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El sol se cuela por los entresijos de un toldo hecho de paños circulares de ganchillo, y calca los juegos geométricos del hilo sobre los adoquines sombreados. Estamos en Tamurejo, uno de los once pueblos que forman la Siberia extremeña, región bellísima y aislada que cualquiera podría tachar de «fin de mundo» –dado el topónimo–, pero que a mí me gusta pensar, en sintonía con el filme de Manoel de Oliveira, como un principio.
Aquí se está celebrando la quinta edición del festival de literatura y naturaleza «Siberiana», o más bien de LiterNatura, según diría su director y fundador, el escritor Gabi Martínez, quien, un día, se instaló en este territorio del que procede su madre para recrear la experiencia pastoril de sus orígenes y escribir Un cambio de verdad (Seix Barral, 2020). Desde entonces, no ha parado de traer a escritores que comparten una sensibilidad medioambiental y rural alejada de exotismos, porque en la tan manida «España vaciada» vive gente y, además, la naturaleza no es un «recurso» a explotar, sino parte fundamental de lo que somos.
Me separo un momento de Luci Romero y Virginia Mendoza, compinches de mi viaje y también autoras invitadas, para pedir un café en el bar Nicanor. Ellas deslumbraron a un público volcado con nosotros, los «forasteros» (aunque no tanto) justo ayer, 21 de junio y primer día de los dos dedicados a impulsar reflexiones colectivas en torno a nuestros espacios más olvidados, su biodiversidad y las emergencias que enfrentamos. En casi todas las ponencias se articula un equilibrio sutil entre la denuncia social –mitigar el cambio climático es perentorio– y la dignificación de lo natural ensamblado a nuestros cuerpos.
«Hace falta más memoria del agua», aseguró anoche Mendoza a partir de su ensayo La sed (Debate, 2024). Y es que, justamente, el tema de este año es el agua, en sus múltiples vertientes: la sequía y nuestra supervivencia, la dimensión simbólica de un elemento que construye subjetividades y, en este enclave, con cinco pantanos que el Guadiana y el Zújar alimentan, también motor hidroeléctrico y motivo de alborozo playero, pues no hay más kilómetros de costa interior española que en esta región. Agua para mi café: «¡Esa es escritora!» –sueltan los lugareños cuando me acerco a la barra. Me río; después entro a la Casa de Cultura y presto atención a dos ponencias iluminadoras.
Álvaro Valverde afirma: «No te hace más poeta o más moderno mencionar Venecia en vez de Tamurejo», porque lo importante es la forma. El autor se remonta a la tradición de la llamada «poesía de la experiencia», cuya desvinculación del terruño y aspiraciones cosmopolitas quizá ocultasen un complejo endémico nuestro: a ser tachados de catetos. Gabi Martínez opina que, hace varias décadas, podría tratarse de eso, pero que ahora a los creadores les acecha otro mal: una distancia abismal con los espacios naturales, hasta el punto de no acumular vocabulario para contarlos.
«Hemos normalizado que la vida interesante es la vida urbana» –cosa que considera «un engaño». Así que es preciso arremangarse, sumergirse en unas vicisitudes rurales nunca inferiores a cualquier estancia en Nueva York, por ejemplo y, educar; eso siempre, mucha pedagogía. Al hilo de esta pequeña polémica me habla de «Animales Invisibles», un proyecto con el alumnado local consistente en aprender a reconocer habitantes no humanos del paisaje y narrarlos, porque incluso en el principio del mundo existen niños que ven una oveja y les parece algo raro. «¿Eso cómo puede estar pasando?» –se sorprende.
Yo, hija de pueblerinos andaluces, me pregunto si la tachadura sobre nuestras raíces no actúa asimismo como borrado del espejo: ¿Sabemos quiénes somos, de dónde venimos? Pero no me quiero poner demasiado filosófica antes de que empiece la segunda intervención de la mañana. Antonio Sáez, catedrático de la Universidad de Évora, ofrece un análisis panorámico de la literatura contemporánea portuguesa y, no casualmente, quienes más conciencia ecológica expresan son las creadoras y creadores jóvenes. Me apunto dos nombres: Andreia C. Faria y Joana Bértholo. ¡Mira si sabía que el país vecino nos iba a acompañar! Lástima que Raquel Gaspar Silva contrajese la covid a última hora y eso le haya impedido asistir. Aún así, el diálogo con autores lusos seguirá constituyendo, en sucesivas ediciones, una prioridad de Siberiana, labor transfronteriza que ha venido efectuando desde hace tiempo la Asociación de Escritores y Escritoras de Extremadura, socio colaborador del festival por segundo año consecutivo.
De repente, un sopor neblinoso cae sobre la dehesa y anuncia el tramo final de la aventura, para mi disgusto y el del resto de visitantes, aunque tal vez agradezcan que nos acerquemos al cierre organizadores tan atentos como Miguel Ángel, o el equipo técnico que me coloca el micrófono y me lanza al ruedo, todavía un poco mareada del trayecto que separa Herrera del Duque, donde nos alojamos y hemos acudido a sestear un poco, de Tamurejo. Tanta curva que el conductor, Nicolás, sortea holgadamente a mí me ha revuelto unas entrañas que, no obstante, se deleitan con ese paisaje estival enmarcado por el río Guadalemar.
Cuando me bajo del escenario, recuperada a base de mimos lectores, sube Dani Orviz –campeón mundial de Poetry Slam 2020– y luego pone la guinda una Elvira Lindo que, en su novela La boca del lobo (Seix Barral, 2023), parte de la rememoración del pueblo de su madre, Ademuz (en la linde entre la Comunidad Valenciana y la provincia de Teruel) y elabora la historia de la niña imaginaria Julieta. La infancia, es sobradamente conocido, se levanta como motivo reiterado en la ficción de Lindo, quien también la trae a colación mientras compartimos una candelilla nocturna –dulce de miel típico de esta comarca productora– y en la estación de tren de Ciudad Real, a la mañana siguiente, donde se separan nuestros caminos, los de todos.
Se me ha olvidado confesarles que yo viví un año en la Siberia –realizaba cuarto de primaria–; que, si la casa de una la componen los recuerdos, exuda trazos de hogar esta tierra de inicios; que quiero regresar, como mínimo, a tejer toldos de ganchillo igual o más resistentes que los vínculos zurcidos estos días, aquí, paraje Reserva de la Biosfera por la UNESCO que amalgama la letra con el campo, la abeja con el arroyo, el trabajo y el gozo.