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El estreno este verano de Twisters (2024), de Lee Isaac Chung, remake o secuela independiente de la Twister de 1996, ha reabierto un viejo debate del fandom: ¿estamos ante una película de catástrofes o de ecoterror? Y, sobre todo, a la hora de decir si es una u otra, ¿dónde está exactamente la diferencia?
En principio, ambas se ambientan en el mismo espacio, el Tornado Alley (conocido como ‘callejón de los tornados’) de Estados Unidos. Ese espacio en las Grandes Llanuras del medio este norteamericano donde el aire gélido procedente del Canadá y el cálido y húmedo del Golfo de México y producen la mayor cantidad de grandes tornados del mundo. Y las dos parten de un reto más o menos parecido: cazar un ‘Gran Tornado‘.
La cuestión hasta qué punto ese ‘Gran Tornado’, esa especie de Moby Dick de la meterología, se considera un fenómeno natural que sobrepasa las capacidades de los humanos, es decir, una catástrofe, o hablamos de algo que han provocado estos con sus acciones, retando a una naturaleza que se revuelve contra ellos. Si el ‘Gran Tornado’ es, simplemente, algo que escapa a nuestras capacidades, un castigo cuasi divino por nuestras acciones.
Hijas de Los Pájaros
La investigadora Emily Bourke del Trinity College de Dublin, en su tesis Horror of The Anthropocene: American Ecohorror since World War II, ha estudiado el desarrollo del llamado ecoterror desde los años 50 hasta la actualidad en el cine de Hollywood. La estudiosa localizó una serie de pautas en filmes, sobre todo, de los 70, como Kingdom of the Spiders (1977), de Jon Cardos; Phase IV (1974), de Saul Bass, o Frogs (1972), de George McCowan.
Historias con un protagonista urbanita que llega a un entorno rural, normalmente una pequeña comunidad relativamente aislada, y que se verá amenazada por ataques inexplicables por parte de la naturaleza (normalmente encarnada a través de una especie animal concreta: arañas, hormigas, ranas). El arranque es algún tipo de disrupción en el normal funcionamiento de la naturaleza, que las autoridades minimizan, y que da lugar a una lucha por la supervivencia, cuyo final, además, deja en el aire si los buenos han triunfado o la amenaza solo acaba de despegar.
Sí, básicamente se trata de derivados de Los Pájaros (1963), de Alfred Hitchcock, aunque no completamente. Bourke las llama películas de «venganza de la naturaleza» y las relaciona con el crecimiento del movimiento ecologista en los 70 y la instalación de sus mensajes en el debate público. Algo que se nota en que en el clásico de Hitchcock nunca se da una razón para los ataques de las aves contra los humanos, pero en todos estos títulos una década posteriores, sí. A veces son muy ingenuos, como el DDT que vuelve locas a las arañas en Kingdom of the Spiders, pero casi siempre tienen claro que la Humanidad solo está recibiendo lo que merece.
En parte, este ecoterror, que tiene precedentes en medios anteriores al cine, puede leerse como una versión refinada o actualizada al siglo XX de cierto terror gótico o romántico. Esa literatura que ante el cambio de valores de la sociedad del XIX ‘castigaba’ al ‘antinatural’ orden burguesa con fantasmas o monstruos aristocráticos, como los vampíricos Drácula o Carmilla.
Complejo de culpa
Los Estados Unidos, y por extensión Occidente y hoy en día todo el orbe, afrontarían los primeros pasos de la actual crisis climática con un evidente complejo de culpa, pero en un estadio en el que aún no idealizan la relación con la naturaleza, sino que la somatizan en forma de una venganza animal que es casi una confesión. Claro que muchas de estas películas fueron simples maniobras comerciales, a rebufo de la mencionada Los Pájaros o del megaéxito de Tiburón (1975), Steven Spielberg.
Solo que en esta última no hay ningún tipo de intención ecologista. El tiburón no ataca a los humanos por ninguna provocación, sino porque están ahí y quiere comida. Los villanos a los que se enfrenta Martin Brody (Roy Scheider) son su propio miedo, las obtusas autoridades locales o la masculinidad desfasada (hoy diríamos tóxica) de Sam Quint (Robert Shaw).
Spielberg volverá sobre el tema en Jurassic Park (1993), curiosamente basada en una novela de Michael Crichton, autor también de Twister, pero para hablar más de los límites de la ciencia que de los del medio ambiente. El ecoterror más moderno surge, en realidad, dejando atrás el realismo cientifista del experimento que sale mal y regresando a la naturaleza casi mágica de Hitchcock con El incidente (2008), de M. Night Shyamalan. Una película que no es sutil: las personas se suicidan empujados por una toxina emitida por las plantas, que responden así –se supone que de forma adaptativa– a la amenaza que para su existencia supone la Humanidad.
Es el camino de Take Shelter (2011), de Jeff Nichols, en la que un padre de familia de Oklahoma empieza a tener sueños apocalípticos en los que diferentes desastres naturales acaban con la comunidad en la que vive. El protagonista comienza a trabajar en un refugio contra tornados que recuerda más al búnker de un preparacionista mientras se plantea si en realidad no está sufriendo alucinaciones y en realidad de quien proteger a su mujer y su hija es de sí mismo.
Varios títulos recientes, muchos posteriores a la pandemia de 2020, han caminado ese mismo sendero de mezcla de ciencia-ficción con un cierto realismo mágico para llegar al terror, siempre con los propios humanos como amenaza final. Serían los casos de Gaia (2021), de Jaco Bouwer, donde directamente pasamos del preparacionismo a una suerte de ecoterrorismo religioso, o la británica In the Earth (2021), de Ben Wheatley, donde un científico que trabaja en cultivos ecológicos en mitad de una epidemia mundial se acaba enfrentando a un antiguo culto mistérico de los bosques.
¿Y los finales felices?
La escritora y analista cultural Ashia Ajani ha reflexionado recientemente, a partir de la obra del director Jordan Peele (Déjame salir, Nosotros o ¡Nop!), sobre la evolución reciente del terror desde el punto de vista antirracista, o decolonial, desde el cual el cineasta aborda el género. Ajani se pregunta si cierta deriva del ecoterror no podría deberse a que, de hecho, ya vivimos en él por las consecuencias diarias de la crisis climática (y, por ejemplo, Twisters, con la que abríamos este texto, la incorpora como excusa para hacer más espectaculares y destructivos sus tornados respecto a la versión de los 90).
La escritora, en un análisis para la revista Atmos, sobre clima y cultura, recuerda la base racista, o antirracista, de cierto cine de terror (por ejemplo, La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, sitúa como protagonista a un actor negro, Duane Jones, cuyo personaje acaba pereciendo, pese a ser el héroe, por los prejuicios de las autoridades) y recuerda que el subgénero zombie es, en la actualidad, básicamente ecoterror (no hay más que pensar en los hongos zombificadores de The Last Of Us).
Pero, sobre todo, Ajani se lamenta porque las soluciones del ecoterror reciente son cualquier cosa menos eso, soluciones. No hay más alternativa que la huida, la extinción o el mantenimiento de las viejas lógicas extractivistas. Si estamos rodando fábulas oscuras en las que el mal es el resultado de una relación rota con la naturaleza, ¿seguir por esa vía no lo hace aún peor? ¿No hay alternativa a la lucha contra una naturaleza hostil que debe ser domesticada?