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‘El mal no existe’, pero el capitalismo sí

Ryusuke Hamaguchi (ganador de un Oscar en 2021 por 'Drive My Car') firma un majestuoso alegato en favor del equilibrio ecológico sin perdernos de vista a nosotros, los humanos, a menudo obligados a hacer cosas que no queremos.
Hitoshi Omika y Ryo Nishikawa en una escena de ‘El mal no existe’. Foto: © NEOPA

El mundo moderno es un wéstern. Donde el cine americano ponía tierras o cabezas de ganado pongan ustedes su vivienda, sus derechos laborales, su tiempo de descanso y ocio, su salud mental y, por supuesto, su dinero. Siempre habrá alguien que les quiera quitar todo eso y mucho más. También todas las posesiones comunes, como la sanidad y la educación públicas, el aire limpio o las zonas verdes. Así es como funciona el mecanismo de acumulación capitalista. La última película de Ryusuke Hamaguchi, El mal no existe, es un wéstern, sólo que lo que se pone en juego en su trama no son posesiones individuales sino algo mucho más profundo, mucho más sutil. Es un modo de vida, una sensibilidad, una forma de entender la relación entre el ser humano y la naturaleza.

Los protagonistas son un padre viudo y su hija, que viven apartados del mundanal ruido, rodeados de bosque y nieve, en una bucólica comunidad a dos horas de distancia de Tokio (Japón). Takumi, el padre (interpretado por Hitoshi Omika), es un experto conocedor de su entorno. Surte al chef del restaurante local de un agua de extraordinaria pureza para preparar su ramen. Le ayuda a seleccionar un wasabi silvestre ya muy escaso por el impacto del cambio climático. Enseña a su hija, Hana (Ryo Nishikawa), el nombre de cada árbol y el comportamiento de los animales. En medio de estas interacciones suenan a menudo disparos a lo lejos. Los cazadores son una metáfora de los problemas que se le vienen encima. Viene gente de fuera, vienen a quitarles todo eso, viene el capitalismo.

Una empresa hotelera va a instalar en el pueblo un campamento para ricos. Lo llaman glamping, por la fusión de las palabras glamour y camping. Su llegada amenaza con perturbar la vida de este apacible pueblo: cambiarán el ciclo de las aguas, levantarán vallas, cortarán el libre movimiento de los animales y afectará a la vida personal de los habitantes. Y todo eso, como tratan de explicarles los enviados de la empresa, redundará «en su bien». Habrá más trabajo y más dinero para todos. La trampa de siempre.

La peculiaridad de Hamaguchi es que cuenta todas estas cosas desde su personal prisma poético. Toda la historia surgió a partir de unas pocas imágenes que su compositora, Eiko Ishibashi, le pidió que rodara para usarlas en un concierto. Es el plano con el que arranca la película, un travelling contrapicado de cuatro minutos de las copas de los árboles. Esa belleza inicial se replica a lo largo de todo el metraje, pero no se trata de un ejercicio meramente contemplativo ante el espectáculo de una naturaleza delicada y en peligro: Hamaguchi, narrativamente hablando, lo impregna todo de un humanismo conmovedor. No presenta a los enviados de la empresa como personas desalmadas. También sufren por tener que realizar un trabajo que no les gusta y que saben que es poco ético. Sus jefes los sueltan en ese pueblo para que den la cara por ellos. En el fondo, son víctimas de las circunstancias. O dicho de forma más explícita: de un sistema económico inhumano. No son malos, de ahí el (excesivamente bondadoso) título de la película.

Hay una escena en la que se reúnen con los vecinos para exponerles el proyecto de glamping que recuerda el cine de Ken Loach, pero la carga de militancia es muy diferente. Los lugareños desarman a estos chicos con preguntas calmadas y razonables (salvo el más joven, que les quiere pegar). Les hablan de aguas residuales, de protección contra incendios, de no alterar el equilibrio de la naturaleza, cuestiones que, obviamente, al capitalismo le importan un pimiento. No a los enviados, a los que Hamaguchi retrata con compasión, pero sí a sus jefes. En esa forma de perfilar los personajes hay una complejidad, una ausencia de maniqueísmo admirables.

Pero la pericia de Hamaguchi como narrador va mucho más allá. Sólo los grandes artistas son capaces de contar una historia a partir de un detalle, de un gesto pequeño pero tan expresivo, tan cargado de profundidad que abruma. En El mal no existe es capaz de mostrar un violento choque cultural con una sola pincelada maestra: uno de los enviados de la empresa ve a Takumi cortar troncos y cuando éste acaba su labor, sin pedir permiso, agarra su hacha y trata de imitarlo. A simple vista, no hay nada incómodo, nada ultrajante en el hecho de que haya tomado la herramienta por su cuenta. De hecho, Takumi incluso le indica cómo tiene que manejarla para cortar los troncos como él, de un solo golpe, pero todo está ahí (la turistificación, el sentimiento de superioridad urbanita sobre todo lo rural, la apropiación cultural, hasta el imperialismo), en un subtexto riquísimo en significado: ¿mi vida te parece un juego? ¿cómo te atreves? ¿qué haces aquí? ¿por qué no te vas?

A pesar de ganar el Gran Premio del Jurado en el Festival de Venecia, El mal no existe no ha tenido entre el público y la crítica la misma aceptación que su obra maestra, Drive my car (con la que ganó un Oscar). Quizás esto se deba a su cambio de registro, que Hamaguchi suele desarrollar habitualmente en entornos urbanos y con personajes muy habladores. O quizás a su impactante final, que… por supuesto no contaremos aquí. Merece la pena que se formen su propia opinión.


El mal no existe’, de Ryusuke Hamaguchi, se estrena en cines el miércoles 1 de mayo.

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