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Stefano Mancuso: La ciudad o la vida

En 'Fitópolis. La ciudad viva', el experto en neurobiología vegetal repiensa el pasado, el presente y el futuro de los núcleos urbanos a través de una premisa clara: hay que concebir las ciudades como organismos vivos si no queremos que colapsen.
Stefano Mancuso: La ciudad o la vida
En su nuevo ensayo, Stefano Mancuso defiende que las ciudades deben transformarse en 'fitópolis', lugares donde la relación entre plantas y animales se acerque a la relación armoniosa que encontramos en la naturaleza. Foto: Fragmento de la portada de ‘Fitopolis, la città vivente’

ATENAS | Escribe Stefano Mancuso (Italia, 1965) que: «De ser una especie capaz de vivir en cualquier parte, nos hemos transformado, en pocas generaciones, en seres especializados en la vida de ciudad. Una revolución solo comparable a la transición de cazadores-recolectores a agricultores que tuvo lugar hace doce mil años». En su último libro, Fitópolis. La ciudad viva (Galaxia Gutenberg, 2024), el experto en neurobiología vegetal hace una trazado por al arquitectura y el urbanismo que impera en las ciudades alrededor del mundo. Desde Francesco di Giorgi Martini y su Tratado de arquitectura civil y militar (1486), Leonardo y su Hombre de Vitruvio (1492), pasando por Darwin y El origen de las especies (1859) o las teorías de Lynn Margulis sobre la simbiosis y la interdependencia de las mismas o de Piotr Alekséievich Kropotkin, Mancuso traza un friso sobre la evolución de la concepción de las ciudades a lo largo de la historia.

La ciudad, un organismo vivo

El hecho de que no seamos capaces de apreciar las innumerables posibilidades organizativas que nos brindan otras formas de vida no humanas nos limita profundamente. «De ceguera en ceguera, hemos eliminado tanta vida de nuestro horizonte intelectual que al final nos hemos quedado solos», escribe el investigador. Creemos que tenemos la sartén por el mango, que «las riendas del destino están en nuestras manos», pero no es cierto. Para demostrarlo, Mancuso se remonta a la segunda mitad del siglo XIX y se apoya en al figura de Patrick Geddes, uno de los primeros botánicos en teorizar sobre las ciudades y su planificación.

A Geddes se le considera uno de los padres fundadores del urbanismo y en su libro Ciudades en evolución (1915) apuntó una de las ideas que recupera Mancuso en Fitópolis: «(…) la ciudad debe concebirse no como un conjunto de estructuras inorgánicas ensambladas por el hombre, sino como un organismo cuyo desarrollo está determinado por el medio en el que vive y que, a su vez, ejerce una influencia en el entorno». En pocas palabras: la ciudad debe ser considerada un ser vivo que pasa por las mismas etapas de este: nacimiento, desarrollo y muerte; y está habitada por organismos (nosotros) que deben colaborar los unos con los otros. Si bien esta idea parece muy interesante —más ahora en el contexto indiscutible de emergencia climática en la que nos hallamos inmersos— y lógica, lo cierto es que nunca ha llegado a cuajar.

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Mancuso incluso va más allá: las ciudades no solo están sujetas a una evolución similar a la de los seres vivos, «(…) sino que ellas mismas contribuyen en gran medida a la evolución de las especies las habitan. El entorno urbano es tan peculiar, y en muchos aspectos, extremo, que la presión selectiva que ejerce sobre los seres vivos es capaz de producir cambios significativos en la estructura y el comportamiento de plantas, animales y microorganismos a una velocidad que hasta ahora no se creía posible». Un ejemplo: los mosquitos que viven dentro de los túneles del metro de Londres se han desviado genéticamente de los que viven en la superficie. Y no solo eso: en los años noventa, la genetista Katharine Byrne descubrió que incluso había variaciones genéticas en mosquitos que vivían en estaciones de metro diferentes. Ante este hallazgo, Mancuso se pregunta: «¿los mosquitos del metro de londinense son genéticamente distintos de los mosquitos de la superficie o resulta tan solo que se han acostumbrado a vivir bajo tierra?»

Este es solo un ejemplo, pero lo cierto es que ya hace años que se ha demostrado que en las ciudades, las barreras arquitectónicas, las carreteras o los canales han inducido a variaciones genéticas de distintas especies. Hay especies que han cambiado tanto que incluso han dejado de ser sexualmente compatibles con la especie a partir de la cual evolucionaron. «Las especies animales que comparten con nosotros el espacio urbano están modificando de algún modo su comportamiento». ¿Sabías que la gran mayoría de aves urbanas, para hacerse oír, han tenido que elevar el volumen de sus reclamos? ¿O que debido a la iluminación han modificado su ritmo circadiano? ¿O que han tenido que adelantar la época de nidificación a causa del aumento de temperaturas?

Tampoco las plantas se libran de los efectos que las ciudades producen en ellas: en los últimos años se ha observado como la vegetación que puebla nuestras urbes ha cambiado sus mecanismos de acción o sus estrategias defensivas con el objetivo de adaptarse al ecosistema del cemento. Ahora bien, ¿qué sucede con los organismos que no se pueden adaptar a estos cambios? El neurobiólogo no tiene la respuesta, puesto que «la naturaleza procede por ensayo y error, seleccionado en cada momento lo que resulta más adecuado en relación con los cambios del entorno y descartando todo lo demás». Por lo tanto, no se puede concluir a ciencia cierta cuáles son y serán los efectos de la urbanización en la evolución de las especies. Lo que sí que se puede asegurar, sin embargo, es que los entornos urbanos son especialmente hostiles para los seres vivos. «La influencia de las ciudades es mucho más profunda y penetrante, porque actúa directamente sobre el conjunto de las relaciones que unen a las especies de un ecosistema», asegura Mancuso.

