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Este artículo se publicó originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo aquí.
La revolución industrial que se propagaba desde mediados del siglo XIX impulsó profundos cambios socioeconómicos. Su impacto en los valles del Pirineo, que prácticamente vivían aislados por las dificultades de transporte y las inclemencias del tiempo, fue profundo, provocando un éxodo masivo de mano de obra hacia las grandes ciudades. La falta de carreteras y la disminución de la población fue un cóctel mortal para el territorio, provocando una profunda crisis económica en el territorio que se extendió una vez entrado ya el siglo XX.
Con el avance de la industrialización y las nuevas necesidades de inversión, el Estado exigía cada vez más el pago en monedas, para facilitar la gestión de los impuestos, evitando el trueque que tan importante había sido hasta entonces. En el caso específico de los pueblos que vivían relativamente aislados, la migración temporal resultaba una solución para la búsqueda de nuevos ingresos y, en especial, de dinero para poder realizar las compras necesarias el resto del año. En ese contexto aparecen las conocidas como trementinaires, un colectivo básicamente femenino (hay documentados pocos hombres dedicados y pocos hombres que acompañasen a sus mujeres en los viajes). Eran trabajadoras que viajaban por el Alto Pirineo por los antiguos caminos de la trashumancia, recolectando plantas y vendiendo hierbas medicinales que elaboraban ellas mismas. Vendían y aplicaban ungüentos, pomadas y emplastos tanto a personas como animales para sanar enfermedades como resfriados, bronquitis, neumonía, difteria, fracturas o inflamaciones.

Entre los productos elaborados, eran especialmente conocidas como fabricantes y vendedoras de trementina, así como por su experiencia en cómo encontrar los ingredientes (en la naturaleza y en droguerías), y cómo elaborar el producto final. Sin duda, era el producto más solicitado y el que les dio nombre, muy demandado por su utilidad para desinfectar heridas de todo tipo. Es una sustancia que se extrae de la resina de los pinos, y el ungüento se fabrica añadiendo pega negra y aceite de oliva que, escaso, compraban a lo largo del camino. La trementina la podían fabricar durante el viaje, lo que les evitaba transportar mucho peso encima y, además, adaptarse a la demanda. Aún así, era característico verlas cargadas de latas y bolsas en el cuerpo, además de las herramientas para cortar las plantas y los utensilios para preparar las pomadas o ungüentos.
El papel de estas mujeres en aquellos momentos era fundamental, teniendo en cuenta las grandes distancias a cubrir y la dificultad de desplazarse, lo que podía impedir que llegara un médico a lugares relativamente inhóspitos, por lo que era fundamental la transmisión oral del conocimiento de madres a hijas durante generaciones de esas curas ancestrales. De hecho, no se conserva ningún libro de recetas de dicha profesión, y se sabe que la última persona que la ejerció lo hizo hasta 1982. En concreto fue Sofia Montaner i Arnau (1908-1996), nacida en el pueblo de Ossera, en Lleida. Empezó a trabajar a los diez años con su abuela y su madre. Parte de su legado, como el de tantas otras como ella, se puede ver en el Museu de les Trementinaires en Tuixent, inaugurado en 1998. Ella fue de las últimas niñas en continuar la profesión de su madre, a la que dedicó toda su vida hasta su jubilación.

«La contribución de las trementinaires debe situarse en el contexto de una sociedad y de una economía en la que la pluriactividad, a menudo asociada a la movilidad, era una estrategia básica de subsistencia. El declive de la actividad se produjo de forma progresiva a lo largo del siglo XX hasta su desaparición completa. Destaca su reaparición posterior, al inicio del siglo XXI, como figuras de museo, es decir, una conversión en un bien patrimonial y en un símbolo de identidad local», afirma el catedrático de Antropología Social de la Universitat de Barcelona, el doctor Joan Frigolé Reixach, en su libro Dones que anaven pel món. Estudi etnogràfic de les trementinaires de la vall de la Vansa i Tuixent ([Mujeres que iban por el mundo. Estudio etnográfico de las trementinaires del valle de la Vansa y Tuixent], 2006), que es uno de los estudios más completos publicados hasta la fecha sobre las trementinaires, divulgando los resultados de una investigación realizada para el Inventari del Patrimoni Etnològic de Catalunya (IPEC), y editado por el Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya, en su colección de Temes d’Etnologia de Catalunya.
En cierta manera, se ha invertido el rol de las trementinaires, que tenían la responsabilidad de llevar sus productos a lo largo del país: «El territorio recorrido por las trementinaires era sobre todo rural, con áreas de poblamiento disperso y otras concentrado, pero también periurbano y, en menor medida urbano, ciudades grandes a las que adaptaban sus formas de venta. El territorio por el que se desplazaban incluía la mayor parte de la franja litoral y prelitoral, lugar de invernada de los rebaños trashumantes. Las trementinaires, según las temporadas, recorrían diferentes partes de Cataluña», afirma Frigolé en su estudio. Ahora, son ellas las que protagonizan una atracción cultural relevante en el territorio, una manera diferente de hacer negocios, pero con la misma intención: traer recursos a la zona.

