Etiquetas:
La historia de la bicicleta está plagada de epopeyas y grandes gestas. Pero no solo en lo referente al ciclismo deportivo, muy dado a la épica, sino muy especialmente en lo que tiene que ver con personas anónimas. Gente que, a lo largo de los dos últimos siglos, se subió a una bicicleta para viajar a lugares desconocidos en un tiempo en el que hacerlo implicaba una incertidumbre difícil de imaginar hoy día. Un tiempo en el que el mundo era un lugar aún por explorar y descubrir.
Muchas de ellas fueron mujeres. A lo largo del siglo XIX, ellas encontraron en la bicicleta un vehículo con un incalculable poder emancipador: a bordo de una podían desplazarse entre barrios, e incluso entre pueblos, sin la estrecha vigilancia de sus maridos. Podían dejar en casa las incómodas enaguas y vestidos que marcaban tendencia en la época. Podían sentirse libres. Tanto, que la defensora de los derechos humanos y escritora estadounidense Susan B. Anthony, figura clave del sufragismo norteamericano, llegó a decir que la bicicleta había hecho más por los derechos de las mujeres que ninguna otra cosa. Un desafío a las normas que irritó a muchos: los médicos llegaron incluso a hablar de una enfermedad que aquejaba a las mujeres ciclistas, y que bautizaron como «cara de bicicleta». Los síntomas eran, entre otros, frigidez, piel reseca, tuberculosis o una peligrosa excitación sexual.
Muchos creyeron aquel bulo, pero otras lo desafiaron con valentía. Quizá el ejemplo más célebre de esto último lo encarnó Annie Londonderry, la joven de Boston que, en 1894, dejó en casa a su marido y a sus tres hijos para dar la vuelta al mundo en bicicleta. Lo anunció ante un auditorio de 500 personas frente al Capitolio de Massachusetts, y muchos se rieron de ella. Incluso se organizó una apuesta de 5.000 dólares a que no lo conseguiría. 15 meses después, y tras recorrer Europa, Asia y Estados Unidos de costa a costa, fue recibida en Boston como una heroína, recogió sus 5.000 dólares y cerró unas cuantas bocas.
Más allá del horizonte
Dervla Murphy (1931-2022) encontró en figuras como la de Annie Londonderry una inspiración vital y un ejemplo a seguir. Viajar siempre fue su pasión. Y la bicicleta, su medio de transporte preferido. A los siete años se subió a una por primera vez y soñó con pedalear lejos, muy lejos. Más allá de donde alcanzaba la vista en la preciosa localidad irlandesa de Lismore. En plena posguerra, su familia no podía permitirse comprarle una bici, por lo que tuvo que esperar a los 18 para cumplir aquel viejo anhelo. Primero recorrió Irlanda, para después cruzar a Alemania, Francia y España. Y se hizo una pregunta. ¿Por qué no ir todavía más lejos?
El destino estaba claro: Dervla sentía una irrefrenable fascinación por la lejana India, de la que la separaban más de 7.000 kilómetros. Y aunque eran muchos, e incluso a pesar de la férrea oposición de su familia y amigos más cercanos –los únicos a los que contó sus planes– el 14 de enero de 1963 decidió embarcarse en la mayor aventura de su vida. Solo les hizo caso en una cosa: llevar consigo un arma de fuego, por lo que pudiera pasar. La escondió entre el equipaje hasta Afganistán, cuando se dio cuenta de que no la necesitaba, y la vendió por 10 dólares.
Un homenaje póstumo
Esa y otras muchas aventuras las narró en primera persona la propia Murphy en A toda máquina. De Irlanda a la India en bicicleta, el que sería el primero de muchos más libros de viajes a los que dedicaría su vida. Un título publicado originalmente en 1965 que no tardó en convertirse en un clásico del cicloturismo, y que ahora publica en castellano la editorial Capitán Swing en un más que merecido homenaje dos años después del fallecimiento de la autora.
En sus páginas el lector encontrará, ante todo, una declaración de amor a la bicicleta. Dervla bautizó a su vieja Armstrong Cadet como Rocinante, en honor al caballo de Don Quijote. Un vehículo que no solo le permitió cubrir la distancia entre Irlanda e India, sino que le brindó la oportunidad de conocer parajes a los que difícilmente hubiera tenido oportunidad de llegar de haber viajado en tren, avión o en coche. Al mismo tiempo, y tal y como podría confirmar todo aquel que haya viajado en bicicleta, este medio de transporte despertaba entonces, y sigue despertando hoy día, una inusitada simpatía por los lugareños de cualquier rincón del planeta.
Sí, Dervla experimentó en sus carnes la hospitalidad de los habitantes de países como Afganistán o Pakistán, de los que apenas sabía nada. Pero también se enfrentó a la hostilidad de ladrones, el calor abrasador y el peligro de los animales salvajes o los omnipresentes insectos. En A toda máquina, que ante todo es un gran libro de viajes, plasmó sus impresiones sobre cada paraje que recorrió, a cada cual más sorprendente, en un mundo en el que los coches prácticamente brillaban por su ausencia y la globalización aún estaba por inventar. Un mundo que ya no existe, pero por el que pedalear sigue siendo una experiencia única.