo irme. –Me tendió la mano–. Adiós, señor Águas.
–Gracias, Comisaria.