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Vivimos en una constante última hora. Noticias urgentes, momentos pretendidamente históricos que sepultan a otros tantos de igual rango. Todo se viste de fantástico o de desastre. Bajo esta inflación, no hay lugar para los sucesos corrientes ni quizá tampoco para más espacio de almacenamiento en nuestro disco duro mental, siempre ya con la acostumbrada barra de color rojo que exige recarga o amnesia. Sometidos a la cultura del snack informativo, a la tiranía del reset, no es extraño que la memoria se resienta. Que no nos acordemos de un suceso que recibió el nombre de “fraude del siglo” y del que hace apenas 15 años.
Durante la década de los dos mil, varios estafadores se lanzaron a convertirse en algo que podríamos llamar “piratas del carbono”. El truco consistía en comprar cuotas de emisión de dióxido de carbono para después revenderlas en el mercado francés quedándose con el Impuesto de Valor Añadido (IVA) generado. Era un fraude a la Hacienda francesa, que con ese dinero habría podido construir y mejorar hospitales, escuelas o carreteras. Es decir, como casi cualquier caso de corrupción, era un empeoramiento de las condiciones de vida de la gente. Pero, además de eso, aquí estaba en juego el clima, el planeta. La banda criminal ganó miles de millones de euros.
Esa historia, de la que apenas nos acordamos, pero que en Francia en su momento causó conmoción, llegó a ser publicada en un libro, de Fabrice Arfi, y ahora podemos verla en formato serie. Sangre y dinero (disponible en Filmin), dirigida por Xavier Giannoli –triunfador de los premios César gracias a su adaptación de la novela Las ilusiones perdidas de Balzac– y protagonizada por Vincent Lindon, Ramzy Bedia, Niels Schneider y Olga Kurylenko, es un thriller que no escatima en presupuesto. Y que engancha casi a la pantalla como al dinero banal lo estaban los delincuentes climáticos del caso real.
Les da igual el planeta a esos ladrones. Pero quizá lo más interesante de la serie –que se encarga de hacer hincapié narrativo en ello– son los lugares de procedencia social de estos. Sus clases no pueden ser más opuestas entre sí. Por un lado, tenemos a Jérôme, joven blanco ejecutivo de un fondo buitre casado con la hija de un millonario. El típico niño pijo, en esta ocasión del centro de París, que nunca ha recibido un no por respuesta, que quiere siempre más y vive el riesgo en modo turista con billete de vuelta al bienestar y la impunidad.
Sus cómplices son Fitoussi y Bouli, dos timadores de origen tunecino de barrio. Y no de uno cualquiera. El nombre de Belleville se repite a lo largo de los capítulos para ubicar las ansias de progreso económico de ambos. Fue el distrito en el que se apagó la llama final de la Comuna de París en 1871. Allí, en la calle Ramponeau, aguantó la última barricada de la primera revolución de la historia que consiguió imponer un gobierno de trabajadores. Pero los intereses de Fitoussi y Bouli están en las antípodas de cualquier conciencia o solidaridad colectiva no ya obrera, sino hacia el ser humano. En su ascensor social solo caben ellos. Su alianza con un hijo de las élites ejemplifica cómo la desintegración de la lucha de clases y su resultado, el individualismo nihilista y capitalista, convierten al planeta en un mercado más. Enfrente tendrán, personificado en un funcionario de aduanas, un valor que parece tan pasado de moda como crucial para la existencia de un futuro: la moral.