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Fozia y Sonya son madre e hija y en tan solo un par de horas se han convertido en dos de las personas más populares del crucero. Hablan por los codos y van de un lado a otro presentándose. No hace ni 24 horas que llegaron a Atenas. «Ya hemos visto el centro», dicen con un marcado acento. Son de Las Vegas, así que están acostumbradas al calor. «This is nothing for us», alardean bajo 35 grados que se clavan como 35 puñales. Fozia debe tener entre 75 y 80 años y Sonya unos 45. Parecen de hierro. «Jet lag? Oh, dear, nothing». Fozia y Sonya pasarán tres semanas en Grecia: una semana en Atenas, otra en Santorini y otra en Mykonos. Especifican que siempre viajan con paquetes turísticos, cada año a un rincón del planeta. «El año pasado hicimos un crucero por Alaska. Oh my God, it was beautiful», dicen remarcando mucho el b-i-u-t-i-f-u-l.
La jornada ha empezado a las 8 de la mañana con la recogida del autocar por los principales hoteles de la capital helena. «Have a nice time», les dice el botones del Divani Palace Acropolis a una pareja que sube al vehículo. A mí me han dado una tarjetita que me tiene que acompañar durante todo el viaje: autocar 3 grupo amarillo. «Es muy importante que no la pierdas», me dicen al embarcar. El día promete: Three Islands One Day Tour. He pagado 155 euros con la comida incluida. El tour, al que desde la organización insisten en llamar «crucero», se vende como una experiencia imprescindible para conocer «las islas griegas».
Mi autocar es de los últimos en llegar. Cuando embarcas, tienes la posibilidad de hacerte una foto con una pareja de griegos vestidos con trajes tradicionales. Al final del crucero la podrás comprar por el módico precio de 5 euros. Me acuerdo de cuando iba a Port Aventura y en las atracciones te hacían fotos automáticas en las bajadas más pronunciadas. Rechazo hacerme la fotografía y me doy de bruces con un barco abarrotado (hay 500 personas, confirmada la cifra por la tripulación). Sobre todo, norteamericanos de todas las edades. Dos son los grupos más pronunciados: adolescentes que están de viaje de fin de curso (y se les huele la resaca a 8.000 millas náuticas) y seniors en viaje grupal.
Inocencia solar
Los estilismos son variados, pero casi todos los allí presentes se han decantado por el sombrero de paja o, en su defecto, tipo explorador. Y las chancletas. Me sorprende que nadie haya pensado que en un barco es posible que te resbales y que las escaleras hacia la cubierta suelen ser estrechas y empinadas; que quizás las havaianas no sean lo más apropiado. Las dos cubiertas están ya ocupadas: los cruceristas han cogido las sillas disponibles y las han colocado mirando hacia el mar. Ponen las patitas en los barrotes para tomar el sol; patitas que en un par de horas estarán quemadas. Al final de la jornada, los estragos de este gesto inocente y temerario –el de ponerse al sol durante el trayecto– serán más que evidentes.
A bordo suena una música disco noventera insufrible, pero eso será un mal menor; lo descubriré más tarde, cuando Thomas, el DJ oficial, de unos 70 años, empiece a pinchar los hits del momento. Aún no hemos zarpado y las mesillas ya están llenas de freddoespressos (bebida por excelencia en Grecia), cervezas y sandwiches club. Los que se han llevado unas nueces y una botella de agua de casa somos minoría. Mientras nos alejamos del puerto, empiezan los mensajes por megafonía; en griego, inglés, español, francés y portugués. Un grupo de italianos se queja por no sentirse representado. Se acerca una de las azafatas y les explica en italiano en qué consistirá la jornada. Visitaremos tres islas: Hidra, Poros y Egina. En la primera estaremos una hora y cuarto; en la segunda, 40 minutos, y en la tercera una hora y media.