Los humanos en la jaula

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Stefano Mancuso es una de las máximas autoridades mundiales en el campo de la neurobiología vegetal. Ha publicado centenares de artículos científicos en revistas internacionales y varios libros.

Hace siglos que los humanos consideramos o creemos que no tenemos nada que ver con la naturaleza, que estamos por encima de ella, que no estamos sujetos a sus leyes. Sin embargo, eso no es así. Algo que consigue el neurobiólogo italiano a lo largo del libro es ponernos ante un espejo que nos ofrece una realidad que no nos gusta: «Los humanos formamos parte integral de los procesos naturales y la evolución actuará sobre nosotros con la misma fuerza que sobre cualquier otra especie viva. No solo estamos sujetos a las leyes de la evolución, sino que, a la luz de los efectos que el entorno urbano ejerce en nuestra especie, lo estamos de forma clara y evidente. Más que ningún otro ser vivo, los humanos estamos sometidos a las numerosas presiones selectivas asociadas con la urbanización, que altera la mortalidad, la demografía, la transmisión de enfermedades, al contaminación del aire, el agua y el suelo, la higiene, la la alimentación, las relaciones sociales, nuestra microbiota y decenas de otros factores».

Si bien en la actualidad alrededor del 55% de la población humana vive en ciudades, durante la mayor parte de la historia eso no ha sido así. «Antes del 1600, se calcula que el porcentaje de población mundial que vivía en entornos urbanos no alcanzaba el 5%. En 1800, este porcentaje se situaba en el 7%, y en 1900 había aumentado hasta el 16% (…) Se trata de una revolución repentina motivada por el enorme número de ventajas que supone vivir en la ciudad, pero cuyas consecuencias para nuestra especie todavía no están nada claras». Aquí Mancuso vuelve a plantear una pregunta sin respuesta, pero si dirigimos la mirada hacia el pasado reciente —marzo de 2020— podemos imaginar qué podría suceder en las ciudades en un futuro no demasiado lejano: el número elevado de contactos que se producen en las urbes las hace extremadamente vulnerables a epidemias: «en las ciudades, las enfermedades infecciosas encuentran las condiciones idóneas para propagarse». Y no solo eso: el entorno urbano es uno de los más mortales que existen. Según The Lancet, cada año se producen nueve millones de muertes prematuras por culpa de la polución. La contaminación atmosférica, hídrica o la exposición a los pesticidas, el amianto, el mercurio o el cromo nos matan; y eso sí que es una certeza probada. Entonces ¿qué estamos haciendo?.

¿Y qué nos depara el futuro?

Vivimos en urbes metabólicamente ineficientes a todos los niveles. Además de la proliferación inacabable de residuos a los que cuesta dar salida, escribe Mancuso: «No hay espacio en el planeta para producir los recursos que serían necesarios para alimentar una superficie urbana mayor. Para que las ciudades sigan ampliando su tamaño y, sobre todo, su población, se necesitan cantidades enormes de materiales y emergía que deben extraerse en algún sitio y transportarse hasta su destino. Esto implica una política depredadora con respecto a los limitados recursos del planeta». Porque aunque lo neguemos ante el espejo, «nuestra vida urbana está directamente relacionada con lo que ocurre en el resto del mundo».

Al ritmo que avanza el cambio climático, parece evidente que el planeta no podrá continuar sosteniendo los ritmos actuales de nuestra civilización y, si bien la innovación ha podido, de momento, detener el colapso, también esta es limitada. A tal efecto, Mancuso asegura que la innovación tecnológica debe ir acompañada de una innovación social que permita minimizar los consumos e imaginar nuevas formas de gobernanza global. Ese deber es casi un imperativo, puesto que son y serán los núcleos urbanos los primeros en experimentar, y con más crudeza, los efectos del cambio climático. Un dato como ejemplo: la ola de calor que se produjo en Europa en verano de 2022 se cobró 61.672 vidas. Y otro dato: «En 2050 las ciudades tendrán por término medio el clima que hoy en día tienen ciudades situadas a unos mil kilómetros más al sur. Las condiciones climáticas de Roma en 2050 serán similares a las de la actual Esmirna; Londres tendrá el clima que tiene hoy Barcelona ; París el de Estambul; y el de Madrid será similar al de Marrakech». Un avance: las iniciativas cosméticas que se están aplicando en todas estas ciudades no servirán de nada si no van acompañadas de un verdadero cambio social y de percepción del fenómeno climático, tanto por parte de la ciudadanía como por parte de quienes ejercen el poder.

Llegado a este punto, Mancuso escribe acerca de las migraciones, de su imparabilidad, de la necesidad de abrir las fronteras y de abrazar una realidad que ya está aquí: los desplazamientos climáticos. «¿Qué ocurrirá cuando miles de millones de personas se desplacen para sobrevivir?», se pregunta el científico, sin olvidarse de la cuestión demográfica: «la población del planeta seguirá creciendo hasta alcanzar los más o menos diez mil millones de habitantes hacia el 2060, pero el mayor aumento tendrá lugar en las regiones tropicales, precisamente donde el calentamiento global empujará a las poblaciones a desplazarse hacia el norte». Una vez más, preguntas sin respuesta sobre las que se debería comenzar a reflexionar.

El libro termina intentado ofrecer luces a tantas sombras. Mancuso nos invita a que reflexionemos sobre la relación que mantenemos con la naturaleza, sobe la posibilidad de convertir nuestras ciudades yermas en verdaderos hervideros de vida verde y llama a fomentar la alfabetización científica, fundamental para presionar a los que toman las decisiones.

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