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Fotografías: Miquel Muñoz Mallol.
Entre las serpentinas carreteras del Nudo de la Trinidad, la humareda industrial que aniebla la zona, y bajo la atenta mirada de los bloques de Ciudad Meridiana, un pequeño reducto rural se resiste a desaparecer. Es La Ponderosa, la última finca agrícola de Barcelona.
“Esto es mi casa, sólo me sacarán si me desalojan”, es lo que le dijo Carles Zaragoza al hombre con maletín y traje que apareció años atrás en la finca, al que le espetó: “vigila que te mancharás por aquí con tanta tierra”. Eso fue hace cinco años, cuando este hombre desconocido le dijo que tenía que dejar las tierras en 24 horas. El Pagès, como lo denominan en el mercado, sospecha que esta amenaza tenía algo a ver con un ‘ecobarrio’ con más de 2.000 viviendas que el consistorio planificaba construir más de diez años atrás; un proyecto que se diluyó gracias a la presión vecinal del barrio. También comenta que no es la primera vez que pasa y que cuando se encuentra con algún hecho parecido, se siente indefenso ante montañas de papel con letra pequeña y en medio de los poderes económicos. “Yo solo quiero hacer vida normal. Quiero plantar mi cultivo y ser feliz con mi familia”, concluye después de todo.
Carles Zaragoza, es uno de los dos arrendatarios de La Ponderosa, con la singularidad que él también trabaja las tierras. Actualmente, es el responsable de 2,7 hectáreas de la finca. Esta relación empezó hace 43 años, cuando decidió, siguiendo la tradición familiar, emprender un camino laboral poco popular en una sociedad urbana. Ahora, con 66 años, no se plantea jubilarse.
Su día a día
Ser campesino no cumple los estándares laborales de la mayoría de trabajos. Los horarios, la idea de productividad y la distinción entre trabajo y ocio se desdibuja. Carles sale de casa a las 5 de la mañana, ya vestido con su chaleco rojo. A primera hora descarga las cajas del género al mercado con la ayuda de su hijo, también de nombre Carles, y acompañado de su mujer, Carme, quien supervisa la tienda (tanto el producto como los trabajadores) durante el día.
El Pagès es una persona querida como pocas en el mercado. Recibe los difíciles “buenos días” de todos los paradistas a las seis de la mañana, cuando todavía cuesta estar despierto. Y cuando entra el primer cliente, recibe el “que vaya bien al campo”, señal de que toca ir a La Ponderosa.
Aquí, Carles es feliz. Su jornada no se rige por el reloj ni depende de ninguna organización jerárquica. Solo está condicionada por los elementos naturales que intervienen en el cultivo. Así pues, el frío más crudo del invierno y el calor asfixiante del verano son meros compañeros de trabajo con quien convivir y trabajar. “El contacto con la tierra es mi energía”, dice Carles cuando se le pregunta por la dureza del campo. Trabajar la tierra, arrancar los frutos y plantar de nuevo es un trabajo exigente que le hace estar activo en cada momento del año. Sin embargo, la soledad, estar rodeado de sus plantaciones y el tacto orgánico también es su terapia. Para Carles, La Ponderosa, más allá de su trabajo, es un espacio donde puede ser él mismo.
Un cambio urbanístico y social
Él sabe que este estilo de vida es muy poco popular en los entornos urbanos. A lo largo de la vida ha recibido miles de comentarios y juicios, sean conscientes o inconscientes, que despreciaban su oficio. “¿Y de que trabajas aparte de ser campesino?” o “¿por qué no buscas un trabajo de verdad?” son algunos ejemplos de la perspectiva social sobre el trabajo del campo. Este estigma también salpicó a sus hijos, los cuales llegaron a recibir mofa por parte de los compañeros de clase. Aun así, Carles siempre ha tenido claro que para él “ser campesino es un orgullo” y que “si no fuera por ellos (los campesinos) la acción más básica del hombre, es decir, alimentarse, no existiría”. Además, defiende que la frescura y el gusto de la cosecha de la producción no industrial es de altísima categoría, aunque lamenta que cada vez se le dé menos valor a la calidad del producto que se consume.
Echando la vista atrás, Carles recuerda cuando, en los años sesenta, La Ponderosa sólo era una finca agrícola más de Barcelona y el entorno que la rodeaba era totalmente diferente. El bullicio actual no tenía nada que ver con el ambiente de entonces. Mirando el oeste, lo que ahora son gigantes de ladrillos y cemento antes eran viñas. La imagen es idéntica si se mira al este, mientras que antes estaba lleno de olivos. De hecho, el barrio adyacente donde vive la familia del campesino se denomina, todavía hoy, el barrio de Les Oliveres (Los Olivos), en Santa Coloma de Gramenet, aunque ya no queda ningún vestigio de lo que fue. La historia de La Ponderosa ha entrado en una vorágine vertiginosa de cambios en las últimas décadas, una zona donde antes reinaba la naturaleza, ahora reina la urbanización.