En el crucero también se ofrecen excursiones: un tour a pie por el puerto de Hidra y dos excursiones para Egina. Una cultural para ver el templo de Afaya y el monasterio de San Nectario y otra para bañarse en la playa de Marathonas. Cuestan entre 25 y 40 euros y las puedes combinar. Las azafatas se hacen con los datáfonos y quien más quien menos contrata algo. «La excursión más popular es la de los templos de Egina», dice Victoria Leng, medio griega, medio alemana. El templo de Afaya, el Partenón y el templo de Poseidón en el cabo Sunion forman un triángulo sagrado y hay varias historias, a caballo entre los mitos y la sugestión, que hablan de puntos energéticos. Victoria estudió hispánicas y periodismo, pero trabaja en una agencia de viajes durante la semana: «Yendo a recoger turistas al aeropuerto, llevándolos a los sitios, preparando sus vacaciones…». Hoy es su día libre, y lo aprovecha para trabajar en el crucero para sacarse un extra. «Trabajé de periodista, pero no llegaba a fin de mes, así que me metí en esto. ¿Cobrar 260 euros al mes por fusilar noticias de otros? No, gracias», dice con sorna. Tiene sentido si eres de un país que vive por y para el turismo. «No te creas que el trabajo es fácil: tienes que tener mucha paciencia», remata.
Tras tres horas de trayecto llegamos a Hidra, la primera parada. En ese tiempo, además de tomar notas y fijarme en la gente que me acompaña, no he podido dejar de pensar que hace justo un año, un barco abarrotado de personas migrantes, unas 750 en aquel caso, también surcaba estas aguas. Se hundió tras una maniobra de la Guardia Costera griega, cuando ésta intentó devolverlos a aguas internacionales. Se recuperaron 83 cuerpos y hubo 104 supervivientes. El pecio yace ahora en la fosa de Calipso, el tramo más profundo del Mediterráneo. A diferencia del Adriana, a nuestro Evermore Cruises no lo pararán los guardacostas, ni nos quitarán los móviles para que lo grabado no salga a la luz, como contaron los supervivientes. Los que viajamos en este barco somos blanquitos.
La llegada a la primera isla puede describirse como «apoteósica». Selfis y rebaño. Los cruceristas bajamos en manada. Las tiendas de souvenirs nos abren sus puertas de par en par. Hidra es la única isla griega en la que no está permitida la circulación a motor: solo pueden circular las ambulancias y los camiones de la basura. Es donde recalaron los periodistas australianos Charmian Clift y George Johnston en los años cincuenta. Tras haber pasado una temporada en la isla de Kálimnos, se instalaron en Hidra, donde se convirtieron en los anfitriones de la intelectualidad cultural del momento. Allí se conocieron Leonard Cohen y Marianne Ihlen. La casa del pozo, donde vivió Charmian Clift, pertenece ahora al constructor Michalis Pelekanos –a quien le gusta que le llamen Mike–. En otra ocasión que estuve en la isla pude visitar las estancias gracias a Patricia Antón, traductora de Clift al español. En aquel sótano, en el que aún se conservan la estructura y los cachivaches de la época, se alojó Cohen durante sus primeras semanas en Hidra. La casa no está abierta al público, y la última vez que hablé con Pelekanos estaba negociando con Netflix para grabar un documental.
De vuelta al puerto, hablo con algunas de las dependientas de las tiendas de souvenirs: «Siempre ha sido así, y no está tan mal», dice Katerina. A unos metros, María, es de la opinión contraria: «Este tipo de turismo no sirve de nada, porque no los consideramos clientes», asegura haciendo referencia a los turistas que desembarcan para un par de horas. «Tampoco dejan dinero en los restaurantes porque la comida está incluida en el crucero».