A ese polo de atracción museístico, hay que añadir, ahora, un cómic universal. Con guion y dibujo de Jaime Martín, se ha publicado Un oscuro manto (2024), llegando a las librerías en mayo, casi simultáneamente, las ediciones en castellano y catalán (con traducción de Daniel Cortés Coronas), publicadas por Norma Editorial, y, en francés (con traducción de Alejandra Carrasco Rahal), con dos ediciones, la normal y una especial numerada, publicadas por Editions Dupuis (la acción de las dos editoriales ha sido fundamental para financiar el trabajo durante tres años del autor). La obra cuenta con un prólogo de la ensayista y escritora Layla Martínez, autora, entre otras, de la novela Carcoma (2021), que nos advierte en su texto de presentación de lo que encontraremos en las siguientes páginas de Martín: «…Es probable que escuches un murmullo que te hablará de oficios perdidos y leyendas a punto de ser olvidadas, de los miedos que duermen bajo la cama y las sombras que habitan en el interior de los espejos…».
Un oscuro manto acontece alrededor de 1885. Lo sabemos por una indicación sobre el momento en que el científico Louis Pasteur (1822-1895) realizó el descubrimiento de la vacuna de la rabia cuando consiguió salvar la vida de un niño de nueve años que había sido mordido por un perro rabioso. En la historia de Martín, la enfermedad infecciosa epizoótica tiene una presencia importante y terrorífica, por lo que supone con certidumbre en esa época: una muerte anunciada, y terriblemente dolorosa. En esta situación, y en otras donde veremos a la curandera protagonista, se vislumbra el papel de las mujeres en lo que hace referencia al cuidado y a las tareas relacionadas con las enfermedades y con la muerte.

La protagonista de la historia es Mara, una mujer que, aparentemente, fue maltratada por su marido, que la acabaría abandonando varios lustros atrás. Mara es trementinaire, aunque la vemos como ella misma presagia que está realizando sus últimos trabajos, su edad avanzada le está condicionando para poder realizar el trabajo en condiciones, con largas caminatas por caminos embarrados, subiendo y bajando montes y, en ocasiones, durmiendo en la intemperie. La veremos enseñando a una aprendiz, y a otras mujeres y niñas de los pueblos circundantes, con un ejemplo de sororidad perenne a lo largo del relato.
En esas interacciones veremos también el papel de la mujer en el ámbito rural. De cómo las herencias recaían en los hijos varones. De cómo las hijas eran propuestas en matrimonio a los vecinos solteros solventes por los mismos padres. De cómo las únicas oportunidades para progresar implicaban ineludiblemente emigrar hacia las fábricas que demandaban mano de obra. Por cierto, en el cómic se indica el salario de niños de seis años trabajando en esas fábricas, a pesar de que estaba prohibido en esa época, pero hay evidencias de que así era.