Esta transformación a golpe de excavadoras y andamios gigantes es vista por Carles Zaragoza con preocupación, pero también con resignación. “Yo seguiré aquí hasta el último momento, intento que no me afecte”, comenta en referencia a los cambios en el entorno. Actualmente, su mayor preocupación en el día a día es que la cosecha salga buena y que pueda cuidar a su familia. Mientras que La Ponderosa es donde Carles saca su mejor versión, la familia es su refugio. Después de todo, cuando acaba la jornada, el Pagès vuelve a casa, su otra casa. Una vez el chaleco rojo está colgada en la puerta, puede compartir lo que solo puede hacer con su círculo más próximo: la pasión por el Barça, la lectura y, sobre todo, la agricultura.
AgroVallbona, un proyecto que lo cambia todo
Ahora, los deseos de Carles se pueden hacer realidad a la vez que las presiones urbanísticas se debilitan. El Ayuntamiento de Barcelona y el de Montcada y Reixac han llegado a un acuerdo para cambiar la calificación de La Ponderosa y otros terrenos adyacentes y convertirla en una tierra no urbanizable. Se trata de una modificación del Plan General Metropolitano que todavía está pendiente de aprobación. “Es la primera vez que suelo urbanizable pase a suelo agrícola”, declaraba la entonces alcaldesa de Ada Colau. El llamado AgroVallbona es un proyecto que pretende conservar el entorno del Besós y la Acequia Condal, soterrando las vías de tren, recuperando la Granja del Ritz y el campo del Racing Vallbona. También, como siempre había soñado Carles, se llevará a cabo la creación de espacios de formación, prácticas y defensa de los espacios agrarios.
Es mucho más que una victoria del campesinado barcelonés, es una brizna de esperanza a conservar y promover un sector estigmatizado y olvidado en la ciudad condal. Con esto, se abre la puerta a que Carles Zaragoza no sea el último campesino de Barcelona, o mejor dicho, a que nunca haya un último campesino en Barcelona.
¿Por qué no buscas un trabajo de verdad?
¡serán ignorantes! que trabajo más positivo y de verdad que observar, entender, trabajar la Madre Tierra, que florece fructifica y nos proporciona sus alimentos. Y más si son de la calidad que cultiva Carles, naturales, no industriales.
Yo sí se valorar tu profesión Carles. Soy hija de modestos agricultores y nací en el medio rural.
Veía como mi padre escondía sus manos agrietadas y ásperas ante gente «fina» de la ciudad; a mí me dolía ese gesto como de sentir vergüenza de sus manos y escribí un poema a «Las manos del campesino», que más o menos decía: «muéstralas con sano orgullo, son las manos del artista que trabaja la obra viva y florece y fructifica. Al reino vegetal no le lleveis unas manos perfumadas y suaves. Son las manos de quien auna inteligencia y modestia si las sabe dedicadas a deber tan necesario como ungido de nobleza: a nuestra Madre la Tierra que cada día viene depositando en esas tus nobles manos su sabia, nuestro alimento»
P.D.
Omití puntualizar que yo quería ser agricultora. Mis padres me lo impidieron.
Estoy hablando de las décadas 1960 y 70. Recuerdo ver a mis padres como trabajaban, sin exagerar, más que los esclavos. Tierra escarpada y de secano. Todo se hacía a mano, con hoz, guadaña, caballerías para labrar y acarrear las cosechas del campo. En la aldea no había ni agua. Había que ir a buscarla con un mulo y cuatro cántaros a una fuente a media hora de distancia. Ese trabajo lo hacíamos los críos cuando salíamos de la escuela.
Hambre nunca se pasó, pues teníamos animales, huerta, ect.; pero nunca teníamos una peseta. Es más, si se moría algún mulo o se enfermaba alguna persona significaba varios años de ruina para la familia pues los medicamentos corrían a nuestro cargo.
Los reyes a los niños pobres no nos dejaban juguetes, sólo los materiales que necesitábamos para la escuela y algunas mandarinas.
La mujer además de hacer las labores caseras, atender a algún anciano inválido que había en casi todas las casas, ayudaba también en el campo. A los 25 años parecían ya ancianas por el trabajo duro y el calor y los fríos que envejecían su piel.
En aquellos años los pueblos pequeños estaban sometidos al alcalde franquista, a la guardia civil y al cura.
El cura no dejaba trabajar en domingo. A mi padre le puso una multa de 500 pesetas porque un domingo lo pilló arando en una finca.
¡Que más hubiera querido mi padre que sus obligaciones y su economía le hubieran permitido guardar fiesta!. Tuvo que pedir un préstamo a sus hermanos para pagar la multa que a él le supondría unos dos años de trabajo para devolverles el préstamo.
Las mujeres de mi generación algunas se fueron a «servir» a las señoras de la ciudad y otras a trabajar a la industria que empezaba su etapa de desarrollo después de la guerra «incivil»
Para mí constituyó mi primer gran trauma, que me acompañó muchos años, el que me apartaran de la naturaleza para ir a trabajar a la ciudad.
Cuando voy a mi aldea aún me siento en comunión con la naturaleza. No hay compañía más gratificante.
Que impotencia y tristeza siento estos últimos veranos viendo agonizar a los árboles, las criaturas más generosas e indefensas de la creación, por falta de lluvias y sin poder echarles una par de cubos de agua a cada uno.
Trabajo más noble y positivo que el tuyo, ninguno, Carles.