Caos infernal en el crucero
Y así es: a la vuelta al barco nos espera un bufé libre que adquiere la forma de caos. Cada vez estoy más convencida de que el infierno debe ser algo parecido a esto. Los cruceristas hacemos cola para agarrar nuestra ración de ensalada de garbanzos, pollo, pescado, verduras y pisto con arroz. No hay mesas y sillas para todos y los más rezagados se sientan en el suelo a comer. No ha sido el caso de dos vascas, ambas llamadas Cristina y profesoras de formación profesional, que están en Grecia con motivo de un curso Erasmus+. Han llegado un par de días antes «para ver alguna cosa» y están en el crucero «para ver un poco las islas griegas». Entre semana «no tendremos tiempo», argumentan. Confiesan que la experiencia no les está resultando agradable: «Muchas horas de barco y demasiada gente». El precio también les parece abusivo, pero la comida les ha gustado.
Después de comer, el ambiente se anima. Thomas –el DJ– va descamisado y lleva unas gafas gigantes de disfraz. La gente bailotea, contenta. Me veo desde fuera mirando la escena y arqueando una ceja, un gesto involuntario que hago cuando algo me resulta indescriptible. Y de pronto, un pensamiento me atraviesa: ¿qué hay de malo en que la gente disfrute? Que yo no lo pase bien con este verbeneo, no significa que tenga que demonizarlo. Empiezo a darme cuenta de que las personas del Three Islands One Day Tour podrían ser familiares míos o mis vecinas de La Coope, el barrio donde crecí. Personas que no tienen el capital para pasar dos semanas en las islas griegas, que no disponen de los días suficientes para ello y que creen –y aquí no hay ápice de ironía– que así habrán visto «las islas griegas», un destino elitista.
El viaje prosigue, pero la reflexión de después de comer hace que empiece a verlo todo de otra manera. Durante los 40 minutos que paramos en la isla de Poros, separada del Peloponeso por una estrecha franja de agua, me compro un sombrero como el de mis acompañantes. Me doy una vuelta por el puerto y vuelvo a subir a bordo, pero cuando voy a sacar la tarjeta que me han dado al inicio día, me doy cuenta de que la he perdido. Doy todo tipo de explicaciones a la tripulación, que me mira perpleja. Les importa un comino lo que les estoy contando: «Go, it’s ok». ¿Y si fuese una persona que no ha pagado? A la tripulación le da igual quién va o quién no va en el barco, el control sobre los pasajeros es inexistente, lo que me hace pensar en que si nos hundimos nadie podrá dar una cifra exacta de las personas a bordo. Como sucedió en el Adriana: un año después de la tragedia, aún no sabemos cuántas personas viajaban exactamente en el pesquero.
A nuestra llegada a Egina, la última isla, hay un par de autocares esperando: la mayoría de cruceristas han pagado las dos excursiones que se ofrecen. Egina es conocida por ser la isla de los pistachos. No hace falta moverse del puerto para darse cuenta: hay decenas de tiendas con pistachos y todos sus derivados (mantequilla, licor, helado, chocolate). Antes de adquirir cualquier producto se puede probar, así que los cruceristas no pierden ocasión. De vuelta al barco, los refrescos y las cervezas vuelan. Mis acompañantes, ya enrojecidos por un sol que no perdona, dan buena cuenta de las bolsas de pistachos adquiridas.
Falta una hora y media para llegar a Atenas y el día termina con una imagen grotesca, una sorpresa de la que Victoria me había advertido: «A última hora hay un espectáculo de danzas tradicionales. Primero bailarán los profesionales y luego os enseñarán a vosotros», me había dicho. Y así es: una pareja de bailarines empiezan a trotar por la cubierta, donde los cruceristas han acomodados sus sillas convenientemente. No faltan el sirtaki y las referencias a Zorba, el griego. La cosa empieza a irse de madre cuando las adolescentes, ya en bikini porque se han dado un baño en Egina, se ponen a bailar ante octogenarios cero deconstruidos. Si hasta ese momento la situación resultaba incómoda, entonces ya no había por dónde cogerla.
Llegamos a Atenas y subo al autobús que me dejará en Sintagma, centro neurálgico de la capital. Vuelvo a casa con una sensación agridulce y bastantes ideas a la que darles una vuelta. Con mi sombrero de paja recién estrenado y la cara también enrojecida por el sol, hoy he sido una más. Y me doy cuenta de lo fácil y comprensible que es ser uno de ellos.
