

Etiquetas:
En abril de 1986 las primeras voces de alarma con el accidente de Chernobyl fuera de la Unión Soviética llegaron de los países nórdicos. En algunas zonas de Suecia o Finlandia la población permaneció varios días confinada y tomando pastillas de yodo, y sigue atribuyendo cánceres y otras enfermedades al fenómeno.
En España ese recuerdo está menos presente porque nos libramos, pero en Reino Unido la gente de cierta edad aún recuerda los meses en que se recomendaba no beber leche de determinada procedencia. Fuese paranoia o tuviese efectos muy reales (como los estudios que apuntan a un pico de casos de cáncer en las dos décadas siguientes en el oeste de Finlandia o los Países Bálticos, entonces parte de la URSS), es un trauma compartido por una parte de Europa.
Luz del 86, de Inari Niemi, comienza y acaba con una nube violeta procedente de Ucrania sobrevolando el pueblo de la adolescente protagonista. Una conexión también presente en la novela que adapta, algo libremente, de la escritora finlandesa Vilja-Tuulia Huotarinen, Valoa valoa valoa ―que se traduce literalmente como Luz luz luz―, publicada en 2011 y aún inédita en España. Precisamente la luz fantasmal de la radiación se mezcla con los traumas de los personajes, convirtiendo en una misma contaminación la radiación, la enfermedad y la simple maldad o estupidez humanas.
La película cuenta el primer amor de una adolescente, Mariia, cuya madre padece cáncer. A finales del curso del año del accidente conoce a Mimi, una chica de su edad, con malas notas y, como luego iremos comprobando, una familia desestructurada y problemas mucho más serios que los de la protagonista. Los bosques que rodean al pueblo y sus playas son el refugio de un romance secreto, confundido con una amistad intensa por sus entornos. Una huida de sus respectivas realidades ―una madre enferma, un padre ausente― presentada con tanta ingenuidad como respeto.
Los paisajes fineses son recreados, en realidad, en localizaciones de la vecina Estonia, donde la conservación y el contacto con la naturaleza son una obsesión mayor que en su prima del norte. Cuando Mariia se baña en el lago del pueblo sin Mimi, el agua está sucia; cuando se bañan juntas aparece limpia, cristalina y bañada por una luz tan fantasmagórica como la de la nube ucraniana. Ese bosque que las esconde y abraza, regalándoles una intimidad imposible en sus respectivos hogares, es retratado a vista de dron para recordarnos la amenaza de la radiactividad y esa tierra que puede ser al mismo tiempo protección o amenaza.
Mimi y Mariia, todavía un poco niñas a pesar de sus escarceos amorosos, juegan a ser operarias que limpian la tierra radiactiva en Chernobyl, consumiendo pastillas de yodo tanto a modo de juego como en serio. Cuando la primera confiesa que, enfada con su tía maltratadora, bebió un vaso de zumo que estaba fuera el día de la lluvia contaminada, se nos adelantan tanto sus pensamientos suicidas como se refuerza esa conexión entre la enfermedad de todo y la que las chicas van a compartir desde ese verano.
Luz del 86 establece un vistazo al futuro que no acaba de encajar, en el que vemos a Mariia ya adulta regresar a su pueblo para cuidar de su madre, a la que se le ha reproducido el cáncer. Una elipsis en la que tenemos claro que la contaminación ―real, física o espiritual― no desaparece, y en la que se puede leer cierta influencia de la novela noruega Salir a robar caballos (Libros del Asteroide, 2003), de Per Petterson, adaptada al cine en 2019 por Hans Petter Moland.

Un salto en la vida del personaje principal nos hurta cualquier dato sobre su vida intermedia, más allá de que una disrupción en la misma es la que lo lleva a cierta vuelta a los orígenes y a confrontar el trauma que es la base de su personalidad adulta. Es un subrayado inexistente en la novela de Huotarinen, donde no se describen las secuelas de lo ocurrido en la vida de Mariia. La fotografía de Sari Aaltonen no se complica y marca los 80 con el grano propio del celuloide y la luz onírica de los recuerdos idealizados, para dejar en tonos más metálicos, y por tanto fríos y artificiales, el seco «presente» (ambientado en los primeros 2000).
Tiene en común con la mencionada prima noruega que la empatía de la protagonista y sus conflictos con los seres queridos (humanos) acaban expresándose a través de los animales. Si el huraño anciano de Petterson apenas es capaz de gestos de ternura con su perro, la depresiva y desconectada Mariia cuarentona abandona un ciervo herido. Por si no fuese fácil leer en él a la Mimi adolescente, encima hay un diálogo posterior que nos lo deja claro.
Un discurso fílmico que, aunque más centrado en el desarrollo de sus dos personajes principales que en otra cosa, acaba igualando la enfermedad del cuerpo ―ese cáncer que viene y va y no desaparece nunca del todo―, la del ambiente ―las tierras de Chernobyl que aún tardarán décadas en «curarse»― y la de la mente, o, si nos ponemos cursis, el alma, con el trauma de la adolescencia que formará parte de Mariia para siempre.