Martín, que ha realizado un trabajo de documentación impecable, introduce en una de sus páginas una referencia a un personaje que existió en realidad, el sacerdote Félix Sardà i Salvany (1841-1916), un representante destacado del integrismo católico de la época. Es citado en la homilía por el cura del pueblo, cuando realiza una arenga en contra de aquellas personas que en las ciudades han estudiado en «escuelas sin Dios»: «La escuela laica es el demonio. Hay grave pecado en enviar a ella a los niños. Pecan mortalmente los padres que cometen esta iniquidad. Pecan como si precipitasen de un derrumbadero a sus hijos. Como si vendiesen a sus hijas a la prostitución», exclama, en castellano (igual que la Guardia Civil, también en la versión catalana), el cura a los feligreses, recordando las palabras de Sardà.
La capacidad narrativa de Jaime Martín se puede contemplar en toda su extensión. Intercalando momentos dramáticos con instantes costumbristas, alternando con elementos fantásticos en la trama y con elementos de suspense. Y todo ello, desde una perspectiva de género muy interesante, llevando el protagonismo de la historia a una mujer empoderada, capaz de generar negocio y una red de contactos comerciales extensa, de intercambiar favores y ayudar a mucha gente en su recorrido, además de curarlos. El color juega un elemento fundamental en la historia, tanto para diferenciar los estratos sociales por la ropa (los poderosos visten con tonos azules oscuros y morados, por ejemplo), como para indicar las inclemencias del tiempo (especialmente la textura del frío), como de las condiciones de los caminos, con barro y poca iluminación. El morado y los tonos violetas destacan en la portada, donde vemos a una joven huyendo en un bosque de coníferas, utilizando el color como alegoría de la muerte. Antes que un techo de cristal, es posible que, en esa época, las mujeres del mundo rural se encontrasen con un manto, un oscuro manto.

Tiene muy buena pinta el cómic y el tema para mí es interesantísimo.
Por la época y el papel de la mujer.
Creo que la mujer se sabía desenvolver mucho mejor que el hombre.
Sólo tengo que recordar la generación de mi madre, campesinos de subsistencia. ¡Que no serían capaces de hacer las mujeres de generaciones anteriores del medio rural!.
Como no había dinero para pagar a profesionales hasta el hombre más torpe tuvo que despabilarse y aprender a hacer remiendos y lo que hiciera falta en una casa, en los aperos de los animales…
pero la mujer trabajaba tanto como él ayudándole en las tareas del campo sobre todo en la recogida de la cosecha, (que casi siempre se malograba y cuando había un buen año, como sucede ahora, te la mal pagaban) y luego a la vuelta del campo, rendida de cansancio, era ella la que se ocupaba de todas las labores de la casa, comidas, animales, de los hijos, de los ancianos….
El hombre no se implicaba en las tareas del hogar, era cosa de mujeres.
Hombres, y mujeres más, trabajaban más que los esclavos, así que muchas mujeres tomaron la determinación de irse a «servir» a la ciudad y el «servicio» comparado con el campo decían que era una auténtica vida de señoras.
Luego se fueron a las fábricas y los pueblos se fueron despoblando.
Si el hombre se hubiera implicado más en ayudar a sus compañeras, los pueblos no se hubieran despoblado tanto como lo hicieron.
P.D. Como no había dinero para comprar medicinas ni seguridad social recuerdo que mis abuelas sabían de hierbas curativas, supongo que esos conocimientos se transmitían de generación en generación. Entre otras plantas curativas recuerdo sus remedios con sauco y de las virtudes del tomillo.
Sin llegar a los conocimientos de las trementinaires ni dedicarse a esa profesión, les gustara o no, no quedaba otro remedio que tratar de curar con hierbas y remedios naturales.
Por aquellos años había en algunos pueblos personas, tanto hombres como mujeres, que les llamaban curanderos/as y recuerdo oir decir que igual curaban enfermedades, que roturas o «mal de ojo».
Mi padre me contaba que había sido testigo de como se curó una conocida suya: el curandero le puso una cataplasma elaborada por él y antes de media hora empezaron a salir gusanos de la cataplasma. La mujer llevaba meses enferma sin saber de qué. Pues bien, con el remedio de la cataplasma la mujer se curó automáticamente. Y eso que mi padre se reía de estas cosas.
En una época de ignorancia médica y científica, las personas que poseían conocimientos sobre hierbas, curación y otros saberes tradicionales eran fácilmente catalogadas como brujas. Estas mujeres a menudo ocupaban roles importantes en sus comunidades como curanderas o parteras, y sus habilidades eran vistas con recelo y desconfianza por una sociedad que temía lo desconocido.
El sistema inquisitorial fue una herramienta de control social y religioso que, bajo el pretexto de preservar la fe y la moral, perpetró grandes injusticias. Las mujeres acusadas de brujería, muchas de las cuales eran simplemente personas con conocimientos especiales o prácticas culturales distintas, fueron víctimas de un proceso inhumano que las sometió a torturas y castigos severos. Este periodo de la historia nos recuerda los peligros de la intolerancia y el fanatismo, así como la necesidad de proteger los derechos y la dignidad de todas las personas, independientemente de sus creencias o conocimientos…
Las brujas, por Isabel Ginés.