* Fe de erratas: en una primera versión se dice que Michalis Pelekanos es jugador de baloncesto cuando realmente es constructor.
La organización alemana NABU, con la que colabora Ecologistas en Acción, publica la clasificación de Cruceros 2024.
Al sector aún le queda mucho camino por recorrer para dejar de perjudicar el medio ambiente y el clima. La última clasificación de cruceros pone luz sobre dónde se necesitan correcciones urgentes.
Por lo general, las empresas de cruceros deberían centrarse en los combustibles renovables de origen no biológico.
Ni siquiera las primeras corporaciones de la clasificación de este año ofrecen un crucero que no perjudique al medio ambiente y al clima, que siguen sufriendo las consecuencias del uso de combustibles fósiles. Los gases de efecto invernadero, principalmente dióxido de carbono y metano, siguen alimentando el cambio climático. El azufre, los óxidos de nitrógeno y el hollín no sólo contaminan el medio ambiente, sino también deterioran la salud de los habitantes de los territorios costeros.
Sin embargo, las medidas de ahorro de combustible que aplican algunas compañías, son las medidas que están teniendo un impacto más rápido: ya están a disposición de todas las navieras, pueden aplicarse a toda la flota en poco tiempo y ofrecen la posibilidad de ahorrar más de la mitad del combustible.
En las mejores posiciones del ranking pueden distinguirse diversas medidas que las compañías han empezado a implementar. Las baterías, los diseños que ahorran energía, menor velocidad y la optimización de la tecnología, desde el casco hasta la hélice, reducen eficazmente la necesidad de combustibles fósiles. Otro factor clave es el uso de energía en el suelo, que permite prescindir completamente de los motores durante las horas de atraque. En muchos sitios esto no se utiliza actualmente por falta de suministro, ya que los puertos no disponen de puntos de carga debido a su mínimo nivel de electrificación. La reducción de las emisiones de gases en los puertos beneficia tanto al clima como a todos los residentes que dejan de respirar un aire tan tóxico.
El reto: la dependencia de los combustibles fósiles
La elección del combustible sigue siendo fundamental y difícil de resolver. El GNL permite mejorar considerablemente la calidad del aire, puesto que se reducen los contaminantes atmosféricos. Sin embargo, el metano que escapa durante la combustión es un auténtico asesino del clima, ya que tiene un potencial de calentamiento global 80 veces superior al del dióxido de carbono a corto plazo. Un crucero con GNL (gas natural licuado) puede llegar a ser más perjudicial para el clima que un crucero con gasoil. Por este motivo, desde Ecologistas en Acción denunciamos el lavado verde o greenwashing practicado por muchas compañías que publicitan el GNL como solución ecológica de manera engañosa.
Los biocarburantes tampoco están exentos de problemas. El aceite de palma, soja o incluso los biocombustibles basados en residuos dependen de materias primas que conllevan nuevos riesgos para el medio ambiente, tales como cambios en el uso del suelo y deforestación. Las evidencias indican que no existe suficiente biomasa disponible para contribuir de forma significativa a la descarbonización del transporte marítimo.
El objetivo de neutralidad climática queda lejos
En general, las empresas de cruceros deberían centrarse en los combustibles renovables de origen no biológico. Los combustibles basados en hidrógeno verde, como el metanol y el amoníaco, se perfilan como claros favoritos.
Desde Ecologistas en Acción consideramos que “además de la eficiencia y la apuesta por los combustibles neutros para el clima, es necesario reducir y limitar el número de cruceros en función de la capacidad de carga de las ciudades portuarias y de nuestros océanos. Este sector requiere una regulación de la que actualmente no dispone a pesar de ser el medio de transporte más contaminante del planeta”.
La mayoría de las compañías de cruceros han mostrando la falta de voluntad del sector por los compromisos climáticos y ambientales.