¿Qué hace falta para florecer en el fin del mundo?

La amapola polar ('Papaver radicatum') florece más al norte que ninguna otra planta. Todo en ella está pensado para sobrevivir al invierno polar y aprovechar al máximo los días infinitos del verano.
¿Qué hace falta para florecer en el fin del mundo?
Amapola polar. Foto: ilustración de Atxe.

Cuatro pétalos delicados, de color amarillo pálido, unidos a un tallo fino que conecta con unas pocas hojas a ras de suelo. A simple vista, la amapola polar (Papaver radicatum) no parece una maestra de la supervivencia. Pero muchas cosas engañan a simple vista. Todo en esta pequeña planta está perfectamente ajustado para resistir en las fronteras de la vida, allí donde casi nada más consigue florecer.

Inuit Qeqertaat se pasa la mayor parte del año rodeada de hielo. Esta isla, también conocida por su nombre en danés Kaffeklubben (el club del café), en la costa noroeste de Groenlandia, está considerada el trozo de tierra más septentrional del planeta. Hacia el norte, solo hay agua. Su terreno rocoso está prácticamente desnudo, salvo por la presencia de una especie de musgo, Tortula mucronifolia, y de la amapola polar, la última flor antes del inmenso desierto helado del Ártico.

Crecer en Inuit Qeqertaat tiene premio: la ausencia total de competencia. Pero para ello hay que sobrevivir a noches de seis meses, vientos gélidos y temperaturas que superan habitualmente los 20 o 30°C bajo cero. Solo durante los meses de julio y agosto se alcanzan unos agradables 5 o 6 grados Celsius. Y aquí es donde entra en escena todo lo que no se aprecia a simple vista de la amapola polar.

Sus tallos y sus hojas están densamente cubiertos de pequeños pelos oscuros, llamados tricomas, que aíslan a la planta del frío. Sus hojas, que están también divididas en segmentos estrechos, se agrupan en la base, pegadas al suelo, para maximizar la retención de calor y reducir su exposición al viento. Y después está su sistema de raíces, compuesto por una raíz gruesa que se hunde en el suelo a modo de ancla y de almacén de nutrientes y por una red de raíces laterales muy finas (de apenas 1 milímetro de grosor) que se extiende lateralmente para maximizar la absorción de nutrientes en el suelo ártico.

Su adaptación al clima polar va mucho más allá de lo visible. Las células de la amapola polar contienen una especie de anticongelante natural y son capaces de evitar que el hielo afecte a su interior, minimizando los daños durante los meses más fríos. Además, en lo más profundo del invierno ártico, la planta reduce su contenido de agua en hasta un 60%, lo que reduce también los riesgos por congelación.

Cuando llega la primavera y los hielos empiezan a retirarse, la amapola polar se prepara para crecer y florecer. Sus ritmos internos cambian y la planta se convierte en un ser que no descansa, lista para aprovechar al máximo los días interminables del verano ártico. Después aparece la flor, que se pasa el día girando siguiendo la luz del sol, y sus pétalos se despliegan para llamar a los escasos polinizadores que se atreven a vivir a esas latitudes, como el abejorro ártico (Bombus polaris). Y, por último, aparece el fruto, cargado de semillas que son arrastradas por los vientos árticos hasta quedar atrapadas en algún pequeño recoveco en el que echar raíces.

Los ciclos de la amapola ártica, que además de en los territorios polares crece también en algunas zonas alpinas de Europa, Asia y Norteamérica, se han repetido durante milenios. Pero las cosas están cambiando: la temperatura del Ártico está aumentando cuatro veces más que la media del planeta debido al cambio climático, lo que abre la puerta del fin del mundo a nuevas especies y amenaza con destruir el delicado equilibrio en el que, hasta ahora, prosperaba la amapola polar.

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